Última llamada

A los socialistas de boquilla, que andan por ahí haciendo cálculos sobre las posibilidades que tienen de mantener sus cargos y sueldos después de las próximas elecciones, les auguro un futuro incierto. Supongo que habrán hecho cuentas y preparado su jubilación, porque de aquí a unos años el panorama político y social será diferente. Mientras tanto, contemplamos el final por capítulos de su larga y patética caída. Los vemos cambiando de muda, volviéndose súper demócratas de repente, eligiendo a sus jefes de manera directa entre los afiliados y sacudiéndose el polvo de encima con el propósito de aguantar lo que haga falta. Tratan de retrasar su propio desastre haciéndose pasar por asamblearios y montando unas elecciones de broma con candidatos de chiste. No me extraña que haya resultado triunfador un mengano al que ahora le hacen la ola los medios de propaganda del sistema invitándole incluso a que abra los telediarios.

Los telediarios, si no resultaran tan previsibles y abyectos, tan manipuladores y tendenciosos, serían ahora fascinantes programas de humor o sorprendentes espacios de comunicación no interactiva. La silenciosa peña de los televidentes no es ya tan pasiva como parece. Insultan al locutor, se mofan de los titulares y crean diálogos paralelos a la supuesta información que reciben. No tragan con facilidad todo lo que les cuentan porque la gente ya está curada de espanto y cuando ven aparecer el rostro nuevo del difuso líder socialista, se dejan al principio llevar por los elogios del presentador, que hace una loa descarada del interfecto, y luego abren las parabólicas, le pasan un paño a los tímpanos y simplemente escuchan. Lo que oyen es lo de siempre pero en otra clave, para ver si así nos entra mejor el mensaje. El mensaje que intenta transmitir Pedro Sánchez es de humildad. Nos cuenta muy humildemente que va siendo hora de ser buenos chicos, que van a comportarse como se espera de ellos y que, como llevan camino de perder hasta las chanclas, están dispuestos a defender los intereses de la mayoría.

Una mayoría cansada de escuchar buenas palabras asistía con aburrimiento a su discurso y a medida que iba avanzando la entrevista, dirigida con mano de plástico por otro Pedro, el inefable Piqueras, reconozco que entré en sopor y acabé dormitando en el sofá con un molesto pedazo de cena entre las muelas. Me lo quité después a la vieja usanza, con un palillo en lugar de seda dental, y mientras lo hacía pensé que todos los electores de Sánchez estarían haciendo lo mismo en ese preciso instante.

Como la crisis de los cincuenta está causando estragos en mis neuronas, no recuerdo ya quién dijo o escribió, o de qué película extraje que los seres humanos, acuciados por la ley del mínimo esfuerzo, sólo nos decidimos a cambiar el sentido de la marcha cuando estamos al borde del precipicio. Hasta que no llega ese momento seguimos por inercia tomando las mismas decisiones o aguardando a que las cosas se arreglen por sí solas. En contra de lo que suele expresar Punset, creo que nuestra capacidad de anticipación no maneja futuros amplios. Basta con observar el comportamiento de las élites para comprender que, mientras les vaya bien y hagan caja, continuarán por la misma senda. De ahí que no admitan como una realidad propia la que perciben los demás, calificándola de exagerada. El gran roto que rasga a la clase media peninsular, dejando caer en la pobreza a millones de individuos, puede inspirar ternura o caridad entre los jefes, pero todavía queda lejos de su experiencia sufrir los mismos males de aquellos que dicen representar. Tal vez por eso terminan indignando a la gente o en el mejor de los casos aburriendo hasta a las ovejas. Con las prisas en decorar los partidos y abrillantar las instituciones, con esa presteza que imprimen las leyes para apalancar su manera de entender la política y la economía, dudo mucho que consigan frenar de algún modo el cambio que se avecina. Aunque tampoco evita que sigan colocando palos entre las ruedas.

De hecho los periódicos tradicionales comienzan a ocultar los resultados de ciertas encuestas porque proyectan unas expectativas lamentables para los intereses que defienden. O dicho de un modo más simpático: que la revolución se extiende. Parece que en las cabezas de los sufridos consumidores sólo existan ya dos bloques de pensamiento, o eres del PP o eres de Podemos, y toda la gama de grises que hay por medio tarde o temprano tendrá que decidirse. Psicológicamente nos hallamos en un cambio de época, pero aún hay muchos que todavía prefieren la caspa y el fango de la corrupción, aquello que conocen frente a cualquier novedad que pudiera presentarse. La novedad produce pánico entre los que están bien situados y genera esperanza entre los más desprotegidos. Los hay que optan por la transformación del sistema de una manera convencida, incluso militante. Pero también es cada día más fácil encontrar a sujetos de cualquier mentalidad dispuestos a votar al coletas para infligir un castigo, una venganza, una limpieza o vaya usted a saber qué. Podemos es tan versátil que lo mismo convierte en don Limpio a cualquier vecino que lo proyecta de igual manera y con el mismo entusiasmo hacia el ámbito más abertzale. A estas alturas de la película, y al margen de los incombustibles electores del PP, resulta que los atribulados contribuyentes se inclinan cada vez más por votar a Podemos, que sacaría el 21 % de los sufragios frente al 27 % que obtendría el PP. Lo que pone a los jefes de los nervios, porque tienen la sensación de que se les agota el tiempo y se les acaba el chollo. Porque ya no saben qué hacer para blindarse. Y porque hagan lo que hagan, a unos se les ve el plumero y a otros no se los cree nadie. El sistema agoniza a cámara lenta. Todas las esperanzas desembocan ahora en la necesidad de una transformación profunda. Es la última llamada, y no sólo para el planeta, los recursos y la ecología sino también para la solidaridad y el respeto hacia los ciudadanos. La democracia, a estas alturas, podría ser mucho más abierta y participativa. Reducirlo todo a un simple cambio generacional resulta patético. Y lo saben.

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Aferramientos

La gente ya no se acuerda pero al principio de la transición, cuando se produjeron las primeras elecciones, los nuevos diputados y concejales se sintieron marcados por la zozobra y el desamparo. Se vivían tiempos revueltos y la carcundia estaba encolerizada ante la disolución del franquismo como un azucarillo en la democracia, de modo que las caras más visibles de los partidos de la izquierda necesitaban cierta protección. Fue entonces cuando nació el aforamiento y todo el mundo, salvo los herederos del antiguo régimen, contemplaron aquella medida con lucidez. Tengan en cuenta que la policía se empleaba a conciencia en aquella época y tras una carga de caballería no era tan complicado encontrar por el suelo un cadáver. Tampoco era difícil que se disparase una pistola. Repasen los periódicos de la época y comprenderán que el aforamiento de los representantes políticos a finales de los setenta permitió a muchos de ellos que no les abrieran el cráneo de un porrazo durante una manifestación. Los representantes sin padrino, los herederos de la clandestinidad, necesitaban blindarse de alguna manera ante la vieja casta del movimiento nacional y los falangistas de última hornada. Diseñaron y levantaron un poder emergente, con fueros frente a la acción policial y judicial, dotando a las Cortes Generales de fondos suficientes como para resistir un asedio. Hoy, de hecho, almacena más de sesenta millones de euros al margen de su presupuesto legal. Pero lo más importante fue que los nuevos diputados y senadores, alcaldes y concejales compartían escaño en igualdad salarial con los herederos de la dictadura, reconvertidos a la democracia por arte de birlibirloque y sostenidos por los poderes fácticos.

El aforamiento —o la inmunidad de los representantes públicos— analizado con la perspectiva que ofrecen cuarenta años de chapa y pintura, fue una jugada maestra. Permitió a las viejas familias adineradas mantener su poderío económico mediante una ley simplona, la que garantizaba a los colaboracionistas de la transición un señorío ilusorio, un trato especial que hasta ese momento sólo percibían ellos, sus allegados y los que tuvieran a bien designar para que se ocuparan, como dios manda, de sus intereses. Estamos hablando de una época en la que se atropellaban los derechos de la gente por inercia y por costumbre, como quien pasa la mopa para abrillantar el terrazo.

A tal punto llegó la farra que se extendió el uso de una frase que hoy causaría cierto impacto viral, la ya mítica “usted no sabe con quién está hablando”, y que permitía a cualquiera promover una pausa durante una lluvia de hostias. Aquí entonces sólo te salvaba de la quema el ser alguien o darte ínfulas, y como hubiera hecho cualquier conde o marqués ante un trato indigno o vejatorio, impropio de su alcurnia y su cuenta bancaria, nos soliviantábamos también los demás con la esperanza al menos de ser sometidos mediante una causa por ridícula que fuera. Hace cuarenta años pedíamos a la policía, no ya que se identificaran ellos, al revés, que antes de repartir estopa nos tomaran en consideración. No por gusto sino para establecer la presunción de inocencia y que de algún modo quedara constancia de los hechos porque el habeas corpus era un drama. Y lo sigue siendo. Quién nos iba a decir ahora que entregar el carné sólo serviría para verificar nuestro domicilio y recibir una buena multa.

Si la presunta culpabilidad de antaño ahora se regala por añadidura, dentro de lo viejuna que sigue siendo España, sus jefes e instituciones, aspirábamos entonces a ser tratados con la misma dignidad que nuestros representantes públicos. Es más, creíamos que aforando a los diputados se crearían leyes después para proteger los derechos y las libertades, tratando con un mínimo de decencia a las personas. Ahora estoy convencido de que ese respeto duró el tiempo que les costó adaptarse al sistema. Pronto dejó de contemplarse el aforamiento como un santo y seña. No recuerdo cuándo se convirtió en un salvoconducto pero después llegaron los pases, las entradas de palco, los asientos vip y las zonas reservadas. Poco a poco, el hecho de haber sido elegido como representante adquirió la categoría de privilegio, produciéndose la consabida distancia entre políticos y ciudadanos. Aparecieron entonces las tramas, el ladrillo, los coches oficiales, los sobresueldos en negro y de regaliz y hasta las cuentas en Suiza. Si tuviera que escoger una imagen del deterioro me quedaría con la llegada de Artur Mas en helicóptero, durante las protestas del 15M en Barcelona, cuando los diputados del Parlament —que iban a votar nuevos recortes contra la ciudadanía— tuvieron la oportunidad de volver a sentir por un momento la experiencia de la fragilidad humana. En aquel instante, cuarenta años después de los cuarenta años de dictadura, los votantes se atrevían a pedir respeto a sus representantes en su misma cara y en vez de mostrar aquellos un ápice de humildad, salieron huyendo. Desacostumbrados al roce con la gente se encastillaron en sus pesebres y no hay otra forma de despegarlos de sus poltronas que formando partidos, foros y movimientos ciudadanos, acudiendo incluso a las elecciones con el propósito de limpiar los malos hábitos que se instalaron en la administración.

El aforamiento sólo ha servido pues para incluir en las élites a los políticos y partidos garantes del régimen, dando paso luego a una simple licencia para delinquir, la que permite ser juzgado entre pares por un tribunal superior. Tan supremo es el juzgado que incluso es capaz de comprender perfectamente las trápalas inmobiliarias de un presidente de comunidad autónoma, hasta el punto de no ver delito en las mismas. De modo que puede seguir trapicheando a su gusto, cobrando en áticos, forrándose según su agenda de ilustres contactos y aferrándose al sillón como si no hubiera un mañana. Resistiendo igual que una infanta al vapuleo. Aguantando como un rey su propia andropausia. Retrocediendo hasta el siglo XIX en plena era de la tecnología, la ciencia y la información. Tratándonos en definitiva como a menores de edad, aunque ya no funcione.

Retrato de familia

Como el espectáculo de coronar al jefe está muy visto, me da igual aquí que en otra parte, lo lógico es que se haga largo y sea aburrido. A menudo, los que están obligados a tragarse este tipo de muermos, apuntan los detalles para no morir de asco y gracias al cotilleo despiertan algún interés. El chisme más logrado, a mi escaso juicio, versa sobre el vestido de la vicepresidenta del gobierno, que al parecer competía en infantilismo con el que lucían las hijas del monarca. Mención aparte sin embargo merece la fotografía capturada con teleobjetivo por la agencia EFE, donde contemplamos a Froilán hablando por el móvil tras una cortina, apoyando la frente contra el cristal mientras observa la plaza de Oriente desde la balconada. Supongo que habrá muchos más, pero tampoco está en mi ánimo hacer de estas líneas una recopilación de sandeces. El surrealismo es inherente a la monarquía, pero requiere de un interés previo y reconozco que al nuevo rey, en su etapa de príncipe, apenas le escuchaba así que los gallos que sembraron su discurso al principio despertaron mi atención durante un rato pero al cuarto de hora escaso fueron tan previsibles que iban construyendo a mi alrededor una nueva monotonía. Un nuevo sopor.

La parafernalia militar también es muy cansina. Incluso las sandeces que cuentan locutores y periodistas para llenar los tiempos muertos. La sensación de contemplar una ciudad asediada policialmente tampoco ofrece ninguna novedad. A la gente, por lo general, no le agrada que le cierren las calles y le impidan la circulación, menos aún a media mañana y cortando las principales arterias de la capital. De modo que si hablamos de público destaca la media entrada, con grandes claros a lo largo y ancho del trayecto para jalear a la comitiva, lo que constituye un bluf. Esperaba del sistema algo más que bandos, flores y banderas, fruto de la improvisación resuelta a golpe de talonario, y un poco más de logística. La caja tonta mostraba al público a ras de acera para que los planos televisivos pudieran interpretarse como un éxito al menos por los forofos y sin embargo, cometiendo la torpeza de enseñar imágenes aéreas, mostraban también la cruda realidad: que la ciudadanía era más bien escasa. Es lo que ocurre cuando destinas todos los medios a un acontecimiento de Estado que no despierta el interés que pensabas: mucho helicóptero para poca multitud. Tal vez por eso los comentaristas hablaban de miles de personas abarrotando las calles, como si aquello fuera el día del orgullo o la cabalgata de reyes.

Y no será por falta de publicidad, porque desde la abdicación hasta hoy el bombardeo mediático ha sido absoluto. Entonces, ¿qué falla? ¿Por qué estas conmemoraciones no gozan de la misma pegada que antes? ¿Ya no se compra a la gente con bocadillos? ¿Ya no se la trae con autobuses desde donde haga falta? Sea como fuese, resulta evidente que la monarquía, al igual que los partidos mayoritarios, ha sufrido un desgaste importante en cuanto al número de followers. A falta de un referéndum sobre el modelo de Estado y reprimiendo a los republicanos que se atrevieron a hacer acto de presencia durante el recorrido, no queda otra fórmula que contar a los simpatizantes. Y lo que se ve no se esconde. Por eso produce perplejidad. Tanta o más que el presidente de Madrid y la presidenta de Andalucía haciéndose un selfie en el Congreso. Por favor, qué patético. ¿Es que nadie se ocupa de la imagen de esta peña? ¿Cómo es que ningún técnico les da un capón?

Supongo que es una cuestión de convencimiento. El mismo convencimiento que demuestran Mas y Urkullu al negar su aplauso al monarca, se transforma en folclore cuando dos representantes del bipartidismo se retratan juntos y en público como si se alegraran de estar allí. No sé a quién pretenden engañar con esta actitud, tal vez a ellos mismos, pero la distancia entre lo que le ocurre a esta gente y lo que nos pasa a los demás lejos de estrecharse se agranda. Y luego se quejarán de que les llamen Casta, pero ahí están, viviendo ajenos a la realidad y encantados de haberse conocido.

Pamplinas

Lo monárquico permite las excepciones que otorga pertenecer a un linaje, se ampara en la existencia de clases sociales para sobrevivir a los cambios y se sostiene gracias a las páginas de cotilleos, los programas del corazón y la prensa rosa. Con seis millones de parados es un escándalo alimentar el glamur y una ruina fundirse lo que no se tiene en guirnaldas, banderitas y francotiradores. A estas alturas de la Historia resulta ridículo coronar otra cosa que no sea una montaña.

A los que ponen siempre como excusa que un jefe del Estado nos saldría más caro que un rey, les diré que una familia real, con sus dobles parejas de reyes y reinas, su princesa y su infanta, amén de la prole que vayan criando y toda su parentela, para un país en decadencia resulta un dispendio idiota. Es más, los presidentes del gobierno que han pasado por la Moncloa se han ido acostumbrando a actuar también como jefes de Estado, dejando casi siempre a la vicepresidencia de turno que dé la cara por el gobierno, como si tuviéramos primer ministro también. Gozamos de reyes y exreyes, presidentes y expresidentes, a los que hay que nombrar como si aún estuvieran ejerciendo. Así que yo quitaría un poco de envoltorio para que el regalo de la democracia representativa no fuera tan ostentoso y en la república futura me iría deshaciendo del cargo de jefe de Estado, porque estoy convencido que del sarampión de las vicepresidencias no nos librará nadie.

Alborozarse porque un sujeto vaya a sentar sus nalgas en el trono es algo que no va conmigo. Sólo la gente más carcamal o la que vive en su propio limbo es capaz de emocionarse con la parafernalia. Es tan absurda la situación que para sostenerla hay que llenar de fusileros los áticos de la zona donde se celebrará el acontecimiento, y por añadidura los de todas las calles que atravesará el cortejo hasta llegar a palacio. Ya no se sabe si es la corona la que sostiene el sistema o son los dos partidos mayoritarios los que aguantan a la corona, en cualquier caso ambas instituciones, políticos y reyes, causan vergüenza ajena a la población y deterioran con su persistencia y continuismo la normal convivencia de sus súbditos, lo que crea alarma social. Y la alarma social es ya de tal envergadura, que los colectivos afectados por el gobierno, a falta de alguna institución que mediara por sus intereses, se han visto obligados a organizarse por su cuenta. Creando mareas, plataformas e incluso partidos con el muy sano propósito de defenderse.

Antes tenía cierto sentido pagar impuestos porque recibíamos algo a cambio de nuestro dinero. El trabajo nos garantizaba una jubilación o incluso un subsidio en caso de perderlo. Con los impuestos nos costeábamos una sanidad y una educación, pero ahora sólo sirven para mantener a una pandilla de impresentables en sus poltronas. Cada vez es más nítida esta fotografía social entre la mayoría de la población, agotada de escándalos y pufos. Vemos que el dinero de todos acaba en sus bolsillos y que en vez de reconocerlo se enrocan en sus privilegios. Da mala gana y asco contemplar el descaro con el que mantienen unas estructuras caducas y corrompidas mientras celebran la llegada de un nuevo rey. Lamentando incluso que no se haga a lo grande, demostrando una y otra vez que hay pasta para lo que interesa. Y lo que interesa, salta a la vista, no tiene nada que ver con el bienestar de la sociedad. Esta peña es peor que la gripe de Shangai.

Cruzando el Rubicón

La caspa está muy contenta porque tiene la impresión de que no hay marcha atrás. Una vez que se traspasan ciertos límites es muy complicado volver al punto de partida y el trago de votar la abdicación del rey ha sido el bache más evidente que han sufrido desde hace décadas. Y no porque los demás tropiezos fueran menores, sino más bien por su carácter orgánico. Una vez superado lo orgánico comprenden que el sistema ha entrado de lleno en fase autista y suspiran con alivio, más que nada porque se ven acariciando sus poltronas hasta que se encuentre un remedio para la enfermedad. Cualquier inconveniente, la menor de las discrepancias, podría disparar la prima de riesgo y con ella sus propias primas, así que era cuestión de arreglar pronto la monarquía para lucirla en plan novedad. Las coronaciones, igual que las bodas reales y demás zarandajas de la corte, ofrecen siempre una cortina estupenda para un gobierno en caída libre. Entre otras cosas porque cambia el foco de las miradas. Ya no es una cuestión de supervivencia, sino de agarre y ventosa. Hay que ganar tiempo y el relevo del rey les favorece.

A mi juicio, el punto álgido de la farsa que contemplamos ayer en el Congreso no fue la irrupción de escarapelas republicanas en el hemiciclo, sino el reproche que hizo el presidente de la cámara a los diputados presentes, de toda laya, instándoles a largarse al bar si el asunto que se estaba tratando no les interesaba. No es la primera vez ni será la última en que los diputados van a su bola pasando olímpicamente de lo que se pía desde la tribuna, de modo que se solapan conversaciones mientras campan a sus anchas y el zumbido permanente de la cháchara se solapa e incluso barre el discurso del ponente, tal es su interés e importancia. Es normal que las gentes ociosas y apesebradas no sepan distinguir la importancia de un evento, pero también es lógico que a sabiendas del resultado lo consideren un trámite. Es lo que ocurre cuando un partido tiene la mayoría absoluta, que la democracia de salón aburre sobremanera. No te digo ya si además el partido de la oposición, ese invento que se sacaron de la manga para meterle un poco de marcha al parlamentarismo, vota con el gobierno el 80% de las veces. Entonces todo es tan previsible que hasta resulta feo.

A la caspa, o a los señores del ultra centrismo, les gustaría que se reflejase más la emoción en sus conciudadanos, a los que tratan siempre de súbditos. Pero se dan cuenta que ni siquiera entre ellos se guardan respeto, por eso prefiere el presidente del congreso que los diputados se vayan al bar en vez de estar molestando. Si hay algo que caracterice a un súbdito es la pasión que demuestra hacia sus jefes y estatuas de culto, de modo que se sienten hasta útiles cuando escuchan vítores, palmas y demás berreas. Pero enseguida se atemorizan cuando les montan un escrache. Un neocón que se precie, igual que cualquier hincha, se ruboriza viendo un desfile y se queda afónico gritando vivas a la bandera, a la nación, al jefe del Estado y en general, cuando sienta ya que se repite, a lo primero que se le ocurra. Lo fundamental es soltar el ripio como si le estuvieran pagando algún sobresueldo por dejarse allí el aparato fonador. Sólo así expresa el vulgo sus sentimientos: de corazón y rozando lo castizo, mostrando el ingenio popular que tanto gusta en los telediarios y demás medios de persuasión.

La tabarra infinita

Es tan grande la brasa que nos están dando, y tan fabuloso el gasto en imágenes y palabras, que en lugar de noticias tengo la impresión de estar recibiendo publirreportajes. De hecho me sé la vida del rey de memoria, tanto la del viejo como la del nuevo, y todavía no me explico cómo hay gente que es capaz de diferenciar la una de la otra. Los más carcamales, por ejemplo, llevan unos días descompuestos con el nuevo rey porque, al parecer, no se deja fotografiar con curas ni obispos. Que dice que es católico, desde luego, pero en la intimidad. Será que ya tuvo bastante con el bodorrio que le montaron y de algún modo se da cuenta, o le han asesorado, de que le conviene ofrecer una versión más descafeinada de sus creencias. Una estampa baja en calorías, de las que no producen aerofagias ni desapegos entre laicos, descreídos, agnósticos y ateos, por no hablar de musulmanes y budistas. Pero estas maneras, más propias de un tiquismiquis que de un campechano, no molan a la carcundia ni tampoco al resto, los que estamos acostumbrados a ver comulgar a su padre tan a menudo que una sutileza así nos pasa desapercibida.

En España, los jefes de Estado, desde que tengo memoria, no sólo cazan y pescan sino que se santiguan con la misma naturalidad que presiden una corrida de toros. Así que la renovación de la monarquía, el recambio generacional del que tanto hablan los periodistas y voceros del sistema, se reduce a tiznar de verde al jefe y quitarle de encima al clero, cuya presencia envuelve en naftalina a la corona y le resta mucho glamur. No sé hasta dónde será capaz de llegar la monarquía en su acercamiento a los cuatro millones largos de votantes republicanos, me refiero a los que se retrataron con su voto y no a los que simplemente les gustaría otra cosa aunque se conforman con lo que hay, lo que tengo claro es que ni en los mejores delirios imagino al nuevo rey descolgándose por las cornisas y colgando pancartas ecologistas. ¿Qué menos podría pedírsele a un activista que goza de semejante inviolabilidad? ¿Qué sea una réplica de Carlos de Inglaterra? Para qué engañarnos. Tampoco veo al rey derivando hacia la apostasía, la verdad, aunque no me extrañaría que se dejara fotografiar junto a una tribu amazónica. A los reyes les encanta darse a conocer, y más si son jóvenes y están sanos, porque aprovechan su reinado para viajar a todas partes.

Además, para ser joven y estar sano, basta ahora con no parecerte mucho a tu padre, o aún peor, a tu abuelo. Si resistes la comparación familiar ya puedes tener canas y cuatro largas décadas de existencia a tus espaldas que siempre ofrecerás la versión más joven y dinámica de tus propios ancestros. Lo contrario sería un disparate. Sin embargo llama la atención esa insistencia en aparecer vestido de militar en desfiles y actos que no son exclusivamente castrenses. Es como si el viejo poder, heredado por las armas tras un golpe de Estado, una sangrienta guerra civil y una dictadura vergonzante, todavía fuera capaz de imponer su presencia a la ciudadanía durante sus celebraciones colectivas. Ya es desgracia que un uniforme, a estas alturas de la humanidad, se acepte como traje de gala y sirva de paso para mantener vivos semejantes recuerdos. Me parece una redundancia, un gesto de mal gusto. Es más, y por patético que resulte, ya nos avisan en los publirreportajes que Leonor, cuando alcance la mayoría de edad, entrará en el ejército. Si es que para entonces no lo han abolido y todavía existe, claro. Quienes consideran que todos los pilares del estado sobre el que asientan sus nalgas son inamovibles, sólidos y eternos, no se hacen desde luego preguntas tan extrañas. Se limitan a defender lo que hay como si no hubiera un mañana. Por eso sus jefes van por la vida como si les hubieran escrito un guión, como si tuvieran escaso margen para diferenciarse los unos de los otros. Esa rigidez estructural sólo les permite aportar muy ligeras pinceladas de color sobre el fondo gris que puebla palacios e instituciones, algo en esencia cosmético, porque en lo fundamental están básicamente de acuerdo.

Este fenómeno de semejanza también me ocurre cuando escucho a Rajoy y a Rubalcaba, incluso puedo reproducir sus palabras sin necesidad de oírlas. Supongo que es un efecto secundario del lavado de cerebro que arrastro desde antes de la transición, ese eufemismo que no se sabe muy bien qué significa porque, a fin de cuentas, siempre estamos transitando. Por aquel entonces estaba yo transitando hacia la mayoría de edad y escuchaba por los altavoces que llevaban en el techo los vehículos de todos los partidos políticos la tonadilla aquella de “Habla pueblo habla”. A mí me faltaban unos meses para ser pueblo, así que no pude votar que no a la Constitución, entre otras razones porque me parecía un timo. Ahora, en cambio, creo que me sobran ya unas décadas para tragarme entera la broma de otro rey. Como esta gentuza no tiene ninguna vergüenza en utilizar todos los medios a su alcance, ya sean públicos o privados, ya sean impresos o digitales, con el objetivo de que se nos grabe bien en la mollera, hasta rayar el asco y la indiferencia, lo bien que nos va aguantando reyes y la fascinante recuperación económica que disfrutamos gracias a la caspa que nos desgobierna, sólo confío en que a fuerza de remachar siempre los mismos clavos -de la herrumbre que los corroe- terminen por destrozar el rancio tablero que los sustenta.

Hace tiempo ya que la decadencia se instaló en sus despachos y a ella se aferran aunque huela a podrido, aunque los destruya en su desmoronamiento. Para ganar tiempo se agarran a un clavo ardiendo. Y no es que de pronto me haya vuelto un ingenuo, pero es que están acostumbrados a vivir en su propio limbo, de forma tan impune y tan confortablemente que se van de la lengua y la cagan. O acaban pillándoles en algún marrón de los muchos que tienen y todo el asunto se les descontrola. Les da igual. Llevamos contabilizadas una cantidad tal de corruptelas y latrocinios que su simple enumeración contradice la tonta realidad que nos cuentan. Sin embargo insisten en inducir al público mediante hipnosis en una leyenda, una alucinación permanente que, dicho sea de paso, nos cuesta a todos un ojo de la cara. Es cierto que todavía hoy les sigue dando resultados, no tan buenos como antaño pero suficientes, de ahí que le hayan visto las orejas al lobo y en vez de emplear al menos nuevas tácticas publicitarias opten por cerrar las filas huyendo hacia delante. No quieren reconocer que actuando de este modo no consiguen otra cosa que apurar el ritmo y la presión de los acontecimientos. La política de hechos consumados es muy evidente y cansina. Las instituciones deben cambiar, no sólo sus caras. Esto del I+D+i también vale para la política, que está muy enranciada. Y, por favor, dejen ya de darnos la brasa.