Regalitos

En el lote de la personalidad suelen incluirse pequeños detalles con los que no estamos de acuerdo. Se compensa una vista de lo más aguda con un mal aliento, una predisposición a los números con una franca desgana en la lectura o un rostro simétrico con un balón de Nivea en cada nalga. Rayar la perfección es una lotería y la misma fortuna nos depara la suerte cuando trabajamos en puestos de relumbrón o simplemente de cara al público. Podemos gozar de un buen sueldo pero enseguida descubrimos responsabilidades y cargas añadidas, las que a menudo conlleva el cobrar a toca teja. Hago notar que estoy dando por sentado que se desempeña la faena a las mil maravillas, porque en caso contrario la realidad de los personajes tendría que ser muy distinta. No en vano estoy hablando de los regalitos, no de la corrupción.
Funcionando a pleno rendimiento, y triunfando, hay quien goza de una popularidad tan enorme que al final no sabe dónde esconderse y termina rezando para que se lo trague la tierra. El paso del tiempo dicta las reglas de forma inmisericorde, así que a mayor éxito mayor inconveniente. Remar a la contra de la molicie, cuando se desea una vida-muelle, parece una insensatez y cualquier pelea se pierde de antemano. Los comportamientos están enraizados en la conciencia —sobre todo en los mayores— desde aquellas amarillentas instancias de la dictadura. Presentaban solicitudes a un excelentísimo señor haciéndole constar al pie, y a modo de despedida, que la petición era tal ridiculez que adquiría el rango de «gracia». La gracia que uno esperaba alcanzar —o recibir— colocó a los ciudadanos de la época franquista al albur de los funcionarios y gestores. Sin una mordida de por medio, los papeles desaparecían en un cajón. Era una época donde reinaba el silencio administrativo y la falta de respuesta se consideraba una negación. La herencia es nefasta. Por menos entonces se daban nuestros padres con un canto en los dientes, de modo que si nos empeñamos ahora en educar a los ágrafos parece que les estemos echando un gato a la cara. El rechazo de una lisonja o la devolución de un presente, no alimenta sanas conductas. Al contrario, genera tal cúmulo de malinterpretaciones que es peor el remedio que la enfermedad.
Aún es fácil, en cambio, toparse con algunas personas que muestran su disconformidad en esta manía tan hispana de enviar presentes. Aluden en su defensa que llega un momento en que ya no saben qué diantres hacer con tanta chorrada y, lo que es más grave, que se sienten en la obligación de responder al que les halaga con un jamón, unas botellas o un reloj. Colocando obsequios por delante es de mal nacidos negar después una solicitud, traspapelar una petición o hacerse el longuis cuando te están pidiendo que exoneres una gabela (léase una multa o un impuesto). Qué se dará entonces a cambio de una licitación, ¿un chalé, una casa? Ciertos regalos parecen propinas, otros demuestran gratitud y algunos compran voluntades. Que los regalos no mediatizan a los agraciados es demasiado suponer y ciertas costumbres —como la navideña del aguinaldo— demuestran que se han extendido de tal manera que si no las pones en práctica te toman por un roñica. Pero, ¿dónde acaba la gratitud y dónde nace el soborno? ¿Estoy cometiendo un cohecho si le doy un euro de propina al repartidor del butano?
Según santa Rita lo que se da no se quita, por éso la alcaldesa de Valencia —que es una persona de mucha prosapia— está convencida de que a medida que trepas por la escalera de la sociedad es normal recibir regalos más grandes y numerosos, ¿qué hará pues esta señora con todo lo que le regalan? ¿Obras de caridad? Afirma que sus regalos no son comparables a los que recibe el presidente del gobierno y probablemente tenga razón, aunque de seguir por esta regla de tres, los del Rey serán flipantes y de fábula los que le manden a Obama. Los de Kim Jon Il, el gerifalte de Corea del Norte, abarrotan un palacio gigantesco pero es de suponer que pertenecen al Estado, ¿o no? ¿Cuál es la diferencia entre la persona y el cargo que ocupa? Y una vez que abandona el puesto, ¿qué ocurre con los bolígrafos de oro y de plata? ¿Dónde acaban las obras de arte y las joyas? ¿Existe un registro de agasajos en todas las instituciones públicas? Depende. Hace unos días saltó una noticia a la palestra que causó una honda inquietud. El presidente francés, por primera vez desde el reinado de Luis XIV, había devuelto una parte de su presupuesto (unos quince mil euros). Y tampoco fue debido a un exceso de generosidad por su parte, no nos engañemos, sino que legalmente no se tomaban cartas en el asunto desde el año de la tana. Si estas cositas ocurren con el dinero público, ¿qué pasará con los regalitos?

«Repronto y el Arte Contemporáneo»   |   Todos y Nadie   |   NATI

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La inmortalidad era ésto

Cada vez que salgo de viaje no pego ojo. Me enredo de tal forma entre las sábanas que acaban convirtiéndose en maromas y según avanza la noche comienzo a transpirar con nerviosismo. El sudor encharca entonces la cama de tal modo que la gruesas cuerdas se empapan y al realizar un inesperado movimiento, para coger aire o encontrar postura, me atrapan de pronto un brazo o una pierna.
Es peor si me voy a lanzar al mundo montado sobre un motor, encima de un par —o dos pares— de ruedas de caucho. Me siento extraño cabalgando en esos ridículos y expuestos armazones de plástico y chapa. Reconozco entonces que la cama se vuelve elástica. Siento que voy dando tumbos sobre el colchón, como si fuese encontrando baches por el sueño. Los hay tan pequeños como una canica pero que se empeñan en situarse junto a una vértebra, en mitad de las escápulas, y cuando me doy la vuelta se me clavan en el esternón. También los encuentro del tamaño de un balón de playa, de hecho aparecen y se esfuman de mi camino igual que hacen los airbag. En análisis ulteriores he comprendido que se inflan con el único propósito de que no me acerque a la pared, donde acudo por inercia buscando la fresca del estuco. No son los baches más desagradables. Existen algunos tan enormes que, durante unas décimas de segundo, me levantan en el aire. Son como bolas de fuego que surgen de repente bajo mi cuerpo catapultándome hacia el techo como un géiser.
El cielo de escayola, en el domicilio de mi compañera sentimental, está a medio metro de mi cabeza, por lo que resulta fácil allí hacer una carambola. Son las ventajas que tiene dormir en una cuna de gran formato. Cuando pasamos la noche en su casa, subimos al sueño mediante una escalerilla, como si trepásemos a una nave espacial, de modo que es muy simple hacerse a la idea de que ya has emprendido el viaje. No es la primera vez que me pregunto si no estaré viajando de una manera constante, lo mismo de mi casa a la suya que del sueño a la vigilia. Y viceversa. El más sencillo de los desplazamientos adquiere enseguida la categoría de trayecto, así que conviene tomar las debidas precauciones, que siempre son pocas.
Caben en mi mochila todo tipo de adminículos, desde aspirinas hasta linternas, cargadores de teléfonos, chancletas, tónicos y tiritas, bolígrafos y libretas, colonia, pañuelos, un bañador viejo, gafas, una cámara fotográfica, el teléfono móvil y un ordenador de bolsillo, tabaco por si se me acaba, prensa escrita, encendedores de repuesto, cedés, un puerto USB y en el colmo de la prognósis el otro día me topé, para mi asombro, con una pelota de tenis. Mi mochila no sólo está llena de remedios, es el umbral que facilita la entrada a otra dimensión. O como decía mi antiguo neurólogo, es la puerta grande hacia la crisis de ansiedad. No sé cómo ha llegado a desarrollarse este vendaval de anticipaciones, la verdad, porque en mi juventud —más o menos en el precámbrico— no viajaba con otra cosa que unos calzoncillos de reserva.
Desde luego, nada será comparable a un viaje transoceánico, lo tengo claro. Supongo que ese instante, cuando viajemos a Nueva Zelanda, allá por octubre, late ahora en mi súperyo como si fuera a ocurrir mañana. En las noches tranquilas, cuando no se mueve ni una hoja y sólo cantan los grillos, siento de hecho que alguien me arrastra por los pies, que atravieso los tabiques y salgo volando literalmente por la ventana. Si al día siguiente voy a cojer un tren, me cuesta menos conciliar el sueño, pero si es un avión el número de sorpresas con las que me obsequia una cama jamás bajan del poltergeist. En un rango del uno al diez, siempre me da en la nariz que vivo en el once. Por eso ayer, serían las dos o las tres de la madrugada, bajé de la nave espacial muy despacio y abrí todas las ventanas de la casa. Hinché los pulmones y respiré muy hondo. Corría una brisa tan agradable que me sentí inmortal.

«Criando Malvas»   |   «Malditos pandilleros»   |   «Mi inmortal»

 

El bien y el mal

Todo está sujeto a interpretaciones, incluso el clásico dilema entre el bien y el mal. La ética y la moral llevan siglos enzarzadas en la vieja discusión de lo que es aceptable, lo que conviene o lo que cae en el territorio de la opinión, y según la materia sucinta de análisis el resultado depende casi siempre de lo que comprima el cráneo a la masa gris. O siendo precisos, de nuestra implicación en la hipótesis. Si el tema a tratar nos afecta de una forma personal, será más dificil hallar una solución objetiva y cualquier opción irá tintada desde su base por los prejuicios y los intereses. Si existe un objetivo previo a la hora de resolver un problema, ¿quién manda? ¿El que pone la pasta o el que investiga el suceso? Por ejemplo, ¿es lícito vender una vacuna? Y si el enfermo no tiene dinero, ¿es ético dejarle morir? ¿Debe cobrar una indemnización el jefe de una empresa que acaba de llevarla a la ruina? ¿Y hasta qué punto los hijos tienen la obligación de heredar las deudas contraídas por sus padres? Millares de preguntas caen en saco roto a diario.
Una cosa es la legalidad vigente y otra distinta lo que está bien o está mal. Ni siquiera en todos los países se mide con la misma vara. Mientras unos cuantos paraísos fiscales lavan el dinero negro otros simplemente lo blanquean y los que quedan en medio pues ni fu ni fa. El secreto bancario es tan extensible como un chiclé. La costumbre de ciertos lugares es un delito en otros, de modo que el bien y el mal no es que sean distintos sino que incluso parecen intercambiables. Las noticias, últimamente, se cargan con diatribas que manejan raros principios éticos y morales. Observamos, por continuar con los ejemplos, que la segunda persona en la jefatura del partido de la oposición, doña Dolores De Cospedal, justifica su abstención en el Congreso, al referirse a la financiación de las autonomías, diciendo que había que trincar la pasta. Si no se está de acuerdo con una ley, dicta la conciencia que lo correcto es votar en contra y sin embargo se puede uno encoger de hombros y poner la mano. Actuar así, ¿es bueno o es malo? Sacrificando las formas y tras mucho rascar, podemos concluir que nos enfrentamos a una postura práctica o incluso rentable. Nadie se atreve a hablar de bondad o de maldad, suele haber de por medio tal escala de grises que emborronan el paisaje. Dos preguntas resumen este concepto: ¿Qué hay de lo mío? ¿Y qué gano yo con todo ésto? El bien y el mal, de este modo, se reducen a un simple balance entre pérdidas y ganancias.
Los islandeses acaban de aprobar en su parlamento que quieren entrar en la Unión Europea. Ni por el forro se les hubiese ocurrido tal medida hace tan solo tres años y sin embargo ahora, cuando su moneda vale la mitad y están con la soga al cuello, llaman a las puertas de Bruselas. ¿Es bueno o es malo? Ni siquiera ellos mismos se ponen de acuerdo, pero tal vez es la única opción que les queda para no irse al garete. El bien o el mal, en ciertas ocasiones, ni siquiera es de libre elección. Máxime cuando está en juego la propia supervivencia.
¿Matar a alguien o que te maten? ¿Comer carne humana o morir de inanición? Enfrentados a una situación límite muchos tabúes se derriban, pero hasta que no nos toque de lleno una situación tan conflictiva jamás tendremos la seguridad. Una cosa es creer, opinar, pensar, y otra distinta que nos veamos en el ajo y obremos en consecuencia. Un servidor, por ejemplo, comprende a la perfección que antes de estirar la pata y si no hay nada mejor que llevarse al diente, te jales al vecino que viaja contigo en el avión. Pero la verdad es que no me imagino con una pantorrilla en la mano, sólo de pensarlo me da repelús.
Es muy fácil de darle a la lengua y a las gentes hispanas, tan dadas a la tertulia, nos encanta discutir. Hay quien no concibe a la pareja si sus componentes no están en permanente conflicto, les parece muy aburrido el amor. En la mentalidad bíblica, si dejamos a un lado a Lilith —cuyo personaje literario se me antoja más interesante— parece que Adán era un simple chorlito y Eva una manipuladora. Con unos antecedentes tan capciosos a cerca del árbol de la ciencia, donde reside el bien y el mal de los católicos bajo la ridícula forma de una manzana, no es extraño que los hombres se decidan a legislar sobre las mujeres como si fuesen menores de edad. No sólo necesitan que alguien les diga cuándo y cómo deben parir, sino que también se pretende poner un límite a la maternidad, por muy deseada que sea. El caso de Carmen Bousada, la septuagenaria que acaba de fallecer dejando huérfanos a sus dos gemelos de tres añitos, provoca que los médicos que se dedican a la reproducción asistida exijan un límite de edad para ser madre. ¿Es bueno o es malo? Y si se exige una edad, ¿por qué no también unos conocimientos? ¿Se debería examinar a los candidatos a ser padres, antes incluso de que se pongan a la faena? ¿Acaso no es más importante nacer que conducir un automóvil?

«Amor y Odio»,  nueva entrega de Repronto   |   A tu lado   |   Soy un fantasma

 

La insolencia

Los seres humanos, en especial durante la adolescencia, nos ponemos chuletas con desagradable facilidad. A ciertos años nos brota igual que un eccema la arrogancia más insultante pero, salvo excepciones, como la del señor Camps, no es una conducta perpetua. Como a todos los cerdos les llega su san Martín, a los maduritos que se creen interesantes también les habla el espejo. Lo normal es que no se gasten una tonelada de euros en trajes caros, porque de donde no hay no se puede sacar, así que Míster Camps tendría que impartir cursillos. Al fin y al cabo es un arte que la chusma aprecie la calidad de los trapos en lugar del aeropuerto que tiene en la calva. Se los pagará su mujer o el tipo de los bigotes, pero va siendo hora de que siente la cabeza o algún juez, como si se tratara de una lenteja, tendrá que ponerla en remojo. Es cuestión de tiempo.
La adolescencia, para la mayoría de los individuos, es una respuesta hormonal tan pasajera que gran parte de los adultos ya ni recuerdan lo descarados, impertinentes y atrevidos que eran. Doña Esperanza Aguirre, sin ir más lejos, vive su cuarta o quinta juventud y sigue instalada en la irresponsabilidad más absoluta, al menos en lo que a política se refiere. Véase, por ejemplo, el último desastre ocurrido en el Gregorio Marañon de Madrid, donde ha muerto una niña debido a una negligencia. Es propio de adolescentes no atribuirse culpa ninguna, sobre todo cuando se produce un desenlace amargo, pero el desmantelamiento de la sanidad pública en beneficio de la privada es fruto de una acción política que ella misma puso en marcha y que se viene desarrollando en dicha comunidad desde hace ya unos cuantos años. ¿Acaso no observa ninguna relación?
Es lógico que la enfermera causante de la tragedia se encuentre hecha una piltrafa y la mantengan sedada, lo indignante es que a la presidenta de Madrid no se le caiga la cara de vergüenza. Una amnesia tan selectiva, cuando somos mayorcitos, queda fuera de lugar: no hay más remedio que ir aceptando las consecuencias de nuestros actos. Doña Espe, en cambio, vive tan recluida en su hábitat pijo, donde parece encontrarse en plena sazón, que es imposible conseguir que asuma el precio que tiene un cargo como el que ocupa. Confunde el hecho de ser jefa con ser la dueña, y no es que parezca patética, es tan sangrante escucharla que da tirria.
Frente a las críticas, los adolescentes pierden los papeles de tal forma que es frecuente verles chillar, dar soberbios portazos o sumergirse de pronto en el autismo más recalcitrante. Lo mismo aseguran que pondrían la mano en la biblia por alguien de su confianza, que se desdicen al día siguiente de sus palabras. La convivencia humana es muy contradictoria. También es obsesiva e incluso morbosa, por eso pueden estar pasando a cámara lenta y durante semanas en la televisión la cogida mortal de un encierro en los sanfermines. La prensa reproduce el esquema de la inmadurez eludiendo también sus deberes, no me extraña que los parientes pongan el grito en el cielo. Todo tiene un límite.
Durante la edad del pavo actuamos con tanta frescura como ignorancia y aunque los mayores nos estrujarían el pescuezo, por lo general manejan a los nenes con excesiva condescendencia —poniéndolos en adobo para que vayan cogiendo sabor—, conducta en extremo paternal que produce movimientos telúricos hasta en las mejores familias (si es que existen). En los años mozos la predisposición y desbordante energía que proyectamos sobre el entorno provoca incluso que nos perdonen groserías y audacias, y en ese sentido puede decirse que conviene fijar unos límites. Si no hay fronteras, a la paciencia de los padres y tutores solo le queda la opción de generar milagros. Y suelen costar un pastón.
A medida que vamos creciendo, la desvergüenza y la desconsideración se someten a la cordura, aunque lo mismo dan enormes bandazos y forjan delincuentes. Esta última posibilidad, en ciertos políticos, está abocada al éxito porque les pllan con las manos en la masa y rezuman jeta, cinismo e insolencia por los cuatro costados. Si estos comportamientos generan indiferencia, espirítu contemplativo y una abstracción casi benditas, a poco que hayamos fortalecido un ápice la sordera, nos resbalará cualquier descaro y osadía. Podemos afirmar entonces, como dice el viejo refrán de nuestros abuelos, que nos van a tomar por el pito de un sereno. Hablando en plata, que se nos mearán en la oreja.
¿A qué extremo conduce esta abulia social? ¿Tan pusilánimes somos? Si hacemos caso a los publicistas, vivimos en una adolescencia permanente. Lo mismo vale para los padres que para los hijos, da igual lo que nos vendan. Aunque el envoltorio del anuncio más simplón sea el eslogan, rara vez no esconde una trampa y tercamente, sin embargo, sucumbimos a la tentación de gastarnos los cuartos en tonterías. Sin obligaciones, todo vale, incluida la estafa.
Los expertos en ingeniería social, oficio donde se ocultan los mentirosos compulsivos, piensan que el espot más idiota es precisamente el que más éxito tiene. Aunque vendas una sandez, el mensaje ha de ser breve y contundente. Sólo hay que echarle cara, colocar el producto y entonces da igual que les tiren un galgo. Parece dificil discenir si la sociedad se ha vuelto imbécil de un forma progresiva o existe algún consorcio tenazmente empeñado en lograr que bajen al mínimo los cocientes intelectuales. Esta pobre mentalidad empapa ya todos los sectores, desde la educación a la sanidad, pasando por la política y desembocando en la comunicación. El atrevimiento y la insolencia llegan a tal punto que ciertos acontecimientos, de no estar impregnados por la tragedia, podrían tildarse de auténticas astracanadas.

«La Corrección Política», según Repronto | Las Bahamas | El Circo Espectacular

 

La identidad

¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Ninguna de estas cuestiones importan un bledo a los suplantadores, porque ni siquiera guardan las formas. Falsificar un billete de banco es una tarea más compleja que hacer un doble virtual de cualquier conocido, lo mismo da un concejal de Zaragoza que la alcaldesa de Valencia, sólo hay que ponerse a la faena. Le robas unas cuantas fotos del «libro de las jetas», abres un blog a su nombre y te esmeras en dejar al interfecto a la altura del barro. Es tan chachi fastidiar al personal que la red está plagada de dobles, triples y hasta cuádruples identidades. El «phising», entre los divorciados, es un deporte tan extendido que ciertas personas resultan al mismo tiempo modosas y salvajes, tristes y jacarandosas, anoréxicas y bulímicas, ateas y religiosas, pedófilas y gerontofílicas, son un manojo de nervios y a la vez tienen la sangre de horchata, todo a saco y de manera simultanea. Y lo gordo es que no reciben tratamiento psiquiátrico alguno, al revés, campan por sus respetos y no paran de contar sus andanzas.
Soy consciente de que lo más parecido que tengo a un clon vive en la Argentina, pero se dedica a la música y tiene barba, así que no ejerce como tal. Poblamos el planeta tantos millones de seres humanos que es frecuente encontrar a otro, en un punto lejano o a la vuelta de la esquina, que lleva el mismo nombre y apellido que tú. Si vive en el mismo sitio, es fotogénicamente idéntico y no se dedica a otra cosa que a golpearse la crisma contra las paredes, va siendo hora de sospechar que estamos siendo víctimas de una suplantación. No siempre es así, claro, porque en ocasiones basta con las propias torpezas para hundirse uno solo en la miseria. Por eso me he quedado con las ganas de cotillear en el falso blog de Sebastián Contín y no en el auténtico, que resulta un rollo patatero. Me hubiese gustado comparar al Sebastián falso con el real.
Dentro del mundo del espectáculo —y la política, qué duda cabe, lo es— se considera que has alcanzado el éxito cuando los productores del guiñol te crean una réplica en látex y te ves a ti mismo diciendo las sandeces que sueltas siempre, pero en muñeco. Supongo que ocurre algo similar con los imitadores. La caricatura resulta siempre más agradable a que te plagien, porque el ladrón se niega a firmar con tu nombre, se limita a calcar lo que le mola y la mayor parte de las veces lo hace sin gusto ni gracia, lo que es un dolor. Algo muy distinto es que, sin estar al corriente, se produca una partogénesis y acabe creciéndote en internet un hijuelo, de tu misma edad y tus mismos rasgos, sólo que maniobra justo al contrario de como tú lo harías, creándote una fama de echarse a temblar.
En ambientes provincianos, donde los rumores se cuecen en proporción geométrica, que a un político le salga un suplantador es peor que la lepra. Lo mismo le hunde un ligue que le arruina de una tacada el poco prestigio que tenga. Deconstruir su personalidad y generar un monstruo, es mucho más fácil que convertir a un anodino en un sujeto interesante. Que ocurra algo así es como que le toque la lotería y desde entonces será imposible estar a la altura de la ficción. No sólo hará el ridículo, se convertirá en su propio esperpento.
El concejal que levantó la mierdecilla de los muebles en el consistorio nunca ha sido tan popular —y valga la redundancia— como lo es ahora. Y todo gracias a la suplantación de identidad que una de las hijastras del alcalde, la que tiene veinticuatro tacos, le ha clavado con alegría entre pecho y espalda. Salta a la vista que esta mujer no tiene ni repajolera idea de informática, porque se montó el tingladillo desde el ordenador de la casa de sus papis, metiendo así de lleno la gamba hasta el corvejón. Si conviene recordárselo es porque desconoce el favor que le ha hecho a un concejal de segunda fila, al que ha elevado a los altares de la fama en toda la prensa peninsular. A los cotillas sólo nos resta ahora por saber si el falso era más entretenido que el original, porque igual merece la pena hacer un estudio comparativo y nos resulta más rentable romper el molde.

«Las Reflexiones de Repronto»  |  El test del doctor Phil  |  Esculturas

 

Calixto y la TDT

Tanto en el portal de mi casa como en el de mi compañera sentimental han aparecido por las paredes, al punto de la mañana, sendos avisos de las comunidades de vecinos alertando sobre múltiples fallos en la antena de la TDT. Contribuyentes y consumidores de ambos inmuebles —y sé de lo que hablo porque me conozco el paño— han comenzado a sentir que se acaba el mundo, que llega el apocalipsis y mediante unos folios escritos a rotulador se incitan mutuamente a glosar sus pesadillas nocturnas. Por lo que he podido leer, lo están pasando muy mal.
De la misma forma que yo no me defiendo en inglés, sino que más bien me ataco, la peña enseña los dientes y se muestra muy agresiva durante el apagón analógico. Habiéndose tomado en serio las precauciones y molestias pertinentes, sin comerlo ni beberlo se encuentran de pronto sin su máquina masturbatoria favorita, circunstancia que les empuja a entrar en cólera. Comienzan el marasmo desde un estado febril, donde insultan a la tecnología como si se tratara de una dependienta; luego pasan revista a sus vendedores y fabricantes, porque ya no saben lo que venden ni lo que hacen; y después regurgitan una bilis negra, de matiz tan marcadamente subversivo y antigubernamental, que si esa mala sangre fuese empleada en la dirección correcta podría tumbar gobiernos y haría temblar a las instituciones financieras. Menos da una piedra, pero es así como comienza la revolución digital.
Luchando en soledad contra los artefactos, viendo que la mala leche no soluciona el problema, los usuarios de la caja boba terminan por arremeter contra sus parientes y amigos, procediendo al borde de la insania contra sí mismos. La ignorancia es muy atrevida. Siguiendo a pies juntillas las directrices, comprando como benditos los cachivaches que les mandan y teniéndolo todo en orden, la sociedad de consumo no entiende por qué el guirigay de la TDT no funciona. El homo hispanicus siente entonces que le han timado con el trasto que conectó hace días, como buenamente pudo a su receptor, y embriagado por la tozudez lo vemos pelear de nuevo con saña, volviendo a enredarse en los cables y adminículos suministrados por el fabricante y contemplando con pasmo la ausencia de resultados. Finalmente llega al extremo de leerse las instrucciones. Mala señal.
Ya advertí en algún otro artículo que están traducidas literalmente del chino y que da igual tirarlas por la ventana que hacerse un sándwich con ellas. Se puede vivir sin sexo o trabajo de ninguna índole, pero si hay algo más nocivo que la crisis es la falta de televisión. Lo he podido comprender hoy durante el desayuno, cuando los derrotados televidentes, bajo el síndrome de la abstinencia, mojaban el churro en el café. Su estupor es el principio de una revuelta silenciosa que comienza en la telenovela y acaba en el telediario. Sin culebrón y sin noticias no merece la pena vivir. Hasta los usuarios del «programa Calixto» se han dado cuenta y comienzan a rozar el paroxismo. Cientos de abuelos están siendo vigilados por control remoto mediante el mando a distancia de sus televisores, y son incapaces de comprender lo que ocurre.
A las tantas de la madrugada les llaman por teléfono para saber si están vivos o les ha dado un íctus, y si no responden a tiempo se les presenta en casa un «pringao» para dar fe de su triste existencia. La interactividad de las pantallas analógicas da paso a un enjambre de canales digitales, lo que llaman «televisión a la carta», pero los yayos no encuentran ya ni la carta de ajuste en sus receptores y en pleno alzhéimer olvidan el mando en el retrete, junto a la cuña de hacer pis, de modo que hay que hacerles una visita para tacharles o no del calendario gregoriano, lo que supone un gasto. A los abuelos, como a los nietos, se les ata al sillón de la caja boba para que se distraigan, no para que les suba la tensión y haya que llevarlos a todo correr camino de urgencias. De nada sirve el «programa Calixto» si a los abuelos no les funciona la TDT. A lo máximo que llegan es a cambiar las pilas del mando a distancia. Y ya es un éxito.

«Derechil»   |   LUNA   |   Banco de Memoria

 

Bajar la guardia

En épocas de crisis estamos particularmente bajos de defensas y somos pasto de timos, mangancias y rayaduras de cabeza. Tres cuartos de lo mismo ocurre cuando vamos de subidón, porque nos meten tal palo que nos doblan. En ambos extremos del hemisferio emocional, el mero hecho de bajar la guardia coloca a los sujetos a expensas de los francotiradores, gente despierta y al quite, siempre al cabo de la calle y dispuesta a sacar tajada de todos aquellos que caminan por el mundo dejando un rastro de inocente colonia.
Es muy importante mantener la serenidad. Cuando se aprende a hacer teatro, los buenos maestros enseguida te enseñan el valor de estar limpio y despejado, con los pies en el suelo y viviendo el presente. No estoy hablando del seny catalán ni de la flema británica, sino del más castizo de los aplomos, ese tamiz que permite apartar las pepitas de oro de la simple morralla. Gracias a una mirada sin prejuicios será difícil que nos empuje el estrés contra la escollera o nos devore la ansiedad en cualquier ermita. Tan sólo es cuestión de saber esperar. Dejando que las aguas vuelvan a su cauce y ejerciendo humildemente nuestras labores, casi siempre se alcanza una paciencia divina.
Y si no que le pregunten a Roldán, uno de nuestros más famosos ex directores de la guardia civil, célebre personaje que no tiene nada que envidiar a los policías de ficción que describe Steig Larsson en su última novela. Tomando como ejemplo a los insignes mangantes de la política peninsular, es sencillo evaluar los riesgos de llevar una vida delictiva y al mismo tiempo —como conejillos de indias— comprender que nos conviene siempre guardar la serenidad. Roldán, al fin y al cabo, no es el Solitario. Tampoco ha robado un furgón blindado mientras se encargaba de su seguridad. Ni siquiera desfalcó a una caja de ahorros actuando como jefe de una de sus sucursales. Simplemente fue el director de la benemérita en una época en que nuestro alcalde era ministro, y dentro de siete meses va a salir de la cárcel de Zuera, en cuyo centro de inserción social duerme todas las noches. El riesgo de bajar la guardia es que alguien te dé un palo. Pero si el palo lo das tú y bajas la guardia, te pueden caer treinta años de prisión. La vida se reduce a ser inteligente y estar muy despierto, con fortuna y si eres buen chico, al final se queda la condena en la mitad. Quince años en la trena por llevarse diecinueve millones de euros —eso es lo que dicen, que puede ser más—, no es una tontería pero depende de las expectativas. La mayor parte la pasó en la cárcel de mujeres de Ávila, abrillantando el corredor de las reclusas y el chiringuito de los vigilantes, jugando a las damas tranquilamente y afirmando siempre que el bueno de Paesa —un agente secreto de la inteligencia hispana— era el malo que se había quedado con el botín. A toro pasado y con la pasta a buen recaudo, ¿firmaría usted por gozar una vida como la de Roldán?
Vayamos por partes. A las cuentas numeradas en Suiza y Singapur, hay que añadir también una villa en las Antillas y un «chamizo» de más de doscientos metros cuadrados en pleno centro de París, aparte de una quincena de inmuebles bien repartidos por toda España. Todo este ajuar, conseguido durante la época en que sirvió al Estado —o se sirvió de él— todavía lo mantiene en su poder. Apenas le han embargado cinco garajes, un par de chalés en Cádiz y el que tenía en Cambrils, a parte de la casa de sus papis. Salieron a subasta pública hace ocho años y se hizo una caja de millón y medio de euros. Así que dentro de siete meses y pico saldrá Roldán a la calle con su capital casi intacto, o lo que es lo mismo, en manos de su esposa, de varios testaferros y sociedades de pega.
Gracias a la concesión del segundo grado, trabaja para el empresario Arturo Beltrán, al que le entusiasman las casas de copete —no olviden los réditos que reportaron los edificios del paseo de la Independencia—, a cuya vera cuenta Roldán los días que restan para campar a sus anchas. La vida apasionada de este mengano, con su galopante huída a Laos y sus farras de coca y golferío —que hasta salieron en el Interviú—, podrían convertirse además en un best seller del futuro. ¿Conviene o no guardar la serenidad, estar atentos y bien colocados en la parrilla de salida? Y meterse en política, para probar suerte, ¿compensa o no compensa?

«Mundos Aparte»   |   «Un virus infeccioso»   |   Abelianas

 

GH 1.1

Y entonces se produjo el contacto. Me cogió por la muñeca y me dijo que ahora o nunca. Habíamos presentido la irrupción como quien oye de lejos el ronco zumbido de un avispero y al ver entrar a Jenny por la puerta de la cafetería, al frente de un comando de una docena de jovencitas, tuve la certeza de que la vecina no me lo perdonaría jamás. No me ataba con ella la más mínima relación, tan sólo la curiosidad y el chismorreo, pero nunca se sabe hasta qué extremo puede llegar el vecindario cuando planea hacerte la vida imposible. Y lo que yo pensaba que podía ser mi buena obra del día, según se desarrollasen los acontecimientos, igual me quitaba las ganas de mostrame magnífico para el resto del año. Pero no había tiempo que perder. Era evidente que después llegarían también los mozos y en la barra, cuando apenas eran las once y media de la mañana, reinaría una asfixia intratable. Era una cuestión de principios.
Me calcé a la espalda mi mochila y aquel hombre larguirucho y desgarbado, con el que apenas había mantenido una conversación de dos minutos, se puso detrás mío, agarrándose con decisión a mis caderas y comencé a abrirme paso hasta la puerta en medio de un increíble gentío.
El café Moderno, en plena Gran Vía, hasta hace un segundo, era un remanso de paz. Su mayor agitación se producía por las hojas de los periódicos en manos de sus lectores, abuelos en su mayor parte, que rara vez rompían el silencio al empeñarse en devolver galantemente la vajilla, fenómeno que, indefectiblemente, les hacía tropezar entre las sillas y las mesas. Ahora, en cambio, se estaba organizando semejante tumulto que ni una tormenta de granizo sería capaz de disolver a los que se iban congregando en la misma entrada.
Eran ya medio centenar de bocas y ojos abiertos de par en par, órganos salidos de madre en una chusma sudorosa y pastillera, chillándome a pulmón roto en la oreja. Me tiraban violentamente de la camisa, de los brazos y hasta del cuero cabelludo, menos mal que, en un arrebato de agobio, me lo había rapado un par de días atrás, porque esta peña, poseída por las anfetas y el cristal, se iba del bolo cosa mala. Mientras intentaba yo abrirme camino como un meteorito a la deriva, hincando los codos hacia adelante y arrastrando además como si fuera un lastre al sujeto famélico, el que colgaba de mis ancas igual que dos boyas sobre el casco de un barco, sentí una vomitina en la espalda que no auguraba nada bueno. Visto el panorama, daba miedo calibrar las posibildades de salir ileso. Porque cruzando el umbral de la puerta estalló una de las vidrieras, un suceso debido seguramente a la simple presión de los cuerpos, y tan bendita circunstancia multiplicó de tal manera el caos entre la muchedumbre que se abrió un claro de luz en la jungla, lo suficiente como para abalanzarme sobre un taxi.
Mi compañero de huída era ni más ni menos que Dj Rancio, un tipo de casi dos metros que, a juicio de Jenny, se mueve igual que una medusa, pero que no tiene ni media hostia. Según mi vecina, a todas horas llevaba puestas unas gafas de pasta, así que es lo primero que perdió en la refriega. Eran rectangulares, como si le colgaran de las cejas dos portátiles de ocho pulgadas, pero debían costar quinientos euros de vellón. Cuando me salió al paso en el Moderno en seguida supe quién era. Aquella crin colorada, en la cúspide de su calva, más que un banderín tibetano se me antojó una coleta mongola. Lo cierto es que no quedó de ella ni zarrapita, y no precisamente porque se la arrancaran de cuajo. Olvidé por completo decirle que hiciera el favor de agachar el cráneo al entrar en el coche. Craso error, porque Dj Rancio resulta que es ciego.
Tendría que afirmar que también es tonto, pero me dio pena, lo que me convierte en cómplice de su estulticia. La coleta se quedó atrapada al cerrar la puerta del vehículo y dadas las circunstancias no era cuestión de abrir la ventanilla, sobre todo cuando vi brillar un machete que segó de un tajo esa estopa tan encarnada. Como no era mía lo mismo me dio. El pulso me iba a ciento veinte por minuto y tenía bastante ya con estar al borde de una arritmia, de modo que, intentando recuperar el resuello, me palpé el cuerpo de arriba a abajo. En seguida comprendí que me habían metido dos soberbios mordiscos en el brazo derecho y que en el izquierdo me faltaba la manga de la camisa. A cambio y como recuerdo me habían clavado allí un tenedor.
Dj Rancio se llevó la peor parte. No sólo tenía un chichón del tamaño de una pera en la frente, sino que estaba en plena crisis epiléptica. Con tal ahínco se había enganchado a mi cinturón que no recuerdo cuándo saltó la hebilla y con la correa en la mano comenzó a repartir mandobles, no sólo en la calle sino dentro del taxi, resistiéndose a comprender que ya había remitido el peligro. Como no hubo forma de que atendiera a razones, consiguió que el taxista también perdiera los nervios y le esclafara el GPS en la azotea, suceso que, sin duda, colaboró a que nos estrelláramos todos contra un semáforo.
Desconozco cómo acabamos en urgencias, pero aún recuerdo el motivo que desencadenó la histeria. En la 902, la discoteca donde Dj Rancio pincha todas las noches del viernes, había corrido como la pólvora un rumor. Que iba a trabajar de jurado en el casting de «Gran Hermano». Al acabar su jornada y asediado por los clientes no se le ocurrió otra idea que refugiarse en el váter de la cafetería, lugar donde me pidió asilo cuando yo fui a mear.

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El ángulo recto

Es fantástico lo que da de sí el invento de Al Qaeda, no me extraña que hasta los chinos digan que la revuelta de los uigures en Xinjiang —que está justo al norte del Tibet— es obra de Bin Laden. Si a los americanos se les vale, a ellos también ¿no? Igual que otros contemplan su colección de sellos o de mariposas, a mí me da a veces por echarle un ojo a los mapas y siempre caigo en la cuenta de que el croquis de China es tan enorme que lo mismo, con el paso del tiempo, termina dividido en cachitos más gobernables. Nunca se sabe, árboles gigantes han caído. Trocear las tríadas mafiosas en taifas, podría descomponer al gozoso capitalismo que disfrutan los jerarcas comunistas, hasta crear un rompecabezas de países ex-chinos.
China, al fin y al cabo, es como las islas Caimán pero a lo bestia, y a su alrededor se teje todo un secreto internacional. No en vano corretean por allí las multinacionales que da gloria verlas. Los espías se aburren tanto que buscan faena en todas partes. Igual trabajan en Asia que a orillas del Támesis, vendiéndose a los amarillos periodistas de Londres. Últimamente se ha descubierto que pinchaban millares de teléfonos, desde políticos como John Prescott o Tessa Jowell hasta la modelo Elle Mcphersson o la actriz Gywneth Palthrow. Los espías trabajaban para el magnate de la prensa, un tal Murdoch, padrino editorial de Aznar. Así es la vida.
Aznar, que al afeitarse el bigote muestra que es un cocón, se ha reunido con Rajoy para darle unas recomendaciones —ya saben, consejos vendo que para mí no tengo— entre los que destacan un par: que no vaya de crecida y que no baje la guardia. Sabias palabras. El expresidente, desde que se dedica a dar conferencias, hacer como si escribe libros y aconsejar a los que le pagan, está que no caga, de modo que si tiene la solución a la crisis es muy probable también que conozca el futuro de Rajoy e incluso el de la China mandarina. Tarde o temprano nos daremos cuenta de que se ha cometido una pavorosa injusticia con este pequeño gran hombre, a ver cuando llega el Tribunal de la Haya y la repara.
Mientras tanto, las huestes del G-8 se reúnen plácidamente en la Italia del Caballerete Berlusconi —otro que está pidiendo justicia a gritos—, y las universidades de aquella república bananera se hacen publicidad en los medios de comunicación de manera sangrante: mediante cuatro jacas en plan velinas. Menos mal que los cientifícos han conseguido al fin que, de aquí a unos años, se pueda prescindir por completo de los hombres —en lo concerniente a procrear—, lo que supone un alivio. Otra cosa es que consigan bajar del machito a los especímenes más peligrosos.
Por lo que cuentan, originar esperma a partir de células madre ha sido un éxito. Los zánganos de la colmena, que son unos desagradecidos, en vez de estar de enhorabuena comienzan a bramar desde los púlpitos diciendo que el avance es un contradiós. Sin embargo este hallazgo, y la evolución que pueda darse con los fármacos de la longevidad —como la rapamicina, que alarga la vida mamífera en un 30%—, sería un magnífico complemento de otros que ya están en el mercado y que se venden como churros. No hablo de la clásica viagra, cuyo derivado femenino es un auténtico fiasco, sino del que permite a los eyaculadores precoces que les dure la farra durante la friolera de cuatro minutos. Menos da una piedra.
La verdad es que este planeta, y su parasitaria comunidad de simios, no termina de sorprender a los incautos. Dejamos que la peña se muera de hambre pero queremos vivir más y con menos responsabilidades, aunque siempre en ángulo recto. Se puede dar la paradoja, como en la leyenda urbana que circula por internet, que gracias al alzhéimer no tengamos ni idea de qué hacer con los genitales, pero que las industrias farmacéuticas continúen fundiéndose millones en investigar los misterios hidráulicos. El sexo masculino mueve tal pastón que los espías no dan abasto, así que si se pierde un día cualquier píldora en un laboratorio no se extrañen cuando oigan que es culpa de Al Qaeda. Peor que fuesen extraterrestres.

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Catagelofobia

De la misma manera que a veces se te hiela la sonrisa en la cara, existe una fobia que, al escuchar cómo se ríe alguien, te empuja a creer que las personas que se divierten —por ejemplo— oyendo un chiste, no tienen sentido del humor sino que se están partiendo el culo en tu propia cara. Esta sospecha, que produce mala leche o enferma a la gente que se cree sana, salta como un resorte similar al de los celos. En sujetos afectados por la catagelofobia, el descuajeringamiento, la flojera y el encane de los demás les hiere en lo más hondo y es tan difícil de reprimir esta sensación que a menudo les coloca en situaciones incómodas. Un asunto es pensar que ciertos individuos se lo están pasando en bomba a tu costa y otra muy distinta que sea cierto. Aunque en estos tiempos que corren nunca es posible del todo averiguar hasta dónde llega la guasa y dónde empieza la mala fe, los entendidos en la materia aseguran que casi un 2% de la población ha sufrido graves humillaciones en su etapa escolar o durante el trabajo asociadas con malévolas carcajadas. Dicho trauma repercute en estas personas haciéndoles concebir el humor como una burla sin gracia, no sólo les genera sonrojo sino un miedo profundo a las consecuencias. Los grandes maestros del terror cinematográfico llevan décadas utilizando las alegres cancioncillas de los niños para construir situaciones de pánico, así que tampoco es tan complejo de entender el drama que viven estas personas cuando interpretan la risa ajena como la antesala del infierno. En todo caso, que consigan recuperarse y asistan a un espectáculo de payasos con cierta normalidad depende del grado de agobio y la magnitud del cachondeo. El gremio de los psiquiatras, de todas formas, no cuadra el círculo de esta fobia. Una parte de los profesionales amplía su cobertura hacia el miedo al ridículo, aunque muy exacerbado.
Para llenar folios y espacio informativo dicta la costumbre que hay que tirar de archivo, pero se desconoce por qué un teletipo de agencia consideró tan importante los estudios realizados, ni más ni menos que el año pasado, por el profesor Yoji Kimura. ¿Cuál será la causa que induce a los periodistas a abrir un telediario con tardanos reportajes sobre el sentido del humor? Supongo que el detonante es la crisis y, como es habitual, la necesidad que tienen los jefes de que cambiemos nuestro estado de ánimo. Si nos resulta imposible, conviene saber que nuestra mollera funciona defectuosamente, de modo que hágansela mirar por un especialista. No hay comportamiento ni conducta que no sea susceptible de un diagnóstico en la psiquiatría moderna. Hasta los más simples comprenden que es bueno reírse y que, aún faltándonos otros músculos —tal vez debido a un accidente de tráfico— resulta muy terapéutico ejercitar los faciales. Hay que evitar el ir como un amargado por la vida, esforzarse en contemplar el vaso medio lleno y encajar con arrojo los golpes. La vieja táctica de tomar las preocupaciones a guasa, tan enternecedora cuando un problema carece de solución, es igual de contagiosa para la comunidad que una dosis de mala baba. Imaginemos pues que nos da lo mismo ocho que ochenta, que todo nos resbala. Y si alguien de verdad se ríe de nosotros no le demos mayor importancia. Tal vez hayamos sufrido de pequeños una humillación, así que aguarden ustedes a ver si se les mean en la oreja o son alucinaciones suyas.

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