El mundo es maravilloso en Españolandia

Los analistas más sesudos, los que se dedican profesionalmente a impartir en las universidades las carreras asociadas a la política, no observan la realidad como la muestran los telediarios. Las últimas tesis, ensayos y publicaciones especializadas recrean sociedades, analizan por estratos la situación y generan nuevos hábitat, probando incluso algunas propuestas locales y midiendo los resultados de una manera científica. El análisis político, fuera del cauce de los medios de persuasión —televisiones, radios y periódicos tradicionales—, ha estado siempre al servicio de los grandes intereses económicos. Ligado a la información y la inteligencia, fundamentaba sus estudios en estabilizar el sistema, investigando fórmulas de predicción y manipulación de la actualidad para generar oportunidades, obviamente, en beneficio de los que financian el proyecto y de los que sustentan el sistema que lo promueve.

Esto que hoy nos parece una obviedad, el hecho de asumir que el que paga manda, aunque parezca mentira es una percepción novedosa. Los líderes de antaño dirigían a la manada a hostia limpia, tenían que estar en la pomada repartiendo mandobles para mantener el estatus, lo que resultaba tan agotador y peligroso que iba diezmando a la nobleza. Ahora esta gentuza pagan a otros para que sometan al rebaño, ya sea a golpe de vara —modo tradicional— o abandonando a su suerte a plebeyos, criados y demás huestes. O sea, olvidándose de aquellos que no pueden utilizar a conveniencia y si se ponen muy plomos se les atiza y se les multa, basta con una llamada de teléfono. Y ahora ya ni eso. Resulta lamentable, pero hemos avanzado poco como sociedad y sin embargo las élites están viviendo como nunca. Manteniendo su estructura piramidal, el desarrollo y crecimiento de los dueños del cotarro ha sido geométrico en las últimas décadas. Cada vez son menos los multimillonarios pero cada vez son más poderosos y más ricos. De hecho hay individuos, familias y sociedades que pagan a los jefes para que manden por ellos.

Los que de veras tienen la sartén por el mango carecen de afán de protagonismo, es más prefieren pasar desapercibidos. Los negocios y los pelotazos exigen cierta confidencialidad, por eso crean sus zonas restringidas de socialización y disfrutan del ocio en ambientes selectos. En general no les gusta dar la nota, que es una conducta propia de nuevos ricos, prefieren vivir como dios en grandes casoplones, rodeados de escoltas y cámaras, mientras engordan sus cuentas secretas en paraísos fiscales. Algunos de ellos van tan sobrados de liquidez que incluso fundan organizaciones benéficas y recuerdo haber leído —¿dónde fue?— que un segmento de esta alegre pandilla anda por ahí pidiendo que les suban los impuestos. Han hecho cuentas y resulta que han ahorrado para varias reencarnaciones, las suyas y las de sus nietos, hasta el extremo de que no saben qué hacer con la pasta que les sobra y les ha entrado de repente un canguelo inexplicable, con lo tranquilos que estamos.

Sospecho que este último subgrupo de mega-ricos será muy exiguo, cuatro o cinco fulanos como mucho, pero muy bien informados. No como yo, que he tenido acceso a la noticia mediante la adquisición de una revista pedorra en el kiosko. Reconozco que la publicación es de lo más mundana y que sólo despertó mi curiosidad por las chancletas que ofrecía de regalo. Ahora comprendo que por cinco euros el lote sólo te llevas a casa una auténtica carroña, pero gente como Warren Buffett, el famoso inversor norteamericano, es consciente de estos timos desde la cuna y por eso comprende que, de seguir así, estafando a la gente, se puede armar una buena sangría a no mucho tardar. Por eso pide el gachó que le suban los impuestos, a ver si de esta forma se salva del motín o se acuerda alguien de lo majo que fue.

La noticia, todo sea dicho de paso, es de 2011, pero este magacín la comenta en un recuadrito como si fuera de antes de ayer. Además su empresa editora se jacta de viajar en el tiempo firmando su número de agosto de 2014 cuando todavía estamos en julio, pero qué más da. Ahora da todo lo mismo. De hecho acabo de leer una encuesta de un periódico digital y sus referencias al futuro resultaban tan incomprensibles como las de esta revista, así que a la hora de llegar al análisis he desistido completamente. Tan sólo me he quedado con un porcentaje que asociaban a la palabra «nunca», fijándolo en un apabullante 80%. La pregunta, como podrán imaginar, mencionaba el desempleo y en el fondo intentaba medir de alguna manera la credibilidad del gobierno, que estos días saca pecho y se pone triunfalista. Fíjense lo bien que funciona todo en Españolandia que hoy mismo hemos conocido que el ministerio que se ocupa del empleo ha tenido el valor de fundirse más de seiscientos mil euros en amueblar los despachos de sus directivos. O lo que es lo mismo, más de mil cuatrocientos subsidios se han gastado en mesas, lámparas y sillones. Sumen a esta cantidad los dos millones de euros que ha costado iluminar y climatizar estos despachos y se darán cuenta del mundo maravilloso en el que vive esta chusma. Pero no sólo ellos, los consejeros de las empresas del Ibex 35 están superando la crisis multiplicando por cuatro sus propios sueldos, que siguen igual de blindados que cuando se rescató a los bancos. Pero oiga, como se ha creado mucho empleo para el verano, será que hay que celebrarlo. En fin, y a lo que íbamos, lo que me desconcertaba de la encuesta sobre el paro no era el contraste con la realidad sino la interpretación temporal que originaba mediante el uso de los adverbios «nunca y siempre», aplicados ambos términos a un acuaciante problema social. De una forma atípica se llegaba en esta encuesta a dos conclusiones sorprendentes: la primera, que si algo no se recibe en seis años ya no se conseguirá nunca. Y la segunda, que si algo permanece más o menos estable durante un año seguido lo consideraremos como definitivo y para siempre. Circunstancias, las dos, que producen escalofríos y que requieren de un pacienzudo estudio, además seguramente de aprobar algún grado en psiquiatría.

Por ejemplo, la indefinición de un contrato laboral no significa que el trabajo sea para siempre y sin embargo, al cabo de un año, lo entenderemos como tal. Es una cuestión de optimismo. En cambio si llevas seis años buscando empleo y todavía no lo has encontrado, es lógico pensar que no lo hallarás nunca. Deducir de esto que eres un pesimista ya es harina de otro costal pero no deja de ser curioso que una encuesta sobre el paro acabe midiendo también la intensidad de nuestras emociones. Al fin y al cabo el gobierno trata de insuflar esperanza donde no la hay, inundando a los espectadores con datos y gráficas, asegurando que el país funciona y que vamos a salir adelante gracias a sus maniobras. No es extraño pues que los analistas se empleen a fondo en elaborar buenas mentiras, o incluso que algunos súper ricos piensen en pagar un poco más que sus empleados, no vaya a ser que llegue un día en que no puedan gastarse un céntimo en nada y todo este tinglado se desmorone sobre sus cimientos. Si no tienen dónde ni cómo gastarlos, de poco les habrá servido entonces amasar tantos billetes…

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Elogio de la simplicidad

O eres facha o condescendiente. Aquí todo se reduce a polis y cacos, a buenos y malos, al blanco y negro de siempre. Los fachas, siguiendo la tradición, presumen de pobreza y sin embargo encuentran en los inmigrantes una forma de diferenciarse del resto. Como no tienen donde caerse muertos pelean con uñas y dientes contra los de fuera por mantener su curro, su coche, su piso, su plasma y un largo etcétera de objetos que constituyen su dignidad. Defienden lo que es suyo por contraposición a los foráneos, pero rara vez se suben a la burra frente al que de veras les está esquilmando. No combaten el sistema, al contrario, están de acuerdo con él, lo único que lamentan es no haber trepado más alto. Y no les quepa duda de que si tienen oportunidad de poner el cazo lo harán, de hecho lo pregonan a los cuatro vientos. Los reconoces en cualquier parte, sobre todo cuando escuchas a alguien decir que se ha cansado de la honradez, que no sirve para nada y que en el fondo se siente tonto.

Los condescendientes, en cambio, parece que disfrutan de una posición más o menos holgada. Gozan de un salario más o menos fijo y pueden hacer frente a las facturas sin desollarse vivos. Su talante es tan abierto como su suerte, tal vez por eso consideran de muy mala educación los desagradables tientes racistas de alguna gente. Son más permisivos en cuanto a los hábitos y costumbres ajenas, importándoles poco con quién comparten cama los demás, si rezan el ángelus o celebran el ramadán. Otra cosa es que se vayan con ellos de copas. Cada cual tiene su sitio y el suyo se presta a contemporizar, encender alguna bombilla en las cabezas de la chusma y pelear sin demasiada rasmia por las causas perdidas. Quien no tiene otra cosa que hacer con el culo mata moscas, pero si el destino se presenta de improviso y les propina una sonora bofetada se quedan atónitos, les cuesta reaccionar.

No necesito hacer una encuesta en el rellano para entender que mucha gente ve el mundo en estas dos dimensiones, hasta el extremo de que se entremezclan ambas en una gruesa capa de grises. Puedes encontrar fachas afables y de sesera entornada e iracundos condescendientes, sujetos en apariencia tolerantes a los que no se les puede mentar la virgen o el equipo de fútbol. Existe un pequeño jardín de espacios comunes donde fachas y condescendientes se reúnen a celebrar acontecimientos, y no hablo de los bares. Esas zonas de mezcla merecen un trato especial de las administraciones públicas, porque en ellas se difuminan las diferencias generando un valor añadido. Llámenlo patria, llámenlo dios. Lo mismo vale una iglesia que un estadio, cualquier gobierno subvenciona al mismo tiempo los goles y las hostias consagradas. No hay mejor pegamento que santiguarse pateando un balón y por si quedase algún resquicio donde esconderse siempre estará la tele, que es un fascinante depurativo.

Las décimas y los imponderables

Cuentan los medios de incomunicación que «estamos» saliendo de la hondonada. Igual reciben ahora más anuncios o venden más periódicos que antes y se han venido arriba, pero que tengan suerte un puñado de majetes no significa que a los demás nos haya tocado la lotería. La incredulidad entrecomilla los plurales mayestáticos. No interpreta la identidad ajena como si fuera propia, y en mi caso no es una cuestión de amor propio sino de pertenencia, de ahí que tienda a averiguar si las afirmaciones categóricas son producto de una encuesta sesgada, de un espionaje masivo o de una vulgar estrategia para abrillantar las grandes cifras. Como es muy fácil asegurar que hemos crecido una décima con respecto al mes anterior, he cogido el metro del costurero, lo he clavado con unas chinchetas a la pared del pasillo –para darle un empleo en precario al pobre pasillo, que es infinito y sólo sirve para pasear- y he llegado a la conclusión de que no aprecio oscilaciones significativas. Ni siquiera una leve moderación en el crecimiento o una merma igual de ridícula que pudiera manipularse después como síntoma de cualquier sandez.

Que hubiéramos crecido algo se me antojaba una conjetura con escaso fundamento, aunque fuera una décima, pero los ciclotímicos nos ilusionamos con cualquier estímulo y nos volvemos muy menesterosos en la comprobación de los datos, sólo así despejamos las dudas. A mi edad, en la que sólo cabe ir menguando, mantener la altura te obliga a ciertos esfuerzos, y no hablo de los deportivos, que requieren de un entrenamiento constante y reportan en cambio escasas alegrías, sino más bien de los estiramientos fortuitos en situaciones imprevistas. Elevar puntualmente una caja, por ejemplo, o desembolsar una cantidad que no habías contabilizado previamente. Por mucho que se empeñen los jefes, la vida no trae un manual de instrucciones ni una hoja de ruta. Los imponderables tienen mala prensa porque nadie los quiere ni los necesita y sin embargo se empeñan en aparecer en los momentos menos indicados.

Te ves dando brincos, aupándote en un taburete o armando la escalera para alcanzar cualquier cosa no vaya a ser que se derrumben los horizontes, y con ellos las expectativas e incluso las esperanzas. El mundo se empeña conmigo en situarse a la misma visual que hace varias décadas, parece estancado en los ciento setenta y cinco centímetros de galibo y todo lo que quede más allá de esta medición requiere un plus de competitividad, aunque sea con uno mismo. De modo que, tras un concienzudo análisis, he considerado la situación como un éxito, que es más o menos lo que hace el gobierno con desfachatez aunque lluevan chuzos de punta. O por decirlo de otra forma, tal vez he ido estirando el propio metro de la costura hasta que ha dado de sí y ahora completamente deforme no ofrece otro dato que el que yo quiera leer.

Sostienen los jefes que a fuerza de no gastar ahorraremos algo y que ese algo es lo que crecemos. Todo es cuestión de prioridades y las prioridades se fijan según los ingresos, de modo que si no les entra un colín en casa estarán condenados a crecer. Ya saben que si no se puede crecer a lo ancho no queda otro remedio que tirar hacia arriba. A mí me ha costado tres meses perder un agujero del cinturón, tal vez por eso no encajo en las estadísticas. Pero no me desanimo más de lo suficiente. Pensaba que gracias a la tecnología no tendríamos modo de dominar el estrés y que terminaríamos todos infartados en cualquier paso de cebra, pero al ritmo que nos movemos en la actualidad sólo cabe sufrir un ataque de pánico. Aunque el desenlace parezca similar, por los síntomas, no es lo mismo funcionar a cámara lenta que perder el culo a toda prisa. Al final siempre te detienes y en esa frenada se preguntan muchos si ha tenido algún sentido la carrera o si merecía la pena semejante esfuerzo para terminar comiéndote una esquina. Y lo primero que sientes entonces, aparte de la confusión, es que algo no cuadra.

Treinta y dos años después

Buena parte de lo que hoy puede leerse en la prensa escrita está teñido por el Cuéntame de aquél 23 de febrero de 1981, cuando un tipo de cabeza hueca y tricornio de charol desenfundó la pistola del cinto y se presentó en las Cortes al mando de un pelotón de imberbes pegando tiros al techo. ¿Fue una estampa de república bananera? Con la distancia de los años y en plan nórdico tal vez, aunque yo la recuerdo bastante jasca, muy castellana y con un toque macarra. Se me grabaron dos fotos en el coco. La primera, fundamental para entender el cotarro, era la imagen de la pistola. Un fulano bigotudo la iba enseñando al público como quien muestra la verdad de la vida (que a su juicio era la muerte) y con ella en la mano iba indicando que estaba dispuesto a utilizarla si no seguían sus instrucciones. Y la segunda es una imagen en movimiento, el resorte mecánico que se produce cuando trescientos y pico diputados responden al unísono. Oyes la ráfaga de balas y al instante se produce la ola. Fantástico y emotivo. El mensaje era claro como el agua: tengan ustedes miedo.

Por entonces tenía yo veinte tacos, que es más o menos como dieciséis o diecisiete de ahora. Hacía teatro y gozaba de una vida bohemia aunque provinciana. A última hora de la tarde tenía previsto acercarme hasta el Oasis para escuchar un recital poético de Ángel Guinda, que era lo máximo a lo que se podía aspirar un lunes en Zaragoza. En aquella época no existía internet. Ni los móviles, que son un invento de antes de ayer. Si estabas fuera de casa y querías llamar por teléfono, entrabas en un bar o buscabas una cabina. No había ese despliegue de pantallas que ahora te encuentras en cualquier cafetería, en la mayoría de ellas ni siquiera había un triste televisor. Así que me encontré a las puertas del Oasis con la persiana bajada. La persiana era de fleje y se cerraba por los dinteles igual que un acordeón, atrapando el polvo de los extremos y creando una frontera metálica entre el público y los artistas. Recuerdo que habría una veintena de personas congregadas en la reja mientras el propio poeta, del otro lado, nos informaba que había suspendido la función. La orden de suspender el acto no venía del gobierno civil, era fruto del miedo.

Aquella noche se cerraron muchos bares sencillamente por miedo a lo que pudiera ocurrir y cuando llegué a casa me recibió mi padre con una bronca que me pilló a contrapié. Quizá fueran las once, no más y estaba el hombre desencajado. Intentó arrearme un par de mangazos en la mollera sin demasiada convicción, como si estuviera ventilando la habitación y al mismo tiempo trasmitiendo de paso un ápice de sentido común en aquella cabeza de chorlito, pero aquellos soplamocos no tenían otro objetivo que amansar el manojo de nervios que le tensaba por dentro. Para entonces ya me había hecho cargo de la situación y era consciente del problema, pero era incapaz de sentir miedo. Y la verdad es que nunca me he visto como un tipo valiente. Tan sólo tuve la suerte de no sufrir la primera onda expansiva, la que se proyecta con la información y que suele hacer mella entre los más mayores. Una vez que escuché las noticias de la radio comencé a preocuparme, pero era ya demasiado tarde para que el miedo cuajase en mi persona. Sin embargo, estaba muy expectante. Hasta que no apareció ese mamarracho armado con una pistola en el congreso de los diputados, lo que ocurriera allí no parecía tan importante como para sostener el interés de la gente, y eso que iban a sustituir a un presidente del gobierno por otro. Desde luego aún no existía esta sensación de hartazgo que tenemos ahora con los políticos, aunque sí cierto desinterés.

Esta algarada puso en guardia a la casta, que se protegió de sucesivas intentonas ampliando el rango de su seguridad y a partir de entonces ya no fue tan fácil acercarse al edificio de la Carrera de san Jerónimo. Y mucho menos entrar. Se convocaron manifestaciones para defender la democracia, interpretando que la voluntad popular residía precisamente en aquellos señores que fueron secuestrados por los golpistas, cuyas caras más visibles saldrían de la cárcel años después sin retractarse y cuya trama civil se evaporó en la neblina de los acontecimientos. Es chocante que hoy, cuando se cumplen treinta y dos años de aquella asonada, salgan a la luz pública unas memorias de Sabino Fernández Campo –antiguo secretario general de la casa del rey- que desmienten por completo la versión oficial de lo que sucedió en la Zarzuela durante la intentona. Las ha colgado Anasagasti, el senador nacionalista vasco, en su blog y en un extracto de las mismas nos muestra a un rey confabulado secretamente con los golpistas, celebrando con champán la entrada de Tejero en el parlamento. Al margen de la veracidad de lo que se cuenta, cuya comprobación es al menos tan compleja como creerse a pies juntillas el mito del monarca que se nos vendió entonces, salta a la vista que la ingenuidad que manteníamos durante el siglo pasado con respecto a los cargos públicos resulta imposible de sostener en el presente.

Las medias tintas

En ciertos asuntos resulta complicado averiguar dónde empieza la mentira o dónde acaba la verdad. Según nos corten el bacalao sacaremos conclusiones diferentes, incluso podemos cambiar de postura en cuestión de horas. O de años. Hubo una época en que el fútbol, por ejemplo, estaba mal visto entre la progresía y en cambio ahora, los mismos que antes despotricaban, se declaran incombustibles aficionados al balompié. Pues algo similar ha ocurrido con los toros, pero a la inversa. Podríamos decir que si el fútbol le interesa a todo el mundo resulta que los toros no le gustan a nadie. Y no es cierto, aunque tampoco es falso del todo. Hago constar en mi defensa que a mí los espectáculos sangrientos y los deportes de masas me producen urticaria Lo habría llevado fatal si hubiera nacido entre los mayas o entre los romanos, al menos durante esas épocas en que el deporte y la fiesta se confundían de tal manera con una batalla campal que rara vez no terminaban con la muerte de alguien. No dudo que jugarse el pellejo pueda resultar emocionante, pero si hay algo más emotivo que diñarla en una guerra es morir a las puertas de una discoteca y creo que ya tenemos suficiente insania en la vida como para ir buscando en el toreo un plus de peligrosidad.

Los defensores de este sector ganadero alegan que el toro nació para embestir en los cosos igual que los galgos vinieron al mundo para perseguir una liebre mecánica en las carreras. En esta línea de pensamiento, a la que suelo calificar de absurda, podemos añadir ya cualquier conjunto por vacío que fuera. Desde que las perdices vuelan para ser tiroteadas en un coto y acabar luego en las panzas de los enamorados (no en vano la digestión de estas aves es sinónimo de felicidad en los cuentos infantiles), hasta afirmar sin sonrojo que los canguros saltan y dan brincos para que les echen el lazo y fabriquen después con su piel unas zapatillas deportivas. ¿El fin justifica los medios o no los justifica? Podemos convertir a un delfín en Flipper o a un conejo en Bugs Bunny, dependerá de nuestros gustos e intereses, incluso de nuestras creencias, pero si protegemos las corridas de toros bajo el paraguas de lo cultural tendríamos que reconocer primero nuestra incapacidad para resolver las contradicciones. No es que confundamos la causa con el efecto, parece que aún tenemos serias dificultades para digerir la realidad. Lo que para unos representa una muestra de valor para otros es el fruto de la desesperación o una forma cruenta de ganarse la vida. Da la sensación de que existe una vara de medir la violencia que somos capaces de soportar y que una vez pasamos el listón nos da lo mismo ocho que ochenta.

Lo que me deja un tanto confuso es que haya personas a favor de las corridas y que sin embargo les produzca náuseas entrar en un matadero. O viceversa. Nadie les obliga a ser puristas, desde luego, ni siquiera a mantener una mínima coherencia entre la teoría y la práctica. Lo que me asombra es que haya gente en contra o a favor basándose en peregrinas razones estéticas. En cualquier caso, estarán conmigo en que resultaría extraño ver a un vegetariano aplaudiendo las chicuelinas de un torero o los puyazos de un picador, sin embargo hay muchos carnívoros que desprecian semejante fiesta o semejante calvario, escojan el adjetivo que prefieran. Es como si el ámbito sociológico de las corridas de toros hubiera reducido mucho su espectro. Dentro de las actividades folclóricas, no deja de ser preocupante que las de mayor arraigo -en la conciencia más casposa- tengan que ver con el dolor o la muerte. Quizá el mismo público que asiste a una velada de boxeo acuda también a las plazas de toros y a las procesiones de semana santa. Y si me apuran, quizá este público sea el mismo que los celebra después yéndose de putas. No lo descarto. Al fin y al cabo la asistencia a este tipo de astracanadas parece valorada en exceso y con frecuencia se reservan para ellas los mejores espacios y los horarios más populares, además de unos dineros que podrían emplearse en asuntos más perentorios. No voy a ser yo quien condene las corridas de toros mientras me como un filete, pero veo el mismo arte en dar la puntilla en una plaza que en tirar de motosierra en mercazaragoza. La segunda opción pierde en folclore lo que gana en colorido, y eso que los operarios carecen de burladeros, no visten traje de luces ni reciben aplausos por la faena. Y no confundan la sirena de la fábrica con cambiar de tercio a golpe de corneta, basta con ver el mandil.

Visión cortical

No se puede decir que haya comenzado el año con buen pie, aunque a toro pasado tampoco lo empecé malamente. A veces me doy cuenta de un desastre porque me viene de frente y otras de rebote, como por casualidad. Debo reconocer, para sumar puntos, que el declive en el que estamos inmersos hace imposible establecer diferencias entre un año y otro, por eso durante la ingesta de uvas en nochevieja me comprometí conmigo mismo a vigilar de cerca el correcto funcionamiento de las cosas pequeñas. Las minucias suelen pasarme desapercibidas, de modo que debo prestar una atención desmesurada sobre lo ínfimo para que no me complique la existencia. Maniobrando a la manera clásica enseguida piensas que más vale prevenir que curar. Este compromiso, de cualquier manera, cayó en saco roto cuando la primera sorpresa del año la provocó el radiador del cuarto de estar, un artefacto de chapa de mediados del siglo pasado que empezó a perder agua produciendo, como no podía ser de otro modo, la consternación entre los inquilinos (dos en total, pero suficientes para formar un conjunto). Y no estoy hablando de un radiador canijo, sino de un trasto tan considerable que no entiendo cómo consiguió escapar a mi percepción.

No soy de los que andan mirando el suelo de su domicilio, y menos a la altura de los zócalos. Las zonas aledañas son pasto de la borra y suelo esperar a que se distribuyan formando capitanas para facilitar su extracción. El tamaño idóneo que ha de tener la borra para ser considerada como basura guarda una proporción difusa entre la higiene, el decoro y las ganas que tenga de recogerla. Ya que uno de los inconvenientes del nuevo piso es la longitud de los pasillos, me ocuparía media vida esterilizar el hogar y no soy de los que limpian sobre limpio. Así que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que el descubrimiento de una falla en semejante localización cabe atribuirse a la visión cortical. Y no la mía precisamente, sino la de mi compañera sentimental que, en un barrido ocular, debió fijar en el inconsciente la imagen de una válvula goteando sobre las baldosas. Desconozco el tiempo que llevó a su cerebro procesar la estampa. Desconozco también si el mío llegó a realizar en algún instante una foto del suceso, pero en caso afirmativo es obvio que acabó despreciándola, circunstancia que me conduce a elaborar desde entonces amargas conjeturas y extraños augurios.

Salvo que confraternicemos con patanes, la vida en pareja multiplica las posibilidades de emprendimiento común, empezando por la convivencia en un mismo inmueble, repartiendo después las tareas y reduciendo de una forma elegante el porcentaje de equívocos, desaciertos y accidentes domésticos hasta rozar el mínimo imprescindible. El mínimo, hablando de parejas, depende de la idiosincrasia de cada una. Las hay que viven en un completo desastre y sin embargo disfrutan del caos sin prejuicios, y las hay que no se dan cuartelillo ni un nanosegundo y empiezan a preocuparse cuando todo va bien. El espectro de las conductas humanas es tan amplio que resulta complejo dedicar un minuto a los radiadores. Sobre todo si dan calor, que es de lo que se trata. Bastante tienes con vigilar la temperatura, no vaya a ser que de la euforia brote un día la depresión tras contemplar la factura del gas. Mientras me preguntaba para qué diablos serviría una válvula, cuál es su aspecto y dónde se oculta, la visión cortical empujó a mi compañera hasta el lugar exacto del problema, induciéndola a colocar bajo el radiador una fiambrera. Aunque yo hubiera dispuesto una tinaja, estuvimos repentinamente de acuerdo en apagar la calefacción y notificar la urgencia al casero, al que tendríamos que localizar en un refugio de alta montaña. Esto ocurrió la semana pasada, cuando el temporal de nieve estaba en lo más álgido.

Como a menudo confundo la visión cortical con la imaginación, levanté en mi cerebro la imagen del casero y la pegué después sobre el fondo de un ibón, del cual iba descendiendo garboso mientras guiaba a un grupo de montañeros de vuelta al refugio. No en vano tal es su oficio, el de guiar a la gente por el Pirineo, y esta circunstancia laboral sumada a la altura del enclave no facilitaba la comunicación telefónica. Cuando saltó el buzón de su móvil comprendí que carecía de cobertura. Dejar un recado sobre calefacción a una persona que seguramente estaría pasmándose a la intemperie no se me antojó razonable, de modo que le envié un correo electrónico. Lo leería después de comer, a la hora del café y estirándose frente al viejo ordenador de recepción. Supongo que descansaría la vista en la ventana, justo allí donde iban cuajando unos chupones de hielo cuya mera contemplación destemplaba el alma. Pero como nada de esto induce a pensar que nuestro casero goza de visión cortical, lo cierto es que terminé abandonándome a la idea de que esta ausencia responde quizá a una cuestión de género. De otra manera podría haberla utilizado en un principio, antes incluso de poner en alquiler la vivienda que ahora habitábamos, dándose cuenta -por ejemplo- de que el radiador, con el trascurso de los años, se iba desencajando de la pared y al pesar igual que un muerto lo mismo terminaría dañando la válvula.

A esta conclusión llegó mi compañera sentimental mediante una observación rigorosa. Entre tanto, yo me dedicaba a mirar de reojo la interesante postura que había tenido que adoptar para alcanzar semejantes conclusiones, y me preguntaba de paso si la única visión cortical de la que disfrutábamos los hombres estaría de algún modo ligada con la sexualidad. A falta de un escáner y la correspondiente trepanación, entendí como prueba suficiente la de cerrar los ojos y reconozco que no tuve problema en generar una detallada diapositiva de todas sus maniobras en mi cerebro.

 

Lo que nunca cambia

Creo que ya me voy sintiendo los talones. Me he dado cuenta de que tenía talones no porque hubiera notado de repente un escozor en las plantas de los pies, sino cuando he visto a un zutano haciendo rapel por mi balcón y una garrampa me ha recorrido el cuerpo desde la nuca hasta los astrágalos. El chisporroteo se produjo cerca de ambos calcáneos y hablando con propiedad en las fascias plantares, justo donde los reflexólogos podales dicen que conviene masajear a conciencia para que el nervio ciático quede tan suave como unas malvas. Sentarse al ordenador y observar que alguien se escurre alegremente edificio abajo mediante una cuerda no sólo te puede dejar helado, también favorece el rencuentro con ciertas zonas de tu chasis, aquellas que dabas por muertas y enterradas. Según los fisioterapeutas, aquellos supervivientes que, tras haberse calzado el camino a Finisterre desde Zaragoza, no manifiestan dolor alguno y están más sanos que en el momento de su partida, desarrollan en su vida cotidiana un equilibrio mental y emocional de similar fortaleza, que les ayuda a soportar cualquier esfuerzo sin excesivos efectos secundarios. Estoy convencido de que no es mi caso. A la hora de sufrir, y más aún si el tormento va a durar treinta y siete días consecutivos, se produce una alerta general en los cinco sentidos pero mi cuerpo en su conjunto entra en estado de «stand-by». Si pega el sol de canto sudo a raudales y durante el soponcio me duelen músculos que hasta entonces desconocía, pero a la hora de la paliza siento todo el organismo de una manera similar a cuando recuestas la cabeza sobre un brazo para dormir y no hay forma de que responda al despertarte. Falta el hormigueo, es verdad, aunque el letargo es tan obvio que da miedo.  Seguir leyendo

Camino de Finisterre

Ya llevaba unos días sin escribir una crónica. Se me ha hecho muy cuesta arriba encontrar un tema adecuado, pero como se impone la realidad frente a cualquier contingencia he pensado que podría comentar en voz alta las razones que me empujan a lanzarme este verano a la aventura. La primera, y no por ello menos fundamental, es someterme a una cura de adelgazamiento. No hay nada como sufrir los rigores de una interminable caminata para perder unos kilos. Y la segunda, mucho más interesante, supone descubrir con paciencia aquellos vericuetos que la tradición católica ha ido enterrando bajo gruesas capas de credulidad. Mientras la primera razón es una consecuencia de la segunda, la última constata la necesidad de desmontar clichés y apropiaciones que durante siglos se han ido superponiendo en el más famoso de los caminos peninsulares, el que recorre nuestro mapa por el norte, de este a oeste, hasta desembocar en el fin del mundo: Finisterre. Seguir leyendo

El Parque de la Memoria

Ahora que entra a raudales la luz del sol por el balcón resulta que me duele la cabeza. La cefalea me obliga a recordar con un cariño agnóstico mi viejo y umbrío entresuelo, esa gruta donde hibernaba como un oso, lo mismo en verano que en invierno, porque  la fresca —completamente ajena a las estaciones— se apoderaba del inmueble durante todo el año. Me sumergí tanto tiempo en las profundidades de aquella  caverna que, acostumbrado a la humedad y las sombras, concebí un planeta algo menos brillante y mucho más lúgubre, hasta el extremo de sufrir fotofobia. No es un error, se me antoja un castigo…

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