En descomposición

Curados de espanto y al mismo tiempo atónitos, escuchamos a Cospedal anunciando acciones legales ante la prensa y contra la misma prensa, negando una y otra vez que exista una contabilidad ilegal en el partido del gobierno. No le tiembla el garganchón. Ni asomo de vergüenza. Tras el alumbramiento de las libretas contables de Bárcenas, donde encontramos retratada a toda la plana mayor del PP —incluido Mariano— recibiendo sobresueldos durante años, se niega cualquier explicación al respecto. No es de extrañar que sus votantes se pregunten ahora si no habrán elegido por mayoría absoluta a un gobierno de defraudadores fiscales. Gente que se esconde tras el poder, que aumenta los impuestos con alegría, que asegura que no consta ni deja de constar que se lo hayan comido crudo —algunos durante décadas— se siguen encogiendo de hombros como si estas mangancias se hubieran producido en un universo paralelo, y fueran sus dobles en otra España los que estuviesen forrándose en su nombre. Hasta los peritos calígrafos de la policía se ofrecen para descifrar el misterio. Incluso la embajada norteamericana en Madrid presiona a Mariano para que mueva el culo y abra la boca.

La única conclusión que puede extraerse del silencio y las negativas es que en la calle Génova y en la Moncloa carecen de argumentos para desbaratar el aluvión de carroña que se les está viniendo encima. Quizá por esa razón hayan fijado un cónclave el próximo sábado. Para entonces supongo que se conocerán más detalles en torno a los constructores y demás empresarios que han ido aflojando la billetera sobre el partido popular. Ya han quedado francamente en entredicho unos cuantos, como Mercadona o Fomento de Construcciones y Contratas. Hasta ahora nos hemos fijado en quién cobraba dentro del partido y del gobierno, pero fuera de estos ámbitos también se realizaron otras gratificaciones, de esta forma surgen nombres propios como el de Jiménez Losantos o incluso el de asociaciones como Basta Ya, la cantera de UPyD. En la lista publicada, junto a las cantidades, apunta Bárcenas en ciertos casos los conceptos que remunera, dando lugar a trajes, camisas y corbatas. En otros detalla el importe como si correspondiera al montante final de varios cobros y en los demás especifica el perceptor y la cantidad, que repite de manera trimestral, semestral o anualmente. Basta con tirar de calculadora para saber que Mariano, el presidente del gobierno, habrá cobrado veinticinco mil euros durante una década de sobresueldos. ¿Y los declaró en Hacienda?

Ésta es la madre del cordero. Aunque los delitos prescriben a los cuatro años y al Tribunal de Cuentas le cuesta cinco aprobar la contabilidad de cada partido político, probablemente ninguno de los que figuran en los negros papeles de Bárcenas, con la ley en la mano, terminarán un día en la trena. Con suerte, y es mucho decir, pagarán los impuestos que les correspondía abonar en su momento. Sin embargo, el hecho de que hayan salido a la luz pública sus tejemanejes debilita todavía más al gobierno, cuya ética se ha desmoronado por completo a la hora de pedir sacrificios, aplaudir los recortes y favorecer las privatizaciones. Salvo los partidos minoritarios, algunos de los cuales han pedido ya la dimisión del gobierno y la convocatoria de elecciones anticipadas, la clase política en general está salpicada por la corrupción y de ninguna manera remonta su credibilidad a ojos de la ciudadanía. Al contrario, cada día que pasa se devalúa más, hasta el extremo de que los eslóganes quincemayistas, sobre la falta de pan para tanto chorizo o que lo llaman democracia y no lo es, si al principio de la protesta resultaban esclarecedores ahora se nos antojan indiscutibles.

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Tabla rasa

La cuesta de enero parece infinita. Nada cambia en el horizonte salvo la salud del propio sistema, cuya asfixia ofrece la impresión de estar ahogándose en su propia baba. Mientras tanto ningún jefe asume sus responsabilidades, faltaría más. Todos piensan que el desastre es un fenómeno pasajero, como la crisis programada que estamos sufriendo, y se limitan a continuar los juegos florales en el parlamento. Hemos llegado a un punto en que la mera existencia de los diputados —aunque tengan que reunirse tras las barricadas policiales que rodean las Cortes— justifica las medidas de un gobierno indecente, un gobierno que llegó al poder con mayoría absoluta y que la utiliza sin complejos para triturar los derechos sociales.

Hasta las sesiones de control al ejecutivo, escritas previamente y cronometradas después, las cuales nunca han servido para gran cosa, se convierten ahora en un estúpido enredo. El supuesto líder de la oposición la utiliza para pedir contundencia frente a las corruptelas y el supuesto presidente de gobierno presume de que habrá transparencia, por supuesto, pero tan sólo «la justa». El resultado de toda la cháchara es que ni la contundencia será transparente ni la transparencia contundente, interpretaciones que nos inducen a pensar que ambas propiedades, para los políticos, son relativas y poco complementarias. Quizá por esa causa les parezca normal que el próximo día 12 de febrero, el señor que firma los billetes europeos, el jefe todopoderoso del Banco Central, pueda hablar en el Congreso a puerta cerrada. Sin cámaras ni taquígrafos, como si lo que tuviera que decir en el parlamento quedase reservado en exclusividad a las ilustres entendederas de un puñado de elegidos. Lo importante, por lo visto, se cocina de espaldas a la ciudadanía y así debe de ser, porque raras son las voces que discrepan entre los propios diputados.

Reducidos al papel de espectadores, observamos con pasmo la irrupción de la policía en el consistorio de Lloret, donde apresan a su teniente de alcalde y se incautan documentos comprometedores. La corrupción de los convergentes en Cataluña se extiende de esta manera por los sumideros de la mafia rusa con absoluta impunidad. Sin que mueva un dedo la Generalitat ni se dé por aludida. Al revés, asistimos a deplorables comparaciones entre los partidos políticos, los cuales se empeñan en señalar a los demás sin mentar sus miserias. Se niegan a aceptar que esta costumbre no sirve más que para ir minando los cimientos del sistema. Y desde esta saturación, nos enteramos también de que un tal Bárcenas, el de los veintidós millones, acaba de entregar en la Audiencia las pruebas de que blanqueó diez de ellos aprovechando la amnistía fiscal del gobierno, poniendo así en entredicho al ministro de Hacienda.

Esta circunstancia se une a otra más inquietante, y que sitúa a Bárcenas utilizando una fórmula de blanqueo privada, la de Gao Ping, cuya lista de clientes millonarios parece no acabar nunca. Este sujeto, al parecer, le ayudó a mover la pasta entre bancos suizos para escapar del fisco. Y si a todo este guirigay le sumamos la fianza de ocho millones que el juez ha interpuesto a Urdangarín —cuyo socio salpica al rey y a la infanta haciendo público el contenido de un correo electrónico—, creo que es fácil hacerse un croquis del sobrecogedor panorama que envuelve al sistema. Es cierto que el desmedido ánimo de lucro del duque de Palma, según expresa el juez que instruye el caso, lleva camino de convertirse en el auténtico ejemplo de lo que realmente significa vivir por encima de sus posibilidades. Pero a nadie se le escapa que el latrocinio, allá donde mires, campa a sus anchas. El roto es grande y la alarma que provoca el choriceo eleva cada día que pasa el hartazgo social. A esta endiablada situación nadie le pone remedio. En el mejor de los casos se intenta pasar de puntillas mientras crece el escándalo. Y con seis millones de parados no parece la mejor respuesta.

Herencias y abdicaciones

Por grande o pequeña que sea una herencia, y siempre que no aporte deudas, los beneficiarios suelen tirarse los trastos a la cabeza. Todos conocemos las mil y una perrerías que se suceden entre hermanos a la muerte de sus padres, cuando al abrir el testamento descubren quién se queda con el piso y las alhajas, o incluso mucho antes, durante la enfermedad del pariente, cuando desaparecen bienes o se venden inmuebles. La hipocresía familiar, que reparte emociones y sentimientos por igual entre los vástagos, que oculta o amplía los favoritismos, suele concluir a menudo cuando el notario abre la plica y destapa las últimas voluntades del finado. Entonces se disparan los reproches y las inquinas, por eso se emplea como recurso narrativo de primer orden y suele dar tanto juego en las telenovelas.

La verdad es que muchos de estos problemas podrían resolverse si los progenitores cedieran el testigo antes de diñarla, en pleno uso de sus facultades y reservándose el usufructo para la vejez. Pero tienden a utilizar su propiedad para controlar a los hijos, ya sea porque no los crean capaces de utilizarla conforme a sus intereses o porque nunca encuentren el momento idóneo de separarse de sus bienes. Retirarse, soltar las riendas del poder, por minúsculo que fuese, y ceder el paso a los jóvenes siempre produce cambios. Por mucha información que se transfiera entre generaciones, tarde o temprano emergen las zonas oscuras de un negocio, las fallas de un piso y los inconvenientes que trae consigo cualquier herencia. Además siempre quedará la duda de si el nuevo propietario no se beberá el bar o se comerá el restaurante a los cuatro días. Al fin y al cabo, la herencia es a la familia lo que el dinero al capitalismo, por eso una buena parte de la sociedad agradece e incluso se identifica con las familias reales, capaces de aglutinar en una sola imagen todas sus virtudes y defectos.

En países sin tradición monárquica, o que en su momento lograron deshacerse de ella, se copian a veces los peores clichés. Por lo general, cuando una sociedad es próspera y al mismo tiempo abierta, la vida privada de sus élites suele pasar desapercibida. Sin embargo, encontramos presidentes de gobierno que hacen tal ostentación de sus vínculos familiares que son tratados por la prensa del corazón igual que si fueran simplemente famosos. Basta con recordar las últimas ñoñerías de Obama en su toma de posesión. Estos tics, habituales en la nobleza, se fuerzan de cara a la galería para obtener un plus de popularidad. De esta forma se acercan a la sensibilidad que exige de ellos la clase media y les permite valorar el nivel de simpatía que gozan entre sus súbditos o votantes. Lo hemos visto hace poco en este país con el rey, el cual, estimando que su discurso navideño y las andanzas del duque de Palma rebajaban mucho la credibilidad de la corona, decidió reaparecer de nuevo en la tele para levantar su propia imagen. Más le hubiera valido al rey que le entrevistara el loco de la colina, porque lo de Hermida, como ejercicio periodístico, fue de vergüenza ajena.

Ahora todo el mundo se da cuenta que el rey, en el mejor de los extremos, es un abuelo con achaques y accidentes. Tiende a la caza mayor como cabra que tira al monte, no acaba de poner orden en su propia casa y con frecuencia le encuentran alguna amante. Por eso, los que simpatizan con la monarquía animan al jefe para que pase el testigo a su hijo. Una abdicación le colocaría en un atractivo segundo plano, permitiéndole una vía menos expuesta a las cámaras y a la cual podría dedicarse sin grandes fingimientos. La reina de Holanda, como su madre con anterioridad, acaba de hacerlo y en los Países Bajos nadie discute la medida. Claro que aquí todavía estamos buscando en las cunetas a los fusilados durante la guerra civil y puestos a cambiar de rey igual considerábamos más interesante optar por una república. Sin embargo, es casi imposible encontrar entre los dos grandes partidos de la clase política a alguien que apueste por un régimen distinto al de la monarquía constitucional. De modo que, salvo un desbarajuste en el panorama, no caerá esa breva y tendremos monarquía para rato. Asistiremos a la decadencia física y social del rey lo mismo que comprobamos a diario las consecuencias de la corrupción sobre la democracia representativa. La corona y los políticos seguirán perdiendo credibilidad al tiempo que la economía se desmorona.

A mí personalmente me importa un bledo que el rey abdique o no. Pienso que el problema está en la existencia misma de la institución, arcaica por naturaleza. Aunque quizá, desde el ámbito del humor, sea más rentable que se empecine el abuelo en aferrarse al machito. Sus trápalas y ocurrencias han permitido la creación de chanzas tan memorables que su solo recuerdo empuja a la carcajada. El único problema es que la monarquía la pagamos entre todos y que la herencia se la reparten entre ellos. Con la abdicación en Felipe, soportaríamos el gasto de dos reyes y dos reinas, las viejas y las nuevas, la casa del príncipe se convertiría en la casa de la princesa y de nacer más hijos de los nuevos reyes supongo que irían naciendo también nuevos ducados y condados para los nuevos infantes, aparte de los que ya existen gracias a las hijas y yernos de Juan Carlos, que tan buen resultado están dando. La descendencia de todos ellos, aunque enseguida los coloquen en bancos, eléctricas o compañías telefónicas, alguien tendrá que aguantarla. Así que soy partidario, puestos a hablar de abdicación, a entenderla etimológicamente en su sentido de renuncia al trono. Al fin y al cabo, los reyes siguen siendo reyes aunque no tengan un reino que gobernar. Y eso que nos ahorramos todos.

Vuelven los tipos de negro

Si mal no recuerdo, la primera vez que anoté la expresión «los hombres de negro» refiriéndose a los auditores de la Troika, o sea, a los ejecutivos del Fondo Monetario, el Banco Mundial y el Banco Central Europeo, entre otros, fue a raíz de leer un artículo de Niño Becerra, donde los comparaba de forma socarrona a los «Men in Black», los extrovertidos agentes de una película sobre alienígenas. Al margen de que entonces compartiera o no la visión del catedrático, la idea se me antojó una genialidad. Tener a unos tipos armados con bolígrafos de capacidades hipnóticas, que campan por el mundo fuera de la ley convencional y hasta del común entendimiento de los humanos, favorece un símil irresistible con los trajeados ejecutivos internacionales. Estos sujetos, mediante un estricto protocolo en su procedimiento, son enviados por las grandes entidades prestatarias de dinero para observar si los receptores del mismo cumplen con sus obligaciones monetarias. No llegan a un país para negociar, sino para obligarle a que tome las medidas que garanticen la devolución de la pasta en los plazos acordados. Lo más común, hace menos de una década, era que viajaran al África o a Latinoamérica para apretar las clavijas de sus mandatarios pero desde hace un lustro es más fácil encontrarlos ordeñando las economías europeas. Se han hecho tristemente célebres en Atenas y en Lisboa, también en Dublín, y desde el año pasado se vio a alguno de sus inspectores paseándose por Madrid.

Los más conocidos son de origen danés, belga, finés y alemán, lo que propicia los clásicos chistes de nacionalidades. Un tal Paul Mathias, al que apodan Míster Ojos Azules, suele llevar la vara de medir y de azotar entre todos ellos, no en vano tiene a sus espaldas casi tres décadas de experiencia como esbirro del Fondo Monetario Internacional, donde le consideran un experto en crisis estatales. Dirigió el proceso de ayudas a Islandia y Rusia, además del rescate de Grecia, pero la mayor parte de su trayectoria profesional la prestó diezmando el Tercer Mundo. Servaas Derose, el belga, suele ocuparse de la estrategia y supervisión, elabora los informes del Ecofin —Consejo de Asuntos Económicos y Financieros, dependiente del Consejo de Europa— y es considerado como un auténtico neoliberal, hasta el extremo de que en Grecia lo apodan el hooligan. Por lo visto tiene una fijación especial con Italia y España, países a los que pretende meter en vereda. No falta en su cartera la lista de recortes correspondiente. Gert-Jan Koopma, el finés, es el hombre de la lupa. Basta un solo fallo en la documentación, por burdo que sea, para que se tire al monte pidiendo medidas contundentes y reformas estructurales. Y Jürgen Kröger, el alemán, es un profundo regateador, el tipo que marca los plazos.

Los que he nombrado anteriormente son los grandes tecnócratas, los inspectores del proceso, pero en cada uno de sus traslados les acompaña una cohorte de ejecutivos, los que transportan y documentan la información requerida, y a los que suele verse —en época de portátiles y tabletas— acarreando gruesas carteras. Entre esta gente es raro contabilizar la presencia de una mujer y cuando se descubre lucen faldas tableadas y chaquetas con corbata, como si acabaran de licenciarse en alguna escuela californiana. Salvo honrosas excepciones, las personas que se dedican a la economía tienen la cabeza amueblada del revés. Confunden la ideología con las finanzas y la realidad con la imposición dogmática. Es como si sólo entendieran de números y las personas, al margen de sus problemas, tuvieran que adecuarse a sus medidas para resolver la ecuación. Los de la Troika, concretamente, no guardan ninguna contradicción interna a la hora de hacer cumplir las medidas firmadas. Son calificados como sujetos duros, fríos e incorruptibles, a pesar de que trabajan para unas organizaciones que pagan a escote los mismos países que mantienen este sistema de valores. Hoy llegan a Madrid con el Memorándum de Entendimiento bajo el brazo para comprobar si el gobierno cumple los objetivos fijados tras recibir una parte (cerca de cuarenta mil millones) de los cien mil millones de euros concedidos. Antes de irse, por lo visto, sellarán el clásico informe de recomendaciones —los consabidos recortes—, y desde luego a éstos no les temblará la mano al firmar el documento.

Todos ellos tienen un sueldo garantizado y libre de impuestos, hasta el extremo de no perder nunca su poder adquisitivo gracias a la aplicación de un coeficiente corrector en sus nóminas, las cuales oscilan entre los treinta y tres mil euros del escalafón más bajo a los trescientos y pico mil de los cuadros directivos. El seguro médico y el fondo de pensiones corre a cuenta del organismo, igual que el jardín de infancia, no en vano cobran un plus de trescientos euros mensuales por churumbel. Estos señores de negro, los que se jubilan a los 63 años cobrando el 70% de sus bonitos salarios, los que duermen hoy por el morro en hoteles madrileños de cinco estrellas, son los que certificarán la política de Mariano en materia de recortes sociales, desde la salud a las escuelas pasando por las pensiones, los funcionarios o la gratuidad de la justicia. Individuos mimados por la diplomacia internacional, tienen las espaldas muy bien cubiertas y actúan sin escrúpulos. Jamás se ven afectados por las recetas que ellos mismos prescriben y cuando les preguntas cómo es posible aseguran que así se garantiza su independencia y su imparcialidad.

No sabe, no contesta

Sostiene Mariano (si a estas alturas Mariano es capaz de sostenerse a sí mismo puede sostener ya cualquier cosa) que en materia de corrupción no conviene hacer generalizaciones. Aunque quizá no sea el sujeto más indicado para hablar de generalizaciones y el momento escogido para referirse a ellas ofrezca la sensación contraria, sabemos que a Mariano le gusta soltar frases de cajón y mucho más si las vierte camino de Chile y a dos mil metros de altura. El presidente de gobierno, cuando todavía estaba en la oposición, creía que los aviones le otorgaban un aire tan cosmopolita que solía aparecer ante los reporteros en mangas de camisa. En aquella época aún se sonrojaba Mariano ante los medios, como si hacer el chorlito le viniera grande, ofreciendo a los presentes confidencias de pacotilla y poniéndose didáctico entre los periodistas iba creando en el avión un retablo donde sentirse cómodo, tal vez el mismo hábitat de su juventud, cuando los padres jesuitas lo sacaban de excursión.

Este paripé en los aviones se puso de moda entre los mandatarios hace tiempo y alcanzó su cénit con Wojtyla, el papa viajero. Los encargados de imagen no tardaron mucho en darse cuenta del punch que tenía presentar a los jefes de una manera informal, como si estuvieran trabajando. Ahora se ha convertido en un trámite, y a veces engorroso, porque no hay mucho que hacer mientras pasan las horas y porque una vez que empiezas a darle a la lengua no hay manera de escapar a las preguntas más fangosas. Además, en un entorno presurizado las posibilidades de huir disminuyen sobremanera y las dotes de Mariano como paracaidista son francamente nulas, así que optó, según cuentan las crónicas del último viaje a Chile, por no pillarse los dedos con nada de lo que fueran echándole encima. Es más, le sacudió el muerto a una tal Carmen, la nueva tesorera de su partido y al mismo tiempo encargada de investigar todo el fangal que rodea a Bárcenas y los sobresueldos. Hasta que esta señora no se pronuncie al respecto, Mariano ni siquiera va a desmentir que haya metido la mano en la saca. Sabe que en el juego floral de la política no se cumple el dicho de quien calla otorga, más bien al contrario, cualquier comentario podría ser utilizado después en su contra. Así que no sabe, no contesta.

Estoy convencido de que este epígrafe en las encuestas debió de inventarlo algún político. La indefinición del que no sabe o no contesta -particularizando en Mariano, el registrador de la propiedad más joven de la península- podría indicar que el presidente del gobierno no está dispuesto a mover la quijada mientras quepa la menor duda de su inocencia. Y es difícil llegar a esta conclusión cuando obran en manos de Bárcenas nueve cajas de documentos que probarían no sólo la financiación irregular del partido, sino la complicidad de sus dirigentes, aparte de un montón de fotocopias sobre los talones entregados por los grandes empresarios al partido y que no se declararon después al Tribunal de Cuentas. Es lo que ocurre cuando afloran de repente veintidós millones de euros en Suiza. Resulta más extraño, sin embargo, que a mediados de este año destapara el New York Times una lista de casi seiscientos españoles con cuentas en ese mismo país y que, salvo la amnistía fiscal del gobierno, poco o nada haya trascendido desde entonces.

Es alucinante, a modo de ejemplo de todos estos defraudadores, que el señor Botín haya ido amasando en el HSBC casi dos mil millones de euros desde la guerra civil. La propia Agencia Tributaria, por activa y por pasiva, se cansa de asegurar que cerca de cuarenta y cuatro mil millones de euros se distraen al fisco en paraísos fiscales y que la mayor parte están relacionados con familias de renombre, directivos de grandes empresas y banqueros. Además, las investigaciones que practican los inspectores de Hacienda sobre estos individuos tarde o temprano se topan con la negativa del gobierno de turno, lo mismo con el PSOE que con el PP, a continuar los procesos más llamativos. Es lógico pues que, en un contexto tan malsano, anunciar auditorías externas e internas con el propósito aparente de descubrir el trajín de los sobres, lejos de calmar la indignación ciudadana produzca sorna o hilaridad.

Visión cortical

No se puede decir que haya comenzado el año con buen pie, aunque a toro pasado tampoco lo empecé malamente. A veces me doy cuenta de un desastre porque me viene de frente y otras de rebote, como por casualidad. Debo reconocer, para sumar puntos, que el declive en el que estamos inmersos hace imposible establecer diferencias entre un año y otro, por eso durante la ingesta de uvas en nochevieja me comprometí conmigo mismo a vigilar de cerca el correcto funcionamiento de las cosas pequeñas. Las minucias suelen pasarme desapercibidas, de modo que debo prestar una atención desmesurada sobre lo ínfimo para que no me complique la existencia. Maniobrando a la manera clásica enseguida piensas que más vale prevenir que curar. Este compromiso, de cualquier manera, cayó en saco roto cuando la primera sorpresa del año la provocó el radiador del cuarto de estar, un artefacto de chapa de mediados del siglo pasado que empezó a perder agua produciendo, como no podía ser de otro modo, la consternación entre los inquilinos (dos en total, pero suficientes para formar un conjunto). Y no estoy hablando de un radiador canijo, sino de un trasto tan considerable que no entiendo cómo consiguió escapar a mi percepción.

No soy de los que andan mirando el suelo de su domicilio, y menos a la altura de los zócalos. Las zonas aledañas son pasto de la borra y suelo esperar a que se distribuyan formando capitanas para facilitar su extracción. El tamaño idóneo que ha de tener la borra para ser considerada como basura guarda una proporción difusa entre la higiene, el decoro y las ganas que tenga de recogerla. Ya que uno de los inconvenientes del nuevo piso es la longitud de los pasillos, me ocuparía media vida esterilizar el hogar y no soy de los que limpian sobre limpio. Así que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que el descubrimiento de una falla en semejante localización cabe atribuirse a la visión cortical. Y no la mía precisamente, sino la de mi compañera sentimental que, en un barrido ocular, debió fijar en el inconsciente la imagen de una válvula goteando sobre las baldosas. Desconozco el tiempo que llevó a su cerebro procesar la estampa. Desconozco también si el mío llegó a realizar en algún instante una foto del suceso, pero en caso afirmativo es obvio que acabó despreciándola, circunstancia que me conduce a elaborar desde entonces amargas conjeturas y extraños augurios.

Salvo que confraternicemos con patanes, la vida en pareja multiplica las posibilidades de emprendimiento común, empezando por la convivencia en un mismo inmueble, repartiendo después las tareas y reduciendo de una forma elegante el porcentaje de equívocos, desaciertos y accidentes domésticos hasta rozar el mínimo imprescindible. El mínimo, hablando de parejas, depende de la idiosincrasia de cada una. Las hay que viven en un completo desastre y sin embargo disfrutan del caos sin prejuicios, y las hay que no se dan cuartelillo ni un nanosegundo y empiezan a preocuparse cuando todo va bien. El espectro de las conductas humanas es tan amplio que resulta complejo dedicar un minuto a los radiadores. Sobre todo si dan calor, que es de lo que se trata. Bastante tienes con vigilar la temperatura, no vaya a ser que de la euforia brote un día la depresión tras contemplar la factura del gas. Mientras me preguntaba para qué diablos serviría una válvula, cuál es su aspecto y dónde se oculta, la visión cortical empujó a mi compañera hasta el lugar exacto del problema, induciéndola a colocar bajo el radiador una fiambrera. Aunque yo hubiera dispuesto una tinaja, estuvimos repentinamente de acuerdo en apagar la calefacción y notificar la urgencia al casero, al que tendríamos que localizar en un refugio de alta montaña. Esto ocurrió la semana pasada, cuando el temporal de nieve estaba en lo más álgido.

Como a menudo confundo la visión cortical con la imaginación, levanté en mi cerebro la imagen del casero y la pegué después sobre el fondo de un ibón, del cual iba descendiendo garboso mientras guiaba a un grupo de montañeros de vuelta al refugio. No en vano tal es su oficio, el de guiar a la gente por el Pirineo, y esta circunstancia laboral sumada a la altura del enclave no facilitaba la comunicación telefónica. Cuando saltó el buzón de su móvil comprendí que carecía de cobertura. Dejar un recado sobre calefacción a una persona que seguramente estaría pasmándose a la intemperie no se me antojó razonable, de modo que le envié un correo electrónico. Lo leería después de comer, a la hora del café y estirándose frente al viejo ordenador de recepción. Supongo que descansaría la vista en la ventana, justo allí donde iban cuajando unos chupones de hielo cuya mera contemplación destemplaba el alma. Pero como nada de esto induce a pensar que nuestro casero goza de visión cortical, lo cierto es que terminé abandonándome a la idea de que esta ausencia responde quizá a una cuestión de género. De otra manera podría haberla utilizado en un principio, antes incluso de poner en alquiler la vivienda que ahora habitábamos, dándose cuenta -por ejemplo- de que el radiador, con el trascurso de los años, se iba desencajando de la pared y al pesar igual que un muerto lo mismo terminaría dañando la válvula.

A esta conclusión llegó mi compañera sentimental mediante una observación rigorosa. Entre tanto, yo me dedicaba a mirar de reojo la interesante postura que había tenido que adoptar para alcanzar semejantes conclusiones, y me preguntaba de paso si la única visión cortical de la que disfrutábamos los hombres estaría de algún modo ligada con la sexualidad. A falta de un escáner y la correspondiente trepanación, entendí como prueba suficiente la de cerrar los ojos y reconozco que no tuve problema en generar una detallada diapositiva de todas sus maniobras en mi cerebro.

 

«Think Tank»

Casi me parto la caja al escuchar por la radio que un tal Mulas, todo un doctor en economía por la universidad de Cambridge, profesor en la Complutense y director de la Fundación Ideas, ese garito que se montaron los socialistas para competir -a la hora de ingeniar chorradas- con la FAES del PP, acaba de ser pillado en un marrón de lo más tonto gracias a los últimos cuatro despidos que realizaron en dicha organización. Está comprobado que no hay nada como quitarse de en medio a unos cuantos curritos para que salgan a la luz pública los chanchullos y ahora que la encuesta de población activa está a punto de rozar los seis millones de parados, parece que el número de ponzoñas que asedian a los jefes crece de tal manera que no dan abasto.

La última carroña, la de Mulas, viene a demostrar que los artículos que iba publicando este personaje en la revistilla del “think tank” socialista debía inspirárselos el mismo espíritu de Cervantes, porque ni los premios nobel de literatura cobran tres mil euros por la colaboración. Tampoco se trataba de algo excepcional, porque haciendo cuentas debió de publicar más de quince, embolsándose cincuenta mil euros en total. Hay que contabilizar aparte lo que ya cobraba como director, cerca de cinco mil al mes, y (your atention, please) los más de cincuenta mil anuales que facturaba a la fundación socialista mediante su propia empresa, Storylines Projets, dedicada a la creación audiovisual y literaria en todas sus formas.

Quien llena un folio de palabras ya está colaborando con la empresa que se los publica, así que Mulas igual era en el fondo un entorpecedor. O sea, alguien que recibe un dinerito sin estar debidamente registrado. Por lo común, los colaboradores entregan su documento de identidad y su número de cuenta corriente para los ingresos, a los que restan los impuestos pertinentes. De modo que Mulas, para no dar el cante de estar cobrando una nómina y además unas pingües colaboraciones, se inventó un ser vivo. Como suena. Desconozco si también se inventó una cuenta y un dni pero a la persona que firmaba los escritos y a la que iban destinados los pagos, denominada Amy Martin, nadie llegó a conocerla nunca, al menos hasta hoy. Hoy mismo acaba de tomar cuerpo, en el más concreto sentido de la expresión, hasta transustanciarse en una escritora, una tal Irene Zoe, a la postre compañera sentimental de Mulas, la cual salió en defensa del director de la Fundación Ideas cuando se enteró de que lo habían puesto de patitas en la calle.

Todos conocíamos las aventuras de la Fundación del PP, la FAES, que recibe del erario público casi veintisiete millones de euros anuales. Quien más quien menos había visto la serie inconclusa de Rubicon llegando a interpretar que un “think tank” funcionaba como un gabinete estratégico, un instituto de investigación y en definitiva como una panda de espías. Pero los laboratorios de pensamiento peninsulares tienen muy poco que ver con la CIA o la NSA, ni siquiera con el CNI, actúan más bien como las casas de Tócame Roque, donde reina la confusión y los tejemanejes. Veremos que nos deparan, en materia de corrupción, tan brillantes negocios.

Y aquí no pasa nada

Llevamos escuchando desde hace un par de años que si algún día levantamos cabeza las cosas no volverán a ser como antes. Este mantra, tan común entre los más finos analistas del régimen, no explica sin embargo a qué tiempos se refieren. Ni siquiera habla de cuáles son los protagonistas de ese antes. Si pedimos ejemplos acaban extendiendo las conductas de un segmento de la sociedad al conjunto de la población, atribuyéndonos a todos la capacidad de adquirir televisores de plasma o vehículos de alta gama. A su juicio, la posibilidad de acceder a los créditos con cierta facilidad nos nubló el entendimiento y ahora que vienen mal dadas no nos queda otro remedio que apechugar las deudas con resignación. Si fuese correcto que aquí hemos vivido del cuento, que nos crecen los pisos y los solares, los coches lujosos y hasta los yates, las teles de escándalo y las segundas residencias, podríamos entender el mensaje. Pero la realidad se encarga de hacernos bajar de la inopia gracias a los escándalos, comprobando que precisamente aquellos que disfrutaban de la opulencia continúan en sus trece y además se resisten a rebajar su derroche.

Para mayor escarnio y en medio del escándalo de los sobres, precisamente aquellos que tendrían que dar ejemplo o cuando menos esmerarse en mantener un perfil bajo, gozan de un alegre nivel de vida esquiando en las cumbres de Armenia. Vemos en las redes sociales que un tal Bárcenas y su hijo —colaborador de una televisión rancia, del apasionante tinglado de la TDT party—, exploran juntos agrestes parajes con el propósito ingenuo de alcanzar la gloria. No sólo descubrimos una trama de corrupción en el partido del gobierno, podemos enterarnos igualmente de que al máximo cabecilla del enredo le importa una higa que le hayan pillado con veintidós millones en Suiza. La crisis no va con él. Ni la honorabilidad de la que tanto se habla ahora. Todas estas tonterías son un sacaperras bien diseñado para los que no son pudientes. Los que de verdad influyen y tienen pasta no dan puntada sin hilo y pueden continuar sin ninguna vergüenza trepando los riscos de la madre naturaleza. Es un ejemplo, pero otros tantos que viven o han vivido de las arcas públicas mantienen el estatus con similar desparpajo.

También cuentan los cronistas que la consecuencia de haber vivido por encima de nuestras posibilidades (de tanto oír la tonadilla estoy convencido de que hablan de un grupo indie) traerá consigo una transformación social, tanto en los hábitos como en las costumbres, pero no explican el horizonte que nos encontraremos al final, cuando la sanidad y la educación hayan sido desmanteladas y poner una demanda nos salga por un ojo de la cara. Para resumir, nos dicen que tendremos que vivir con lo justo y que sólo saldrán adelante aquellas empresas que aporten un valor añadido a sus productos, así que la mayoría de la gente supone que estamos sufriendo una escarda de inciertos resultados y que lo único que recibiremos a cambio es un elevado índice de inestabilidad. De hecho nuestra vida cotidiana está cambiando. Se acumulan las estrecheces, cuesta un espanto llegar a fin de mes y en las esferas laborales somos todavía más obedientes. Hablo de los que conservan el trabajo o reciben pensión, porque el resto bastante tiene con ingeniárselas para sobrevivir. En esta tesitura es difícil mantener al alza valores como la honradez y el triste ejemplo que ofrece la clase política tampoco colabora en mejorar las expectativas. Como encontré hace unos días, curioseando el twiter , “los criminales de alto standing ya no dicen que parezca un accidente, sino que parezca una democracia”. A estas alturas, y con la que está cayendo, pedir al sistema que se parezca a lo que debería de ser es sencillamente imposible. Observen si no a los grandes jefes que acuden en helicóptero a Davos. Cada vuelo cuesta diez mil dólares. Y están a sus anchas.

Cuatreros

Por lo que cuentan los medios de incomunicación, parece ser que Mariano está preparando una nueva ley para que los condenados puedan dirigir en un futuro entidades financieras. No es que el gobierno haya pensado crear un ciclo especial de estudios en Zuera o Alcalá Meco, aunque tampoco me extrañaría nada. Tendría su gracia que los presos comunes se reinsertasen de tal modo en la sociedad que llegasen a dirigir los bancos nacionalizados gracias a algún concurso oposición. De hecho, hay auténticos maestros del atraco entre rejas, gente que a golpe de recortada y pasamontañas se abrieron camino hasta la caja. Incluso existen individuos como el Dioni o Mario Conde, perfectamente armonizados, que gracias a esta ley podrían llevar con decoro el timón, por ejemplo, del Banco de Valencia. Pero no lancemos las campanas al vuelo, seguramente el gobierno no hace otra cosa que anticipar el turbio porvenir de los ejecutivos actuales, no sea que los pillen en un marrón y acaben en la trena.

Tanto indulto comienza a resultar cansino. Es mejor autorizar a los canallas mediante una ley para que puedan seguir llevando sus negocios, de esta manera minimizan los riesgos en los que pudieran incurrir y apoyan su estabilidad financiera. La peña en su conjunto no da crédito a las noticias, apenas se ha repuesto de la mangancia de los sobres en dinero negro cuando le llega esta coz gubernamental. O esta salida de pata de banco. Actuar con la debida honradez está tan mal visto que es menester alterar la legislación vigente para que el robo y las tropelías desaparezcan del código penal. El señor Rato, sin ir más lejos, cuyo rescate nos ha costado a todos más de cien mil millones de euros (y que ha sido la excusa de esta política de recortes y privatizaciones con la que nos atiza el partido popular), si en algún momento acabase en prisión y cumpliera condena o fuera indultado, podría tranquilamente optar de nuevo a dirigir cualquier banco y repetir la jugada. ¿No resulta fantástico? Este comodín que Mariano se saca de la manga actúa como un bálsamo para los banqueros, a los que garantiza la continuidad en el caso de que vinieran mal dadas. Basta con que le cedan a un testaferro el sillón y hagan tiempo a la sombra para volver a las andadas.

La elaboración de este tipo de leyes son muestra evidente de hasta dónde conviven en una misma casta la clase política y la financiera. Da la sensación de que vayan cubriéndose mutuamente de gloria, hasta el extremo de que cada vez se escuchan más voces exigiendo una regeneración del sistema, cuyo deterioro ya no puede esconderse. Ahora, además, ni siquiera se pretende. Cuando el gobierno da la cara –supuestamente- para ofrecer explicaciones termina incluso amenazando con querellas por difamación a los que han levantado la liebre. No están dispuestos a poner la mano en el fuego por cualquiera, tan sólo entre ellos, y desde luego no les tiembla la mano a la hora de negar sus implicaciones. Tampoco quieren cambios, excepto los que ellos promuevan y traspasan así el punto de no retorno de manera irresponsable. No quieren darse cuenta de que complican el futuro e indignan cada día que pasa a más gente.

A la parrilla

Los lugares comunes son tan simples que al escurrirlos se quedan en agua de borrajas. La gente que trabaja de cara a la galería es consciente de que si abre la boca puede cagarla, por eso echan mano de ripios y refranes, creyendo así que llegarán a todo el mundo cuando en realidad no están diciendo nada del otro jueves. Basta con tomar de forma literal sus expresiones. Por ejemplo, afirmar -y a ser posible echándole cuajo y con jeta de circunstancias- que pondrías la mano en el fuego por otro ser humano, del que previamente has loado sus virtudes y narrado sus hazañas, está tan pasado de moda que resulta increíble. Podría tener sentido en plena Edad Media, cuando este tipo de juramentos conducía, efectivamente, al abrasamiento del sujeto. La Inquisición empleaba entonces la fogata como una fórmula de juicio divino y la inocencia dependía de la lluvia o de factores imbéciles, porque al fin y al cabo los seres humanos no somos de amianto y ardemos con facilidad.

Nadie en su sano juicio está dispuesto ahora a quemarse vivo por otra persona, de modo que se emplea la expresión en un sentido figurado. Ni por asomo piensa el acusado que un gracioso aparecerá de pronto con unas brasas dispuesto a probar su resistencia al dolor. Así que soltamos el ripio con desparpajo, a sabiendas de que no existe obligación de achicharrarse, y nos sobramos con el énfasis, como si quisiéramos realizar un conjuro o nos fuera a poseer una entidad incandescente. En el peor de los casos, si se demostrase que aquél sujeto al que rendíamos culto por su honradez era en realidad un miserable, quedaríamos exentos de realizar la prueba del fuego. Desde los tiempos de Hammurabi no aplicamos los contextos de una forma literal, sin embargo todavía actuamos en referencia al atavismo. Por eso la credibilidad de quien profiere semejantes leyendas sobre una tribuna pública se ve muy mermada cuando yerra. Pero no muere en el empeño.

De hecho hay gente que se pasa la vida poniendo la mano en el fuego por otros a los que ni siquiera conoce, intentando camelarse a sus interlocutores con una pobre soflama y esperando de este modo convertirse en Viriato, ejemplo de un líder que responde ante sus huestes. En fin, cuando escuchamos este tipo de frases en boca de los jefes, el simple entendimiento nos induce a creer que el sujeto va de farol y que en ausencia de mejores argumentos, ya sea por impericia, buscando la huida o no habiendo sido capaz de hallar en su cerebro un recurso más magro, acaba por ampararse en sus propias chichas. Esta mentalidad de ofrecerse en sacrificio ante la plebe no me demuestra un nabo.

Comprendo que la política, comparada con una verdulería, tiene el mismo valor que esas pelotas llenas de agua que tildan de tomates. Son colorados y llevan una mata verde, pero su olor y su sabor han desaparecido. Tan solo son un recuerdo de lo que fueron, igual que esta democracia de invernadero. Dentro de la degeneración y en aras de caer completamente por el precipicio, los jefes tendrían que apostar decididamente por lavar su imagen cumpliendo su palabra al pie de la letra y a ser posible elevando el listón. Digan ustedes que van a hacerse el Camino de Santiago de rodillas y que van a crucificarse después en el Monte do Gozo. Apuesten por su honradez y la de sus colegas con algo más de decisión. Si de verdad piensan que en su partido político no se repartieron fajos de billetes y están dispuestos a poner la mano en la parrilla, pónganla ustedes de verdad y déjense de historias. Resultaría más emocionante y lo mismo despiertan en el gentío un ápice de interés. Lo demás, lo que estamos contemplando ahora, es un pasatiempo si lo comparamos con lo que realmente podrían ofrecer.