El mundo anglosajón celebra esta noche la brasa de Halloween. Aquí no acaba de cuajar porque disfrutamos de una versión más jasca. Nos da mal fario disfrazar a la muerte, aunque parezca mentira somos muy supersticiosos. A los nenes, en cambio, les meten con calzador las calabazas y los esqueletos, y se lo pasan en grande. De hecho vuelven del cole convertidos en monstruos y espantando a sus abuelos, que no acaban de pillar la onda a las costumbres importadas. La gente mayor se imagina yendo a la copistería con una foto de su difunto más próximo y pensando que van a ampliarle la jeta en una cartulina a tamaño natural, que después tendrán que recortarla con unas tijeras y ajustarle unas gomitas, y es que se ponen enfermos. No se ven.
A ingleses y norteamericanos también les parecería un escarnio jugar así con la imagen de sus seres más queridos, máxime cuando la gente más joven podría haber muerto de un balazo en la guerra y ayer mismo volver de Irak en una caja de pino. Las convenciones no se llevan a semejante extremo. Aunque esta noche varios grupos de Obamas, Bushes y MacCaines en miniatura estarán apareciendo a las puertas de las casas e infundiendo un terror infantil entre sus vecinos, lo cierto es que acabarán pidiendo dulces, regalos y propinas, que son siempre más fáciles de pagar que los impuestos o las mordidas. Halloween, en Estados Unidos, es una fiesta de niños. La costumbre ha desarrollado entre los adultos un estereotipo tendente al carnaval de aire gótico, con un escaparate enorme de artefactos a la venta pero cortado siempre por un repetitivo patrón simbólico: la calabaza luminosa. El despliegue genera tal negocio que es raro encontrar iniciativas. La creatividad está muy mediatizada.
Tampoco somos un ejemplo. Acudimos en masa a los cementerios durante un solo día, como si el resto del año fuese imposible, nos diera pánico acudir o no hubiese nadie vivo y conocido en tan inhóspito paraje que pudiese certificar ante terceros que en realidad estuvimos allí. Porque decir que hemos ido, sin testigos, es como presumir de una operación y no mostrar las cicatrices. La mayor creatividad en una jornada como la de mañana — y a la luz del día— no consiste en otra cosa que en elegir las flores. El resto del año serán de plástico, por supuesto, pero mañana saldrán tan frescas de nuestras neveras que darán la impresión de recién cortadas. Aún se estila bruñir las lápidas, claro. Se adecentan las tumbas el día de hoy para dar la impresión de que se acude con frecuencia, sólo que resulta tan predecible la excusa que suelen encontrarse con el mistol a la misma hora los que después dan pábulo a las patrañas, de este modo propician un ambiente incómodo y bastante hipócrita que —sin entrar en discusiones peregrinas — apenas le resta emotividad. Más bien al contrario, promueve los conflictos y hace que hierva la sangre. Llantinas, pañuelos y lutos forman parte del paisaje desde que tengo memoria, así que el primero de noviembre son indispensables.
Si fuese de obligado cumplimiento hacer un halloween hispano con los utensilios de los que disponemos, los niños acabarían llamando a las puertas de los vecinos esta noche disfrazados de sus abuelos, con una liga negra ajustada en el antrebrazo, unas flores en la mano y tal vez un mistol asomando del bolsillo, como si acabasen de llegar del cementerio, no sé si de pasarle un trapo a los apellidos o a devolver el frasco que, con las prisas, quedó abandonado junto a la lápida. Igual reciben a cambio un caramelo, porque aún se estila el repartir dulces para azucarar los momentos difíciles, pero se me hace muy cuesta arriba imaginar una situación semejante. Ver a los niños repartiendose por los hogares de esta guisa supondría un alto nivel de autocrítica. Incluso de motivación personal. Sin embargo, es más sencillo que un niño arrastre consigo alguna partícula de sus antecesores a que, desde luego, nazca con un pecado original. Ver a los niños disfrazos de sus parientes fallecidos proyectaría en sus progenitores la herencia del dolor, la marca humana del recuerdo más ingenuo, tal vez de esta manera toda la parafernalia de la muerte dejaría espacio a la realidad. Supongo que la industria acabaría vendiéndonos, como un belén luminoso, pequeños bloques de nichos en miniatura. Los colocaríamos en la ventana, igual que hacen los yanquis con sus calabazas, para anunciar mediante las intermitencias de las bombillas que hoy es una noche especial. ¿Más divertida y surrealista? ¿Más trágica y emocional? Es una simple cuestión de formas. ¿Acaso nadie se ha reído nunca cuando lo más lógico sería llorar?
Archivos Mensuales: octubre 2008
Exponabo 2014
Ni Sevilla en sus mejores años imaginó el esperpento de embarcarse en otra aventura. Aquí, sin embargo, se ha convertido en la llave que abre todas las puertas. La broma se llamará finalmente Expo Paisajes y tenemos todos los boletos para que nos caiga en el sorteo porque no se presenta ni Blas, de modo que se da por hecho. Sin champán ni celebraciones, a palo seco. Lo más triste de la nominación es que no hubo riña ni traba alguna en los Emiratos, hasta donde fue el marido de la pianista con su esposa, convenientemente disfrazada con un trapo negro de mucha categoría.
Su señora se cubrió de los pies a la cabeza, como dicta la tradición en aquellas tierras, para no distraer con sus encantos la cordura de los jeques. Tal y como le pega el sol en Dubai, si hubiera tenido yo que embutirme igual que una morcilla de Soria, me habría asegurado antes de si merecía la pena el esfuerzo porque, visto el orden de los acontecimientos, está claro que les estaban esperando con el marrón entre las manos. Menudo chasco y cuánta energía malgastada. La Soriano habría roto moldes calzándose una minifalda y el alcade mismo, sin frenos ni encomiendas, podría haberles vendido Expo Humo. O Expo Peste.
Con su penetrante aroma a sobaco y garbanzo quemado, la papelera por ejemplo se vería legitimada para atufar a su antojo la ciudad entera. Se ha perdido la ocasión de justificar esta hazaña olfativa mediante una exposición internacional patrocinada por los productores de colonias. Igual que se ha venido abajo la oportunidad de montar la Copa América en versión fluvial, lo que permitiría no sólo dragar el Ebro sino crearle un bonito cauce de cemento a su paso por Zaragoza, de esta manera se terminaría para siempre con los problemillas que causa la erosión y se amortizaría antes el millón de euros que hay que pagar, en concepto de indemnización, a esa contrata de barquichuelas que rara vez navega por el Ebro. Reconozco que la propuesta olímpica del alcalde, a propósito de estirar la cordillera pirenaica desde Andorra y Cerler hasta las orillas del Pabellón Puente, estuvo tan lograda que sonó a chiste, de ahí que fuese perdiendo fuelle. Comprendo también que, a falta de algo mejor que llevarse a la urna, se haya propuesto terminar con la poca huerta que sobrevive en el otro meandro del río, entre el Gállego y la estratosfera del barrio de Las Fuentes. Es un lugar tan espléndido como cualquiera, donde se pueden organizar interminables colas de cinco horas, bajo el ánimo simple de ver el jardín de Alemania, o irse del bolo con una proyección en cinco dimensiones sobre los oasis de Kuwait. Me temo lo peor, aunque todavía es demasiado pronto para hacer conjeturas.
No sería de extrañar que una exposición sobre la huerta acabe llenando nuestros graneros de semillas transgénicas, así que habrá que estar al loro no sólo de los loros del parque, a los que sin duda les llamará el apetito este nicho ecológico, sino también de otro tipo de fauna mucho más carroñera. Cuando no se dispone de un céntimo en las arcas públicas para este tipo de eventos conviene medir con cuidado a los socios del viaje. Si la Expo 2008, en cuanto a la asistencia del público local, resultó un éxito, cabe decir lo contrario sobre el desarrollo sostenible de la muestra que, salvo contadas excepciones, fue un fiasco evidente. Al heredar el mismo consorcio, para dirigir una exposición tan distinta, de alguna forma se premia la gestión anterior e incluso se anima a los directivos para que continúen explorando en la misma brecha. Acaso han encontrado una mina a cielo abierto. Un filón. Como no hay dos sin tres, basta que vuelva a funcionar el jolgorio entre los vecinos, que son los que votan, para que el mecanismo de la expo sea una herramienta eficaz. El futuro de esta ciudad estaría entonces sembrado de exposiciónes y de muestras hasta el fin de los tiempos, con lo que cansa y lo que aturde ejercer de anfitrión. La que está a punto de caernos encima durará tres meses más, así que la siguiente lo mismo empalma el año entero, agravante que situaría al alcalde en una posición tan idílica como el maná de los creyentes. Embarcándose en las grandes tareas que favorecen a la comunidad, se apela a la cordura y la sensatez para evitar la crítica, amortizando hasta el precio del éxito en la difícil materia de la publicidad política. Otra cosa es que cuatro listos se hagan de oro y nos pidan a los demás que vayamos tocando la pandereta.
Sacarte del sitio
Suena más simple que un manojo de habas, pero es de cajón lo que cuenta su Majestad a la periodista Pilar Urbano en el libro «La Reina muy de cerca» editado por Planeta: «peor sería que te sacaran de tu sitio». Es lo que piensa la monarca cuando queman su retrato los independentistas catalanes. Se trata de fotografías, papel que prende y se consume. Mientras le meten fuego a las imágenes, banderas y símbolos no se pasa a mayores. Y es cierto, pero a mí me daría cierto repelús enterarme de que una pandilla de vagos y maleantes emplea su tiempo en hacerme vudú. Hay que tener mucha inquina a alguien para gastar el ocio en montar misas negras y no creo que la Reina merezca semejante atención. Parodiando a Faemino y Cansado, la Reina está muy sobrevalorada. Te das cuenta enseguida, leyendo un recorte de la entrevista, el avance del libro revisado y autorizado por los cuidadores de imagen de la Corona, que acaba de salir a la luz pública.
Se ha dicho siempre que en la Jefatura del Estado quien realmente lleva los patalones es doña Sofi, a la que se califica desde antaño como a una auténtica profesional porque el Juancar, como todos los Borbones, le da al frasco, es una tontaina y un bala rasa. Cuando pillaron al Rey con una de sus amantes en Suiza, se armó gran escándalo por una viñeta sobre la Reina, que esperaba al Rey en La Zarzuela, detrás de la puerta y blandiendo un amasador de pan. Nada se comentó entonces a cerca de las andanzas del monarca en la Confederación Helvética. Eran los viejos tiempos del felipismo y los pelotazos, nos despertábamos a diario con un barrizal entre las manos, de modo que una carroña tapaba a la siguiente y muy pocas lograban mantenerse en portada durante unas semanas. Las corruptelas crecían como champiñones en la huerta. Estaban de moda hasta que saltaba de pronto una mayor, así que lo del Rey en Suiza quedó en el limbo de los telediarios. Daban mucho más juego los pistoleros del GAL. O la rocambolesca huída a Laos de Roldán, previamente fotografiado en paños menores y metiéndose unas rayas de farlopa con una putas. Los gobernantes de finales de siglo en España tomaban pocas precauciones a la hora de meter la mano en la saca común o de maniobrar en las cloacas del Estado, han aprendido mucho desde entonces y el periodismo de investigación además está en horas bajas. Los nuevos ricos de aquella época se cubrieron de gloria el riñón y ahora están colocados de asesores en las principales empresas del país. La monarquía, en cambio, sigue en el mismo sitio de manera incombustible. Por mucho que se prendan fuego a sus fotografías, la Reina sigue llevando el timón de la Corona con tal destreza que nos otorga el regalito de conocerla un poco más. ¿De qué paño está cortada y cuál es su textura profesional?
Preferiría a pies juntillas no haberlo sabido nunca, porque en este adelanto proyecta la Reina un aire caduco y tranochado, semejante al que tendría una abuela carca y lejos del que cabría presumir en una señora bien viajada por el mundo y con millares de contactos. La Sofi, única dama de la península que goza de un sillón en el selecto Club Bildelberg, cuyos miembros, según cuenta la leyenda, manejan los hilos del planeta desde las sombras, es una católica convencida pero muy poco convincente. No se muerde la lengua al opinar contra el aborto, aunque esté hablando de una Ley aprobada en Cortes. Tampoco le ilusiona la eutanasia, concepto que diferencia en un severo cacao mental de lo que denomina «muerte digna». Además, se deduce de sus palabras que es una creacionista. Apuesta sin duda por la enseñanza de la religión en los colegios. No dice a cuál se refiere pero cabe presumir que habla de la suya y que por lo tanto estará visiblemente contrariada por la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía que se imparte en los centros de enseñanza. A su juicio, los niños deben aprender la religión para conocer —literalmente— cuál es el origen del mundo y de la vida. Aunque sea un cuento chino, los curas han de seguir piando en las aulas que un tipo llamado Dios creó el mundo en seis días y que el último se echó la siesta, de la que no sabemos aún si se habrá despertado o no. A la Reina no le gusta además que los homosexuales puedan sufrir, como cualquier otro vecino, las vicisitudes del matrimonio. Es una penalidad que la Reina reserva a contrayentes de distinto género. Si los gays quieren vestirse de novios y hacer también el canelo, a este tipo de casorios habrá que buscarle otra denominación. De hecho, incluso se le hace raro que puedan sentirse tan orgullosos de ser gays, que lleguen al extremo de subirse a una carroza y proclamarlo desde allí a los cuatro vientos. Supongo que ella, en su lugar, se sentiría sobrecogida. Más o menos como se siente un servidor al leer sus palabras.
El precio de la vida
Quien haya visto «Sicko» — el último documental de Michael Moore— habrá comprendido las condiciones de vida tan miserables y tercermundistas que sufren a diario millones de ciudadanos en los Estados Unidos, sobre todo desde que a Nixon se le ocurrió privatizar la sanidad pública y entregar el monopolio a las aseguradoras médicas. Si durante la guerra fría existían individuos deslumbrados por el sistema de la Unión Soviética, los hay que todavía defienden el estilo de vida norteamericano, así que conviene contrastar las versiones más atolondradas con la realidad más palmaria. La vida tiene un precio al otro lado del charco, depende de la enfermedad que tengas. Una adeno-leuco-distrofia, como la que se apoderó de José Carlos, el niño de seis años que reside en Zaragoza, vale aproximadamente un millón de dólares. A fuerza de dar la murga a todo el mundo, sus padres han conseguido por fin reunir semejante cifra que, una vez desglosada, cubrirá el transplante de médula, la habitación y el tratamiento genético ofrecido por el doctor Chagras en el hospital de la Universidad de Minnesota. La intervención se realizará en cuestión de días gracias a la solidaridad de miles de personas.
Las intervenciones y tratamientos de las enfermedades menos comunes, como la de este chaval, tendrían que estar subvencionadas por el estado. No podemos enriquecer sin más a las corporaciones médicas de un país que no permite la asistencia universal de sus pacientes. Es humillante tener que arruinarse en América por lo que en Europa, si la ciencia hubiese avanzado lo suficiente, sería gratuito. Verse obligado a la caridad es muy lamentable, pero si el producto de la limosna termina en la saca de los que comercian con la vida de los seres humanos, la ética y la solidaridad terminan por seguir el juego de las corporaciones. No es ya que se patenten vacunas, se haga negocio con los medicamentos y hasta con los genes, que podrían salvar la vida de millones de personas, es que se ha terminado también por privatizar la mano de obra más cualificada, la de los cirujanos especialistas. Se les ficha en América igual que a los jugadores de rugby, lo que en ambos casos me parece una ignominia. Aún así hay mucha gente encantada con el «american way of life», supongo que tendrán dinero para costeárselo.
Ahora que el imperio está en franca decadencia, los ciudadanos estadounidenses vuelven a tener la esperanza de que llegará un hombre como es debido y pondrá las cosas en su sitio. Es lo que cuentan las noticias. Aparte de unos ingenuos, los yanquis son demasiado individualistas. Suelen confíar el poder político al que mejor les miente y están convencidos de que a Obama apenas se le nota. Le debe pasar algo en la boca —aseguran— porque habla igual que un catedrático, pero tiene buenos modales, es negro y parece un sujeto razonable, de modo que han decidido que con él llegará el cambio. A estas alturas de la película, todo lo que signifique despegar de la poltrona a los republicanos más ortodoxos, a la familia Bush y a sus incontables amigos, supondrá sin duda un alivio para el planeta. Los que piensan, sin embargo, que el candidato demócrata implantará la seguridad social en los Estados Unidos desconocen que su campaña —como la del infumable senador McCain, su oponente— está financiada también, y no con cuatro perras, por las temibles aseguradoras médicas.
La sanidad privada en su conjunto y las multinacionales farmacéuticas se gastan millones de dólares anuales en comprar la voluntad de los políticos, garantizándose a golpe de talonario un negocio redondo e impidiendo la más mínima transformación, salvo que multiplique sus ya pingües beneficios. Sería propio de necios que, pudiendo apostar a todos los caballos y ganar siempre, dejasen al capricho de las urnas tan millonarias empresas. El resultado de semejante permisividad es cada día más delirante, no sólo en el ámbito de la salud pública, visiblemente deteriorada, sino también en el terreno de las finanzas. Que una persona, aunque se presente voluntaria y cobre un buen sueldo, vaya a arreglar el mundo casi me parece insano. Algo me dice que habrá que seguir pasando la gorra hasta reunir un millón de dólares para que operen los médicos a un crío de Zaragoza en la mismísima Minnesota.
El parque de las irrealidades
En el triste y cargante panorama de la crisis, los analistas no saben cómo acojonarnos y señalan en el horizonte una depresión más grave incluso que la sufrida en 1929. Para los que están hasta el cuello en el barro del crack, es decir, para los que no puedan hacer frente a sus hipotecas —que son legión—, las cajas de ahorros más imaginativas están desempolvando antiguas fórmulas jurídicas, como la «dación de pago», que suena horrible en castellano pero que en el proceloso mar de la contabilidad se observa como un fenómeno semejante al milagro de Fátima. La «dación de pago», o efecto virus, no supone otra cosa que alimentar la voracidad de las sanguijuelas. Interpretada la norma al gusto de los banqueros, permite a sus esforzados clientes que sigan pagando sin necesidad de morir en el primer intento. O dicho de manera llana, esta modalidad favorece que Drácula, una vez agotada la subclavia, pueda hincar el diente en un brazo o en la pantorrilla, abriendo una nueva vía para continuar chupándole los glóbulos rojos a su víctima. A esta variante de la sangría se refieren los analistas como hacer un «kit-kat», un paréntesis o un intermedio en aras de recuperar fuerzas. La entidad financiera que concedió el crédito se queda así con la casa hasta que el moroso suelte el parné y mientras tanto se la alquila. Por un poco más de la mitad de la cuota mensual, esa cantidad que tan religiosamente aflojaba el acreedor hasta que no pudo con su alma, al menos podrá mantener intacta su vergüenza entre las cuatro paredes de siempre. Lo que ocurra en el interior de su cerebro es harina de otro costal. La realidad virtual de su rellano no se verá afectada porque nadie vendrá a embargarle los muebles. Para qué, si después no habrá forma de vender sus casas. Es mucho más práctico que, de la noche a la mañana, los propietarios de un piso se transmuten en inquilinos de su propio banco.
A nadie escapa la aversión que tiene la peña por los alquileres. Situarles ante un dilema de tal calibre colocaría a muchos entre la espada y la pared. Interpretar como un respiro de alivio esta exigencia, a corto plazo los volverá zombis. Sólo resta por saber si a los que acepten el harakiri, el banco les hará firmar un plan quinquenal al viejo estilo del soviet, para garantizarse los ingresos y conducir al vulgo por el buen camino. Mediante la «dación de pago», estas entidades financieras atarán tan en corto a sus morosos que si fuera menester los esclavizarán con todo tipo de triquiñuelas legales. Hay que mantener el grifo abierto y el sistema a flote, todo sea por la liquidez.
No me extraña que, ampliando la fábula de lo que ocurre, Gran Scala informe a los medios de comunicación que a principios de 2009 presentará su «Realities Park» monegrino en la localidad de Ontiñena. Viviendo de prestado conviene proyectar la ilusión en el futuro mediante el juego, así amanece esta noticia entre el abismo económico y la extenuación popular. Porque lo que más necesitamos es el póquer, la ruleta y el bacarrá. Generando un poco de expectación, como si no hubiera bastante, los de Gran Scala además pretenden construir en el desierto el Parque Temático de las Realidades, un lugar abstracto donde literalmente nos vendremos arriba, ya sea descubriendo la sensación de volar o regresando al pasado en una máquina del tiempo. Los organizadores rayan el paroxismo prometiendo incluso experiencias paranormales. ¿Acaso existe mayor experiencia paranormal que quedarse sin blanca apostando en las tragaperras? Si alguien lo pone en duda, que le pregunte al alcalde de la inmortal ciudad de Zaragoza, que hoy intentaba colocar a los jeques de Dubai una expo sobre las florecillas para el próximo 2014. Da igual que sea de horticultura o paisajismo, porque en la superficie del proyecto no hay otra cosa que espacio y tiempo, como en Gran Scala. Lo que deja atónito es que los jeques de aquel país tengan una vida social tan prolífica. Son capaces de intervenir a distancia en el barrio de las Fuentes y al mismo tiempo especular con las capitanas de esparto que sobrevuelan el Parque Temático de las Realidades. ¿Atarán los perros con longaniza? Lo dudo, porque la longaniza allí es ilegal, pero tomar el pelo a la gente se vale en cualquier sitio.
Haciendo leña del árbol caído
Me quedé estupefacto. No recuerdo muy bien la tontería que dije, pero tampoco viene al caso hacer memoria. Hablábamos de un sujeto del que guardo una imagen borrosa, un tipo del que apenas fotografío su llanta, empitonada siempre bajo el ridículo cinturón que constreñía el ecuador de todo el tentetieso. Por fin tenía noticias del cretino con boca de atún y camisa blanca, remetida de un par de guantazos bajo el cinto, al viejo estilo de la comarca de las cebollas. En su lugar de procedencia basta un solo gesto delicado para tildarte de homosexual, de modo que los lugareños del género masculino se labran desde la más tierna infancia una reputación zafia y torpe, garantía de sana normalidad. Hasta hace nada tan curioso melón de huerta vivía como un Rockefeller de pueblo, desarrollando comportamientos mafiosos, dando trabajo a las familias de su zona, invirtiendo en negocios dudosos y construyendo una leyenda alrededor de su apellido.
En las grandes ocasiones, cuando venían los alemanes o un posible inversor, se traía al trabajo un maletín de lujo, le colgaba su mujer una florida corbata y le grapaba, mediante un botón firmemente cosido, una chaqueta de marca desconocida alrededor del tórax. Su esposa se esmeró en pintar la aureola de una empresario moderno alrededor de su marido, pero la materia prima era tan pobre que levantó del suelo la caricatura de un botijo con zapatos italianos. Ni siquiera era necesario verle de espaldas para observar que el traje le iba creando una arruga imposible a la altura de la cruceta, en el preciso lugar donde un experto taurino, haciendo una grácil palometa, le hubiese incado las banderillas. El dibujo descriptivo del socio, al que tuve que encararme durante una fría madrugada de invierno, se caracteriza más por su personalidad que por su contorno. Sus facciones de hecho se pierden en un borrón, hasta el punto de añadir los rasgos de un gorrino y obtener tan idéntico como nulo resultado. Discurrió tan lamentable encontronazo en el espacio que cualquier industrial calificaría como el muelle de carga trasero de una fábrica y en lo que una persona normal simplemente asumiría como un cochambroso patio de cemento mal fraguado. Allá en la empresa de plásticos donde me deslomé hará un par de años, tal vez más, dando el callo a cuatro turnos, todavía era de noche cerrada. Quién me iba a decir entonces que el interfecto que tuve que echarme a la jeta y sin ninguna gana, arrastra ahora una deuda de seis millones de euros y ha tenido que vender sus acciones en el negocio, saliendo de allí con el rabo entre las piernas. El cara a cara que mantuvimos al viejo modo del lejano oeste, sólo que a la otra orilla del río Gállego y sin armas de fuego, acabó siendo premonitorio. El tipo no era de fiar.
A ciertos gallitos que pueblan el corral de empresarios en esta tierra, cuando vienen mal dadas, se les abre el esfínter. Son los mismos que se vienen abajo en largas veladas de póquer, cuando les llueve una mala mano de cartas y pierden un fajo de billetes. Entonces no encuentran otro quehacer que ir pitando a su empresa, bien cargaditos de alcohol para desfogarse con cualquier incuato, y luego no hay forma humana de bajarlos del pitañar. Como es imposible a estos zutanos hacerles entrar en razón, recurrí a la fórmula antigua de los machos cabríos — darse de topetadas con la frente para demostrar quien la tiene de piedra— y aunque salí del combate con un soberbio dolor de cabeza, lo cierto es que me quedé más largo que ancho. Entre los múltiples refranes que pueblan esta tierra, siempre me llamó la atención el que aseguraba que no hay nada más cómodo que sentar las nalgas a la entrada de tu propio domicilio para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Nunca sentí que el mengano del que hablábamos pudiese alcanzar un día semejante arquetipo. Al revés, con la dedicación y paciencia de un aburrido perro pastor, tal vez hubiese rozado el listón de la gente molesta y aún con todo me llegó al alma tener noticias de su derrumbe. Era el primer caso, de entre los más próximos, donde una quiebra mil veces anunciada tomaba visos de hacerse realidad. Era vox populi. Nadie podía llamarse a engaño de que a este cabestro, aunque le cayese la lotería, fortuna con la que en múltiples ocasiones fue agraciado, era un pozo ciego, un agujero sin fondo habitado por un fanfarrón.
Este insolente bravatas, jácaro arrogante y presumido vendehumos, a veces me recuerda al dueño del local de al lado de mi casa, el propietario de la antigua ortopedia. Con el propósito de dejarla curiosa, habrá enterrado este mameluco miles de denarios en los sótanos de una obra interminable. Lo único que ha logrado hasta el momento es reservarse el título de reyezuelo en la taifa de la comunidad de vecinos, y al que la abuela del tercero, señora terca como ninguna y disgregada además por el alzhéimer, mientras sube la compra y a voz en grito, no duda en calificar de mala persona. A ciencia cierta nadie conoce todavía si ocupará las instalaciones un turbio negocio oriental de textiles, una destilería de colonia barata, un locutorio telefónico, o el ya mítico burdel. No me extraña que el cambio de las carcomidas tuberías de plomo en toda la finca se haya aplazado «sine die», pero si un día me llega el cotilleo de que este otro sujeto se ha arruinado también, me lo creeré a pies juntillas. Tampoco sabré qué decir, seguramente, pero a ver si me acuerdo de preguntar cuál era el banco donde dejó el pufo. Por si acaso revienta.
A las 3 serán las 2
Como todos los años, desde que al Gobierno se le ocurrió jugar con nuestros relojes, llega el sábado y nos devuelven la hora que nos robaron. Por decreto ley, a las tres serán las dos. Quieras o no, el Gobierno nos montará en una máquina temporal de mentira obligándonos a regresar al pasado. Lo ocurrido entre las 2 y las 2.59 se cuenta entre comillas o asteriscos, porque extrañamente se repiten los minutos pero las acciones que transcurren durante este intervalo no son las mismas. Además, a nuestro cuerpo le importa un rábano que el Gobierno cambie la hora, de modo que tenemos un problema. Que sea grave o lo podamos superar dependerá de nuestra adaptación al espacio-tiempo del Gobierno. En cualquier caso no estamos obligados a repetir lo que hicimos a las 2, que sería lo ideal para que el viaje fuese una simulación perfecta, lo más parecido a rebobinar una cinta hasta el corte de la canción anterior. Una cosa es el destino y otra el control mental, circunstancia imposible de operar en nuestros cerebros con la tecnología que hay a mano. Lo más parecido al control mental es la publicidad que se difunde en los medios de comunicación. Cualquier información, desde una noticia a un simple anuncio, es publicidad. Su éxito depende de la aceptación popular y se rige por un barómetro muy preciso: las cajas registradoras. Como el tiempo es dinero, si el Gobierno dice que a las 3 vuelven a ser las 2, nos conviene tomar nota del cambio. El Gobierno también nos dice que va a estar en la cumbre del punto G que organiza Estados Unidos y a la que no tienen previsto invitarle. Desconocemos si buscará un ventrílocuo, se esconderá bajo la mesa o para asombro del mundo se teletransportará de un latigazo. De un Gobierno que consigue hacer viajar en el tiempo, aunque sea por una hora, a todo un país, cabe esperar un prodigio de tal naturaleza. Si han inventado un escáner que desnuda a la gente en los aeropuertos yanquis, no sé por qué en España no van a fabricar máquinas que volatilicen a nuestro presidente para volcarlo después, igual que a un archivo, sobre los mullidos butacones de Washington. Es el siguiente paso de la evolución tecnológica, lo más natural. Una vez dominado el tiempo se desnuda a la peña y se la catapulta donde sea necesario. Que Petazeta no pudiera darse el pingüe en Yanquilandia, sería lamentable, porque está convencido el hombre de que tiene la solución al crack del capitalismo y que los gerifaltes del planeta, si le escuchan, caerán en arrobo. A nuestro alcalde le ocurre lo mismo, que también ha encontrado la piedra filosofal. Se llama Expo, y da lo mismo que sea del agua o de la huerta, es la solución a todos los problemas que tiene esta ciudad. Por eso se larga el lunes a los Emiratos con el propósito de endosársela a los jeques. La Expo 2014 de Zaragoza, quién sabe si será Expo-Garden, Expo-Cebolletas o simplemente una broma de Halloween, costará 180 millones de euracos y como el Gobierno se ha rajado de soltar un céntimo en semejante empeño, el consistorio terminará de arruinarnos con un apaño de su invención. Por de pronto ya están en el bombo sesenta hectáreas del barrio de Las Fuentes, donde juegan al monopoly con los terrenos. Mientras los políticos especulan con encargar una cirujía estética para el plan de ordenación urbanística, un fulano del mismo barrio fue pillado intentando colar un billete de veinte euros de su propia invención. Quien más quien menos tiene un portátil, una impresora y un bote de laca de uñas en casa. Sólo es cuestión de tener buen pulso y dar el pego, sobran artistas.
Naftalina
Doña Leti se ha dado un garbeo por el colegio donde estudió la enseñanza general básica y tras la visita llegó a la conclusión de que todo sigue igual. Cuando un lugar y sus gentes apenas han cambiado desde que nos fuimos es que ha entrado en decadencia. La prueba del nueve, el experimento que otorga un verismo a las apreciaciones, estipula que si los recuerdos que guardamos en el formol de la memoria se reproducen con un simple paseo, es que algo se pudre en aquel lugar. Y pueden ser las emociones, no cabe duda, pero también el propio sitio.
Las almas más sensibles, aunque la Historia no haya dejado piedra sobre piedra, son capaces de caer en trance mediante su sola aproximación a un determinado paraje. Basta que allí sobrevenga una ráfaga de aire para que nazca cualquier estímulo y encadenen una experiencia paranormal detrás de otra hasta sumirse en un profundo abatimiento. A la par que muestran signos de un nerviosismo conmovedor, en ocasiones les apabila tal emoción que simplemente se estremecen y a renglón seguido, sin relación aparente, les viene al coco una circunstancia tan ordinaria que rompen a reír. El corazón de los intuitivos no está cubierto de músculos sino de precipicios.Y en ese extremo quisieron colocar a nuestra princesa, a la que se le hizo tan fácil recordar que se le hurtó el más mínimo esfuerzo y desarrollo de sus facultades psíquicas.
Trayendo desde los procelosos confines de la jubilación a todos los profesores que antaño le impartieron sus enseñanzas, montaron a la futura reina en un tío vivo sentimental. No es raro que todo estuviera igual para ella. Lo jodido es que no tuviese tiempo para digerirlo. En un océano de destellos, entre la niebla de los flashes y la selva de los micrófonos, se sorteaban los abrazos más sentidos, los besos más fugaces, los rápidos apretones de mano y hasta las genuflexiones más virtuosas. Sufrió la halitosis del profesor de matemáticas de cuarto seguida del tinte horripilante de la señorita de lengua que tuvo en primero, cuyas extensiones se le enredaron en el broche construyendo una zapatiesta inverosímil pero al mismo tiempo deliciosa. Aquel engorro impidió toda reacción ante la inminente llegada de un sudoroso panzudo, al que encapsuló después como su profesor de sociales en tercero, y que la llenó de babas sin que pudiera contenerle. Dicen que el orden de los factores no altera el producto, pero si el producto está repleto de saliva habrá que deducir que hizo falta una computadora para apelmazar en tan breve lapso casi una década emocional. Cuánto duró el calvario, ¿un par de horas? Salvo que los sentimientos infantiles de nuestra princesa fuesen comparables a los de una almeja macha, que todo es posible, su alegre sonrojamiento en las mejillas, la pérdida de tejido adiposo y el recauchutamiento epidérmico generalizado, tras volver al colegio ofrecieron a la concurrencia un resultado sorprendente. Ni una mano de estuco, ni otra de barniz, habrían logrado tal calidad en relación a su coste.
La princesa, por el mero hecho de reconocer cierta semejanza entre pasado y presente, una vez concluido el acto mostró su gratitud a los organizadores de tan caótico encuentro, no en vano habían superado cum laude la prueba de convertir su colegio en un parque temático. A las fotos en plan orfeón de los antiguos alumnos y al póster de sus maestros, cabe añadir las muescas en los viejos pupitres, los mismos desconchones en el cemento del patio y la pérdida progresiva de baldosines en los retretes, lo que dice bastante de cómo están las escuelas. O se sobraron cinco pueblos con la restauración o la propia decrepitud de las instalaciones mantuvo embalsamados durante años a los usuarios en aquel hábitat. Que ese mismo día volviera a las aulas el mítico cero pelotero —el mismo cero pelotero que blandía Aznar desde su escaño en la oposición, antes de ser lo que es ahora, una mala réplica de los concursantes de Factor X—, fue una jugada maestra, la última y definitiva cucharada del elixir para la eterna juventud que recibió la princesa. Si esta fórmula de calificar el nulo entendimiento del alumnado regresa a las instituciones educativas, es que no falta ni un detalle en el cuadro. Es lógico que a doña Leti su viejo colegio se le antojase exactamente el mismo de su infancia, pero que este shock multiplicase además el efecto benéfico de la cirujía estética hasta prodigar el milagro de rejuvenecerla por completo es muy cuestionable. ¿Cabe esta posibilidad o se trata de una conjetura?
Su regreso a la niñez no pasa inadvertida a los analistas, que ponen ahora en tela de juicio a los organizadores del zipizape. Sospechan que pretendían cortocircuitar a la princesa para forzar el rendimiento de su imagen, ofreciendo así a los ciudadanos una futura reina mucho más próxima y sensible al módico precio de la anterior. En materia de realezas desconozco si hay que aplicar el euribor, el IPC o acaso el Gobierno, sin encomendarse a nadie, sube el presupuesto de la Casa Real y se desentiende de cualquier protesta. Entiendo que habrá algún epígrafe en el libro de cuentas para reflejar las facturas de la clínica y de las emotivas visitas escolares. Es cuestión de contrastar, en su justa medida, si prodigar tanto cariño a la monarquía le sienta de perlas o por el contrario no convendría que pasaran un curso de supervivencia. Igual no olerían tanto a naftalina si tuvieran que ganarse ellos mismos las habichuelas.
Líquido y volátil
A los que han caído en la cuenta de que voy un día por detrás del calendario, suelo comentarles que tengo la agenda muy apretada. El saber, al contrario de lo que se piensa, ocupa mucho espacio y a mí, el mero hecho de adquirir conocimientos, me espesa tanto el cerebro que después parece leche condensada. Tener un acceso a lo que ocurre, aunque sea de tercera mano, no resulta sencillo. En los momentos históricos —no conozco ninguno que no lo sea— los cocodrilos merodean en el pantano de las cuentas corrientes y saltan amigos de un cuarto de hora por cualquier parte, así que es cuestión de estar alerta. Al desplegar las antenas enseguida me apasiona escuchar la constante letanía de que lo peor está por llegar y que aún no hemos visto la mitad del hundimiento. En esta inquietante agonía financiera, la voz de los cenizos son el toque de corneta, la banda sonora original de «La Recesión», una película de piratas.
Nadie sabe el argumento pero todos han visto el tráiler, la publicidad con la que nos bombardean a diario los medios de comunicación, donde los periodistas más profesionales, los que no se tragan a pies juntillas lo primero que escupen las agencias de noticias, pueden llegar a contrastar muy pocas verdades. En medio de la ignorancia informativa es fácil que los secretos den pábulo a rumores, de modo que se esparecen a cuentagotas para que multipliquen los episodios y actúen sobre el mundo igual que un huracán. El pánico vende. Millares de grillos se limitan mientras tanto a reproducir lo que leen, escuchan y hablan los gurús de la economía, subrayando en rojo los desastres e intentando cantar primero dónde caerá el siguiente gordo. Los especialistas en el extraño arte de la rentabilidad se han convertido en los niños de san Ildefonso, aunque en vez de repartir millones se dedican a señalar a quien los pierde, los roba o los regala.
La nacionalización de los fondos de pensiones en Argentina es el último escándalo en materia de hecatombes financieras, porque a la peña le sienta a cuerno quemado que le roben a mano armada la jubilación que han ido reuniendo a fuerza de ahorro. Les dijeron a los gauchos, como aquí a los peninsulares, que llegaría un instante en que el Estado no podría hacer frente a las rentas de sus abuelos, así que tendrían que parir deprisa para garantizar el cobro poniendo a trabajar a nuevos contribuyentes —sus hijos— por cuatro perras. Y tampoco estaría de más montarse unos ahorritos en forma de pensión alternativa, por si las moscas… Es obvio que las moscas acuden a la mierda como las abejas a la miel y con el tarro de las esencias abierto, la jefa del Estado argentino ha metido la mano por todo el filete en los ahorros de los argentinos y se ha puesto tibia del atracón. La excusa es la de siempre, ya saben: que la cosa está muy mala y que no había más remedio, de modo que la peña se ha subido por las paredes. Como no hay liquidez y la volatilidad de los mercados pone los pelos de punta, incluso las acciones más extravagantes son útiles para redondear el tablero de la mangancia.
El dinero está cambiando de manos tan rápidamente como los cromos y lo mismo ves a chavales con enormes fajos de estampas que a chiquillos vendiendo el álbum, los negocios para los humanos respiran un oxígeno infantil. De pequeño sufrí la misma experiencia mediante una colección imposible, la de los cuerpos delestes. Logré terminarla con extrema dificultad y seguía muy de cerca los vaivenes del cambio. Llegó un momento en que la galaxia de Andrómeda estuvo veinticinco a uno contra la Vía láctea, y nadie, que yo recuerde, había logrado tener en la mano ninguno de los dos cromos. Las bolsitas donde iban las estampas escaseaban en los kioskos de manera alarmante, los álbumes eran raros de encontrar y sin embargo un compañero de aula estaba embarcado en una competición increíble. Cuando me enteré de que el más listo de la clase almacenaba bajo la cama de su dormitorio cuarenta y cuatro álbumes completos y que al otro lado de la ciudad, un muchacho de otro colegio, también muy listo, mantenía con él una enconada disputa de coleccionista, no pude creerlo. En su encarnizada pelea tenían en vilo a media ciudad. Amigos y conocidos de sus parientes próximos y lejanos, en un chorreo constante, les abastecían de cromos traídos desde los cuatro puntos cardinales. Al pensar en lo que se jugaban realmente aquellos chavales, muchos creyeron que en el fondo dilucidaban de esta manera tan idiota alguna oscura discrepancia entre sus familias, pero no terminó de cuajar esta interpretación porque cualquier apoyo en el conflicto era generosamente recompensado en forma de cromos de los cuerpos celestes. Los dos buenos mozos se convirtieron en banqueros de tan finas estampas y en su lucha crearon un mercado muy volátil y con una aguda falta de liquidez. Más o menos lo que ocurre ahora con la crisis, pero en una versión pueril. Con el tiempo llegó a descubrirse que sus respectivos padres eran los editores de la colección, pero habíamos hecho tanto el ridículo que entonces ni siquiera nos quedaron fuerzas para partirles la cara.
La dama de los ojos vendados
La justicia está fatal, y no es necesario que el Estado se haya convertido en la ONG de los bancos, lo sabíamos de antes. Mientras el juez Garzón se lanza a tumba abierta contra las cunetas del franquismo, los secretarios judiciales y la organización de los abogados progresistas se han cruzado de togas por un asunto que el común de los mortales se siente incapaz de comprender. Me refiero al expediente abierto contra una de sus compañeras, la encargada de ejecutar sentencia en el caso que se sigue contra el presunto autor de la muerte de Mari Luz, la niña de Huelva.
Como nadie en sus cabales se colocaría en el disparadero por un causa dificil de explicar, aluden los magistrados que se ponen farrucos porque es la gota que colma el vaso. En el mismo ajo de la huelga se encuentra el intervencionismo de los políticos sobre los órganos judiciales y las deplorables condiciones en que trabajan a diario. Estas condiciones son las que impiden a la Justicia hacer las cosas bien, no son unos negligentes a los que haya que meterles un puro, así que se soliviantan con razón. Popularmente, en cambio, salta a la vista que no tienen ni repajolera idea de lo que supone de veras que alguien te esté tocando las narices en el curro. No conozco a ningún juez todavía al que una viga le haya metido tan impresionane leñazo en la nuca que haya muerto de golpe, como le ha ocurrido hoy a un trabajador veterano en el polígono de Pinseque. Esas son malas condiciones laborales y lo demás son gaitas. Muchas sentencias de lo social, sin embargo, aplicadas sobre los mismos jueces les harían dudar de que la justicia existe, circunstancia que no les impide poner el grito en el cielo aunque sean unos señoritos. Tienen más fuerza de presión y cada oficio tiene sus cuitas.
Pérez Reverte, sin ir más lejos, gracias a una novela popularizó los narcocorridos en la península, y Roberto Saviano, al publicar la suya, tuvo que salir huyendo de Italia porque la Camorra había puesto precio a su cabeza. Ambos escritores conocieron de cerca a los asesinos más famosos con desigual fortuna, que los aplaudan o los persigan no le resta derechos ni otorga más verismo a sus obras. El panorama de los personajes en sus respectivas novelas sigue siendo el mismo y ninguno de los autores, al comenzar a escribir, las tenía todas consigo. ¿Saldrían bien parados o pondrían tierra de por medio? El sentido común aconseja que en faenas arriesgadas conviene ser un pícaro pero también hay que tener suerte, máxime cuando caminas sobre el filo de la Justicia con mayúsculas y la que a menudo escribimos con minúsculas. Hay quien asesina a la gente y se cree un justiciero. O que aplica las leyes y se siente la reencarnación de don Justo. Cineastas y literatos siguen describiendo las injusticias y demuestran de una manera u otra que hay lugares muy visibles donde las leyes no funcionan. Sean mártires o pícaros, la realidad es tan paciente que apenas se transforma.
Siempre han dicho los jueces que con más medios y dinero, la realidad sería muy distinta. Está por ver. Entre tanto, como la lucha entre los poderes es un círculo vicioso, no queda más remedio que creer a pies juntillas las demandas laborales de esta dama tan candorosa, la que dibujan descalza en los libros de texto y además con los ojos vendados. El sistema no ofrece otra salida. Hay que echar unos cuantos millones en la Justicia para que muevan de sitio los papeles, es una vergüenza lo que está ocurriendo. Ya saben. No es normal que en la época de internet se sepulte a los jueces bajo un acantilado de folios, y menos ahora, con tantos morosos e impagados que podría empapelarse varias veces los juzgados de guardia con órdenes de embargo y encima sobraría papel.
La Justicia es la emperatriz de la burocracia. Al tratarla peyorativamente se encabrita con los legajos y arma tal sindiós que hasta los pederastas vuelven a las calles. La sensatez es una de las virtudes más valoradas en la casta judicial. No pierden las formas ni los miramientos por cualquier tontería, así que, chapando el garito durante un rato, se supone que estarán hasta el gorro. No es sólo por dar mal. Lo sienten mucho por el ministro del ramo, el señor Fernández Bermejo, cuyo cargo piden que ponga a disposición del presidente de Gobierno. Sería una pena que lo mandaran al guano, porque es lo más cínico que ha parido el gabinete. Pero alguien tiene que pagar el pato y rebosa tan mala leche este buen hombre que al subrayar lo obvio ha levantado ampollas. A estas democráticas alturas nadie tendría que escandalizarse al escuchar que campa el corporativismo a sus anchas en la magistratura y que por eso los jueces se sienten intocables. Cuando generas monstruos, al final se te suben a la chepa. Todavía no me explico cómo no los han privatizado. Podrían inventar juzgados que se llamaran Justicia y Lex S.A. Al dictar una sentencia podrían pasarle la factura al Estado y resolver la siguiente… Hablo en broma, ¿pero funcionarían peor?