Lastre

La gente se pregunta cuándo terminará la crisis y yo creo que, en el peor de los escenarios, semejante fenómeno se producirá cualquier día del año que viene. O tal vez del siguiente, da igual. No me cabe duda que el fin de la crisis caerá en viernes y que se declarará oficialmente tras el consejo de ministros, entonces saldrá Mariano en el plasma y nos dirá muy orgulloso que la crisis ha terminado. Ya digo que es el peor de los escenarios y si llega ese momento, cosa que dudo, los grandes patronos sembrarán los telediarios con ilusionantes datos macroeconómicos. La posibilidad más atractiva para los jefes es que la crisis no acabe nunca, este es el mejor de sus escenarios. Que conste que los escenarios no los dibujo yo sino las gentes que cobran de cinco mil euros mensuales para arriba. A estas gentes les conviene que la excusa de la crisis continúe hasta que el cuento no dé más de sí.

La crisis en Europa es como el 11S en Yanquilandia, una hecatombe que permite a los gobernantes y a las corporaciones crear una sociedad a su capricho. Toda esta peña ha descubierto la importancia de las hojas de ruta y encargan mapas y diagramas a sus lacayos, los cuales crean sobre la marcha una narración comprensible para el resto de los mortales. De este modo podemos vivir en una democracia aunque en realidad estemos viviendo en una dictadura baja en calorías. Podemos incluso creer que nuestro hábitat sigue respondiendo a los esquemas del primer mundo aunque estemos viviendo ya en el tercero. La Casta que nos dirige está convencida de que el Estado podría servir mucho mejor a sus intereses, siempre y cuando arroje por la borda todo el lastre. Y el lastre somos nosotros, el 85% de la sociedad. Se habla del 1% que campa a sus anchas haciendo lo que le viene en gana, pero sin un 4% de colaboracionistas su actividad depredadora sería imposible. Incluso existe un 10%, los que constituyen la clase media alta, que trabaja exclusivamente para el pico de la pirámide. Siempre ha sido así, pero ahora es tan evidente que hace daño a la vista. El resto de la población se va condenando a su suerte gracias a la crisis. La crisis es la excusa que todo lo devora, lo mismo se convierte en un nuevo nicho de extracción que en un ariete contra los derechos y libertades.

Los ciudadanos de hoy apenas representan al 15% de la sociedad. Por eso, cuando hablan de seguridad ciudadana, se están refiriendo a su estricta seguridad. Ellos son el país. Y son el gobierno y el partido que los sustenta, incluso buena parte de esa tontería a la que todavía llaman oposición. La oposición real, sin embargo, y a falta de una auténtica representación política, no pisa las moquetas de los consejos de administración ni las alfombras de los organismos institucionales, sino la calle monda y lironda. Pienso que toda esta situación es insostenible, y no sólo desde el punto de vista ecológico, que también, sino desde un aspecto social. Lo lógico es que tarde o temprano se vengan abajo las estructuras, ya sea por la presión de la mayoría de la población o por el óxido y la podredumbre que carcomen el sistema, bien corrompido hasta la médula. Mientras tanto oiremos hablar de la crisis hasta quedarnos sin neuronas.

Y un plus de surrealismo
La Guardia Civil ha detenido a primeras horas de esta tarde al párroco de Borja bajo la acusación de quedarse con cerca de 200.000 euros del dinero de la Iglesia. Cuentan que, en la sisa correspondiente, podría figurar parte del dinero recaudado por las visitas al famoso cuadro del «Ecce Homo». Mientras se multiplican los rumores, el detenido se halla en el cuartel de la Guardia Civil a espera de que se le tome declaración. Su puesta a disposición judicial está prevista a última hora de la tarde.

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A vueltas con la basura

Me parece chocante que al final sean los defensores de lo privado los que vayan pidiendo por internet la militarización de un servicio como el de la recogida de basuras en Madrid. No se dan cuenta de que mandar al ejército para que se haga cargo de la limpieza implica reconocer que lo privado no funciona. Entre otras causas porque no debe convertirse en negocio aquello que es colectivo o de uso común a la mayoría de los ciudadanos. El agua y los vertidos, la salud y la educación, y si me apuran también la energía o las comunicaciones básicas, como la luz, el gas, el teléfono o los ferrocarriles, tendrían que ser de titularidad estatal. Lo contrario es, a mi nulo juicio, un robo. En la Constitución se habla también de que tenemos derecho a una vivienda digna y ya ven que en la práctica este derecho tampoco funciona, ¿habría que militarizar pues a las constructoras? Si los bancos no conceden créditos, recibiendo como reciben miles de millones de las arcas públicas, ¿no tendríamos que militarizarlos también? O si el gobierno, que está en franca decadencia y bastante podrido, no arrea como prometía en su programa electoral, ¿no deberían militarizarlo?

Llamar a las tropas para que, a fin de cuentas, saquen del atolladero a un puñado de empresas privadas refleja siempre una derrota ciudadana. Sólo cabe su utilización en situaciones catastróficas y podría evitarse si la sociedad se hubiera otorgado la capacidad de responder a ellas mediante otros organismos, como una adecuada protección civil. El Estado se funde cada año una buena millonada en mantener una estructura militar que no sirve para otra cosa que enriquecer a la industria del armamento. Y ahí está, dispuesta ahora a barrer las calles de Madrid para que tres contratas puedan despedir a mil y pico barrenderos.

La capital del reino huele a mierda, los comerciantes del centro se quejan de que «el relaxing cup» entre la basura desmerece un montón y se alzan ya las primeras voces que piden la intervención del ejército, hasta el extremo de que el propio ministerio (de esa entelequia que llaman defensa) se ha ofrecido al trabajo previa petición del ayuntamiento. Y las condiciones que plantea para llevar a buen puerto la faena son las propias de una «emergencia sanitaria». Hablar de una emergencia sanitaria precisamente en Madrid, ciudad que sigue empeñada en privatizar sus hospitales, produce cierto pasmo a los próceres del consistorio, quizá por esa razón se han apresurado a comentar que no es necesaria la presencia del ejército en las calles, que un soldado está «para otras cosas» y que no hay ninguna emergencia sanitaria en la capital. ¿No les molesta tanta basura? Por supuesto, pero de ahí a militarizar el servicio va un trecho. Es cuestión de esperar a que el conflicto laboral se vaya pudriendo a la misma velocidad que la basura y ya verán después cómo apañan el estropicio.

En esta batalla absurda a favor de externalizar los servicios públicos no queremos comprender que de una forma contable nos sale mucho más caro desprendernos de algo que mantener la titularidad. Y no hablo de rentabilidad social sino de simple economía. Las empresas que se quedan con el servicio nunca pierden. Se preocupan de blindar sus beneficios en los contratos que firman con la administración, de tal modo que si no llegan a ganar lo que pretenden cargan después la diferencia en los recibos a las instituciones correspondientes. Así cualquiera hace negocio. Lo que en principio nos cuesta un euro termina costando dos y en algunos casos hasta cuatro, mordidas y comisiones aparte. Imaginen ahora que encima haya que militarizar el servicio en cuestión.

Radicales libres

Como el Banco Central Europeo prohíbe devaluar la moneda, que para eso es suya, en los países del Mediterráneo han optado los jefes por dejar caer a las personas. Ya sabíamos que los billetes de banco eran más sensibles que los seres humanos, por eso los fabrican de papel, un soporte al que hay que cuidar con esmero para que no se deteriore. Qué tiempos aquellos cuando el dinero era de oro o de plata, y el tendero le hincaba el diente comprobando así su autenticidad. Ahora es un alto ejecutivo de cualquier multinacional el que nos hinca el diente a nosotros y nunca estamos a su gusto, por eso dice que somos unos falsos y que hay que devaluarnos rápidamente.

Según el Fondo Monetario Internacional, que en estos asuntos goza de sobrada experiencia, la forma más eficaz de arruinar a un individuo es venderle un arma o dejar que se muera, ya sea de hambre o por alguna infección. Todo depende de su capacidad de endeudamiento, o lo que es lo mismo, de su techo de humillación. Si ya no hay ninguno, como en África, pues allá te las compongas. Aquí todavía se nos permite una muerte a cámara lenta y en incómodos plazos, eso sí, pero en absoluta tontuna, a cambio debemos tragar con primor lo que nos vayan echando. Mientras nos decidimos empiezan recortando la educación y la sanidad, impidiendo el acceso universal a los libros en la escuela y a las medicinas en las farmacias. Desde ahora conviene tener una nómina para satisfacer estas necesidades o dejarse llevar por la caridad, que es muy caprichosa. Los dependientes, esa gente que por desgracia no puede ingeniárselas sin la ayuda de un semejante, han quedado a la deriva y condenados a su suerte. Tendrán desde ahora que pedir un milagro a los profesionales de lo sobrenatural, a los curas, videntes y chamanes o a sus respectivas sociedades, dando así un sentido a los miles de millones anuales que les regalamos a fondo perdido.

Los que establecen semejantes directrices levantan sus fortunas sobre la miseria ajena. Ven la vida como una sucesión de pelotazos (oportunidades, las llaman ahora) y siguen a pies juntillas su propio guión, su propio protocolo y su miserable hoja de ruta. Todos los que no estén de acuerdo con su sistema quedan al margen de la legalidad, una situación de eterna sospecha a la que se llega rebajando derechos y libertades y depreciando conceptos. De este modo el listón de lo que es normal se eleva cada día más sobre nuestras cabezas. Hace unos años, por ejemplo, se consideraba radicales a los participantes en una kale borroka, pero ahora se ha extendido dicha acepción a los que no aplaudan lo ultra, lo neocon, lo liberal. A los que no guarden el respeto y la compostura impuesta en los actos públicos, lo mismo da una audiencia real que un pleno parlamentario. A los sujetos que desentonan en el estúpido paisaje del libre mercado, que no es precisamente libre ni tampoco un mercado, se les arrincona en los territorios de la marginalidad. Aunque sean diputados como el de la fotografía superior, que amenzó el otro día con una sandalia al antiguo jefe del Fondo Monetario Internacional, el señor Rato.

El tal Rato, exministro del partido en el gobierno, expresidente de Bankia y actualmente consejero del Banco de Santander, merece por lo visto un respeto superior al que demostró este sujeto con los contribuyentes primero y con sus clientes después. Es un miembro de la casta, un intocable, y como tal lo defiende hoy una editorial de El País. Resulta extraño que un diputado del parlamento catalán se revuelva con mayor o menor gracia contra tan poderoso personaje, al que llamó mafioso y gánster a la cara. Pero la inviolabilidad de los representantes electos permite de vez en cuando que se oigan algunas voces discrepantes en las instituciones públicas y que no vivamos en un marasmo perfecto de rapiña e impunidad. Por desgracia son casos aislados, sometidos al buen vivir y al mejor yantar de los jefes, perdidos en los pasillos de la burocracia, que sin embargo y contra todo pronóstico todavía mantienen la cordura. A mí este tipo de personas no me parecen radicales sino más bien posibilistas, especies que deberían de estar protegidas porque se encuentran al borde de la extinción. Raro es el político que se sobra de estas maneras contra un individuo de la peor calaña. Lo corriente es que lo aplaudan. El fascinante chapapote neoliberal abarca ya casi todo el espectro político y el ultracentrismo campa a sus anchas de tal modo que la menor discrepancia entra de lleno en la radicalidad.

Requetebién de la muerte

Mientras se desplazan alocadamente los muebles y hasta los inmuebles por los aires, la peña busca refugio o se acurruca en un rincón a esperar que escampe. Nos desenvolvemos entre los males que nos aquejan como si estuviéramos en medio de un poltergeist, no me extraña que se extienda la falacia de que la crisis es un fenómeno sobrenatural. Sólo falta que en lugar de sartenes para captar fondos regalen ouijas en los bancos. Lo más encantador de una ouija es que no sabes quién mueve el vaso y el trilero, amparado en el anonimato, nos puede hacer creer lo que le venga en gana. Tal vez por eso los culpables de toda esta telequinesia económica se están viniendo arriba y se permiten ya unas conjeturas esperpénticas.

Uno de estos truhanes, a mi nulo juicio, es el señor Klaus Regling, director y gerente del MEDE, cuya institución se encarga de la estabilidad financiera y de los fondos de rescate europeos. A sus 63 tacos no sé a quién pretende engañar, será que estudió económicas en Hamburgo licenciándose luego en Ratisbona y desde entonces se lo tiene muy creído, no en vano cuatro años después de obtener el título ya había cruzado el charco, vivía en Washington y se colocaba en el Fondo Monetario Internacional. De allí pasó a trabajar para la Asociación de la Banca Alemana y más tarde en el ministerio de finanzas. Volvió al FMI y posteriormente regresó al ministerio germano, acabando el trajín en el paraíso fiscal de la City de Londres, donde dirigió un grupo empresarial de estrategia de capitales.

Debió salirle el negocio de lo más redondo porque lo llamaron de Bruselas para llevar los asuntos económicos y financieros de Europa, cargo que ocupó durante siete años, y terminó asesorando al gobierno de la Merkel. Con semejante experiencia a sus espaldas se montó una consultora de postín que ya funciona sola, milagro que le permite en la actualidad mantener el control de los fondos de rescate europeos y al mismo tiempo asesorar a las corporaciones sobre dónde están las oportunidades y los pelotazos más jugosos. Klaus Rigling está en todas las natillas pero siempre en un plano intermedio, donde se pueden mover los muebles sin quedar en exceso al descubierto. Todo un pieza, al estilo de Rato pero en discreto. Pues este pieza nos asegura ahora que a España le va a ir “muy, pero que muy bien” en el futuro. Que el ajuste fiscal acabará pronto y que a partir de entonces comenzará de nuevo el crecimiento.

Nos cuenta de manera condescendiente que nuestra situación es “muy especial pero que lo peor ya ha pasado” y que en cuatro o cinco años esto volverá a ser Jauja. Como para mí esto nunca fue Jauja, entiendo que nos van a dar cera hasta que se cansen. Para chequear toda esta broma no hay que hacer muchos esfuerzos, basta con atender a los saldos que ofertan Rubalcaba y sus cuates a la hora de captar nuestra atención y nuestros votos. Al estilo de Hollande pero en chusco, la dirección de este partido nos vuelve a vender ahora una moto vieja y mal tuneada como si fuera el copón de la baraja. A grandes rasgos y por abreviar, prometen eximir de impuestos a parados, pensionistas y mileuristas con hijos a su cargo. Lo que no es ninguna hazaña. Hablan también de bajar el IVA de la cultura, de crear un impuesto de lujo, de subir otra vez las tasas sobre el alcohol y el tabaco e incluso pretenden devolver a Madrid las competencias autonómicas en materia de sucesiones y herencias.

Las demás promesas que realizan, como luchar contra el fraude de las grandes fortunas, quedan sin detallar. Sólo su producto estrella, prohibir mediante una enmienda en la Constitución las amnistías fiscales, se concreta en los papeles pero no hablan de recuperar lo que se está perdiendo por el camino de los recortes: las escuelas, los hospitales, la dependencia… Si en cuatro o cinco años, como asegura Klaus Rigling, la situación fuera a mejor, cabría esperar de los partidos que optan al gobierno en un futuro una mínima voluntad de ir recuperando el minúsculo estado del bienestar que disfrutábamos. Pero no es así. El PSOE no se moja. Dice que quiere reducir por ley la brecha salarial entre hombres y mujeres pero a la hora de concretar el cómo asumen que se logrará a fuerza de poner inspectores. Y todos sabemos que tan ilustre oficio en lugar de multiplicarse no hace otra cosa que menguar, de modo que no resultan demasiado creíbles. Entre otras cosas porque hasta ahora su cacareada conferencia está pasando de puntillas en los asuntos más graves. Precisamente en los mismos que Rajoy y su alegre pandilla clavan la puya una y otra vez. Convencidos como están de que los contratos basura, con despido por el filete incluido, están dando buenos resultados pretenden ahora extenderlos a todos los demás. Así que con un panorama tan triunfalista creo yo que no vamos a ninguna parte.

Dándole a la lengua

Durante estos días se han reunido en Zaragoza un puñado de expertos para hablar de la racionalización de los horarios. Precisamente cuando se producen las hecatombes económicas nacen un montón de oportunidades para la depredación social, y alguna también para construir pequeños cambios. Estos cambios no son fruto de la presión ciudadana, más bien nacen de una política de hechos consumados que da origen a situaciones empresarialmente insostenibles, así que tampoco cabe estar contento ni esperar que el agua mueva el molino, pero por intentarlo que no quede. Concienciar a la gente y abrir un debate público en torno a cómo vivimos y cómo podríamos vivir, será utópico o tendencioso, pero también resulta inevitable.

Que nuestros relojes marcan la hora de Berlín desde 1940 y no la que nos correspondería por el meridiano en el que vivimos, resulta indiscutible. Esta gracia de tocarnos la hora se le ocurrió al dictador, que regalándonos un horario alemán creyó que se nos pegaría el temperamento germano. Tan brillante idea se ha ido manteniendo desde entonces porque las grandes corporaciones se ahorraban así un piquito en su gasto anual de energía. Pero el molesto cambio de hora se ha quedado simplemente en ajustar la maquinaria dos veces al año, sin importarnos que la vida cotidiana funcionara desde entonces por delante de nuestro propio huso horario. De cualquier modo no me veo cenando a las seis de la tarde o comiendo a la una. Es más, creo que los escandinavos vienen aquí justo a lo contrario.

Muchas cosas tendrían que cambiar para sentirnos como en Noruega o en Suecia. Aparte del sol, claro, pero estamos en plena deflación y los productos, aunque bajen de precio, no se venden. Los salarios no permiten el consumo porque son muy bajos y el desempleo parece ya un problema imparable. Supongo que es el momento idóneo para salir en procesión con la virgen de guardia, desentendiéndonos de esta forma de cualquier responsabilidad sobre nuestro futuro, pero también se dan las circunstancias para instalar una jornada continua, de seis o siete horas, que permita por un lado la creación de trabajo al mismo tiempo que favorece la conciliación de la vida privada y la vida laboral de la gente. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las faenas comerciales funcionan de manera irracional. También es verdad que, depende de con quién hables, te topas con irracionalidades distintas y a menudo incompatibles, de modo que no les arriendo la ganancia a los congresistas en el caso de que logren ponerse de acuerdo. La mentalidad de los jefes hispanos pretende que se curre el doble de horas con la mitad de la plantilla y la mitad del sueldo, y con semejante panorama cualquier iniciativa en sentido contrario se les antojará hilarante.

Desconozco si los setenta congresistas de los que hablo, una vez concluidas las ponencias del día, habrán acudido corriendo a compartir las tareas del hogar con sus cónyuges respectivos. No estoy al corriente de sus hábitos, así que me es imposible saber de primera mano si después de las charlas y conferencias no se extendieron en las sobremesas. O si llegó la noche y se fueron de parranda. En ese caso tal vez fuera una excepción a la que no deberíamos prestar mayor importancia, pero en una Europa nórdica cuando llega el invierno les hubiera sido más complicado trasnochar, entre otras cosas porque los establecimientos cierran a piñón fijo y las calles a eso de las siete o de las ocho de la tarde ya están desiertas.

En todo caso para irse de farra es necesaria una buena nómina que respalde el dispendio y ya es suficiente gasto acudir a una ciudad que no es la tuya y pasar allí unos días como para echar la casa por la ventana. Al fin y al cabo son una minoría los que funcionan con dietas y gastos pagados, ¿no es así? Dentro de las clases sociales no guarda la misma libertad de movimientos un currante que se desloma a turnos que un ejecutivo. Y para plantear una circunstancia que afecta a toda la población tendríamos en un principio que regirnos por lo que resulta más favorable en el terreno de la salud pública a la mayoría de sus habitantes. En caso contrario sólo estaremos hablando de una porción, la que se rige por horarios de oficina a la que pudiera interesarle una homologación continental. Tampoco tengo noticias de si calcularon en su congreso lo que supondría cambiar nuestras arraigadas costumbres laborales y de ocio para aproximarnos a las que manejan en el resto de Europa. Las cifras suelen representar un muermazo para la gente del común, a la que le gusta ser convencida con argumentos sencillos y aún mejor si son apasionados. Incluso prestamos más atención a quien más grita. Nuestras tertulias y debates son tan largas y sonoras que nos da tiempo a defender todas las opciones según nos convenga.

Elogio de la simplicidad

O eres facha o condescendiente. Aquí todo se reduce a polis y cacos, a buenos y malos, al blanco y negro de siempre. Los fachas, siguiendo la tradición, presumen de pobreza y sin embargo encuentran en los inmigrantes una forma de diferenciarse del resto. Como no tienen donde caerse muertos pelean con uñas y dientes contra los de fuera por mantener su curro, su coche, su piso, su plasma y un largo etcétera de objetos que constituyen su dignidad. Defienden lo que es suyo por contraposición a los foráneos, pero rara vez se suben a la burra frente al que de veras les está esquilmando. No combaten el sistema, al contrario, están de acuerdo con él, lo único que lamentan es no haber trepado más alto. Y no les quepa duda de que si tienen oportunidad de poner el cazo lo harán, de hecho lo pregonan a los cuatro vientos. Los reconoces en cualquier parte, sobre todo cuando escuchas a alguien decir que se ha cansado de la honradez, que no sirve para nada y que en el fondo se siente tonto.

Los condescendientes, en cambio, parece que disfrutan de una posición más o menos holgada. Gozan de un salario más o menos fijo y pueden hacer frente a las facturas sin desollarse vivos. Su talante es tan abierto como su suerte, tal vez por eso consideran de muy mala educación los desagradables tientes racistas de alguna gente. Son más permisivos en cuanto a los hábitos y costumbres ajenas, importándoles poco con quién comparten cama los demás, si rezan el ángelus o celebran el ramadán. Otra cosa es que se vayan con ellos de copas. Cada cual tiene su sitio y el suyo se presta a contemporizar, encender alguna bombilla en las cabezas de la chusma y pelear sin demasiada rasmia por las causas perdidas. Quien no tiene otra cosa que hacer con el culo mata moscas, pero si el destino se presenta de improviso y les propina una sonora bofetada se quedan atónitos, les cuesta reaccionar.

No necesito hacer una encuesta en el rellano para entender que mucha gente ve el mundo en estas dos dimensiones, hasta el extremo de que se entremezclan ambas en una gruesa capa de grises. Puedes encontrar fachas afables y de sesera entornada e iracundos condescendientes, sujetos en apariencia tolerantes a los que no se les puede mentar la virgen o el equipo de fútbol. Existe un pequeño jardín de espacios comunes donde fachas y condescendientes se reúnen a celebrar acontecimientos, y no hablo de los bares. Esas zonas de mezcla merecen un trato especial de las administraciones públicas, porque en ellas se difuminan las diferencias generando un valor añadido. Llámenlo patria, llámenlo dios. Lo mismo vale una iglesia que un estadio, cualquier gobierno subvenciona al mismo tiempo los goles y las hostias consagradas. No hay mejor pegamento que santiguarse pateando un balón y por si quedase algún resquicio donde esconderse siempre estará la tele, que es un fascinante depurativo.

El estado de la impunidad

Hablar del estado del bienestar que «gozábamos» antes de Rajoy, en comparación a los impuestos que se pagaban, me parece un chiste de mal gusto. En la época de Zapatero, de Aznar o de González, aflojábamos la mosca como si viviéramos en Finlandia pero las escuelas y los hospitales que nos ofrecían a cambio seguían siendo mediterráneos. Ahora que el Estado se apropia de casi la cuarta parte del precio que abonamos por cualquier producto, seguir asumiendo que disfrutamos de algún tipo de estado del bienestar se me antoja ya una tomadura de pelo. Que nos quieran acostumbrar a pagar dos y hasta tres veces por los raquíticos servicios públicos que nos entregan a cambio, como si fueran gratis o crecieran en los árboles, resulta asqueante. Más aún cuando el goteo de corruptelas y latrocinios nos asalta de una manera tan cotidiana que ya ni produce espanto. Hago esta reflexión para encarar hasta qué extremo llega la desfachatez del puñado de inútiles y maleantes que gobierna la península desde las últimas elecciones. Y hablo de la península, porque en Portugal también están muy contentos.

Este contento tan generalizado se refleja en las calles de múltiples formas y las tropas encargadas de mantener a raya tanta euforia y tanto brote verde tienden a ensañarse con el mismo descaro de sus mandatarios, cada cual con sus herramientas pero siempre contra la población civil. Si el gobierno se nos mea en la oreja casi parece normal que la policía nos salte los dientes contra una pared, pero no debería de ser así. ¿No cree usted lo mismo? ¿Acaso no le dan grima esas estampas que nos traen de América? En ellas contemplamos a la policía yanqui reduciendo de lo lindo a sujetos anónimos, individuos que, por malísimos que sean, no se merecen el maltrato que le propinan varios desaprensivos de chapa y pistola. No debe de ser agradable tener delante a un chulo, a un prepotente o a un gánster y acabar comprendiendo que es policía… Y que el sueldo que se levanta se lo estamos pagando a escote. Pero es que estas imágenes se han importado a Europa y los protagonistas de las torturas y los apaleamientos, ya sea durante un interrogatorio que se les va de las manos o en una reducción que termina en linchamiento, pasean el mismo uniforme después por nuestras ciudades sin ninguna vergüenza. No se puede ir por la vida actuando como una horda, pero si es policíaca hablamos ya de un somatén. Esta palabra de raíz catalana, podría aplicarse como un guante a los mossos d’Esquadra, por eso supongo que el espectáculo que están dando terminará abriendo los telediarios de América, para que comprendan los yanquis que en todos sitios cuecen habas.

Del mismo modo que Obama aconseja a la NSA que modere su espionaje, cualquiera de los mandamases que dirigen las policías peninsulares tendría que decir a sus huestes que se moderen a la hora de someter a la población. Hay que tener en cuenta que la cuarta parte de cualquier manzana que nos podamos comer se la devora hasta el hueso Rajoy y toda su cuadrilla, entendiendo por cuadrilla esa casta de políticos y empresarios de postín, esas entidades financieras y grandes corporaciones que nos chupan la sangre con alegría. Así que no les conviene reventar a coces sobre una acera a los contribuyentes. Si no quieren atender a razones humanitarias o simplemente legales piensen con sentido común, porque una vez muerto el ciudadano no consume otra cosa que el nicho y el féretro en el que descansa.

Las décimas y los imponderables

Cuentan los medios de incomunicación que «estamos» saliendo de la hondonada. Igual reciben ahora más anuncios o venden más periódicos que antes y se han venido arriba, pero que tengan suerte un puñado de majetes no significa que a los demás nos haya tocado la lotería. La incredulidad entrecomilla los plurales mayestáticos. No interpreta la identidad ajena como si fuera propia, y en mi caso no es una cuestión de amor propio sino de pertenencia, de ahí que tienda a averiguar si las afirmaciones categóricas son producto de una encuesta sesgada, de un espionaje masivo o de una vulgar estrategia para abrillantar las grandes cifras. Como es muy fácil asegurar que hemos crecido una décima con respecto al mes anterior, he cogido el metro del costurero, lo he clavado con unas chinchetas a la pared del pasillo –para darle un empleo en precario al pobre pasillo, que es infinito y sólo sirve para pasear- y he llegado a la conclusión de que no aprecio oscilaciones significativas. Ni siquiera una leve moderación en el crecimiento o una merma igual de ridícula que pudiera manipularse después como síntoma de cualquier sandez.

Que hubiéramos crecido algo se me antojaba una conjetura con escaso fundamento, aunque fuera una décima, pero los ciclotímicos nos ilusionamos con cualquier estímulo y nos volvemos muy menesterosos en la comprobación de los datos, sólo así despejamos las dudas. A mi edad, en la que sólo cabe ir menguando, mantener la altura te obliga a ciertos esfuerzos, y no hablo de los deportivos, que requieren de un entrenamiento constante y reportan en cambio escasas alegrías, sino más bien de los estiramientos fortuitos en situaciones imprevistas. Elevar puntualmente una caja, por ejemplo, o desembolsar una cantidad que no habías contabilizado previamente. Por mucho que se empeñen los jefes, la vida no trae un manual de instrucciones ni una hoja de ruta. Los imponderables tienen mala prensa porque nadie los quiere ni los necesita y sin embargo se empeñan en aparecer en los momentos menos indicados.

Te ves dando brincos, aupándote en un taburete o armando la escalera para alcanzar cualquier cosa no vaya a ser que se derrumben los horizontes, y con ellos las expectativas e incluso las esperanzas. El mundo se empeña conmigo en situarse a la misma visual que hace varias décadas, parece estancado en los ciento setenta y cinco centímetros de galibo y todo lo que quede más allá de esta medición requiere un plus de competitividad, aunque sea con uno mismo. De modo que, tras un concienzudo análisis, he considerado la situación como un éxito, que es más o menos lo que hace el gobierno con desfachatez aunque lluevan chuzos de punta. O por decirlo de otra forma, tal vez he ido estirando el propio metro de la costura hasta que ha dado de sí y ahora completamente deforme no ofrece otro dato que el que yo quiera leer.

Sostienen los jefes que a fuerza de no gastar ahorraremos algo y que ese algo es lo que crecemos. Todo es cuestión de prioridades y las prioridades se fijan según los ingresos, de modo que si no les entra un colín en casa estarán condenados a crecer. Ya saben que si no se puede crecer a lo ancho no queda otro remedio que tirar hacia arriba. A mí me ha costado tres meses perder un agujero del cinturón, tal vez por eso no encajo en las estadísticas. Pero no me desanimo más de lo suficiente. Pensaba que gracias a la tecnología no tendríamos modo de dominar el estrés y que terminaríamos todos infartados en cualquier paso de cebra, pero al ritmo que nos movemos en la actualidad sólo cabe sufrir un ataque de pánico. Aunque el desenlace parezca similar, por los síntomas, no es lo mismo funcionar a cámara lenta que perder el culo a toda prisa. Al final siempre te detienes y en esa frenada se preguntan muchos si ha tenido algún sentido la carrera o si merecía la pena semejante esfuerzo para terminar comiéndote una esquina. Y lo primero que sientes entonces, aparte de la confusión, es que algo no cuadra.