Los Gadafi son una ancha familia de buitres degenerados que campan a sus anchas por el territorio. Conceden a su capricho y mediante suculentas prebendas las concesiones y licencias de explotación a las multinacionales del ramo, unas sí y otras no, de modo que no resultaría complicado averiguar quiénes abastecen de armamento al régimen que gobierna y quienes están suministrando material bélico a los rebeldes que se oponen. Incluso quiénes juegan a las dos bandas.
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El peso del mundo
Las teorías de la conspiración no surgen por generación espontánea, nacen más bien de la falta de credibilidad que tienen algunas explicaciones que nos regalan nuestros jefes. Los gobiernos, cuando se producen atentados, guerras e incluso desastres naturales, en ciertas ocasiones ofrecen a la población unas versiones tan infantiles que resulta lógico cuestionar sus palabras.
La misma piedra
El ojo humano, si funciona, abarca un espectro repleto de matices sin embargo nos empeñamos en ver la realidad sociológica en colores sepias. El blanco y negro sigue teniendo pegada.
Desesperanza
La indignación está dando paso a la desesperanza, aunque es difícil saber si sufrimos por reflejo o gracias a la provocación. Hace unos años colocabas un téster en cualquier cerebro y echaba humo, en cambio ahora ni se mueve la aguja. Las encuestas no prestan la más mínima atención a la política. La confianza en los representantes no está por los suelos ni aburre a las ovejas, sencillamente no es tema de conversación. Tan sólo los radicales, es decir, los afiliados y creyentes de siglas partidistas, le dedican al asunto varios minutos e intentando no hacer proselitismo, porque resultan cargantes y han perdido la credibilidad. Como la mayoría de la población está saturada de palabras y buenas intenciones, se deja llevar por las imágenes. No hemos llegado a ver en nuestras calles que arrastren a un sujeto por las piernas y le prendan fuego, Europa no es Haiti. Mediante una simple comparación podemos decir que nos quejamos de vicio. Puestos a encontrar semejanzas resulta que en este estúpido juego de rol que es la existencia nos ha tocado vivir en el paraíso terrenal. Sin casa o sin trabajo, incluso viviendo en un cajero automático, es evidente que aún no estamos en el abismo. Existe un margen para el deterioro que los políticos siembran de frases, un precipicio que al contemplar ciertas fotografías nos corta la respiración y espanta el ánimo: entre la penuria más absoluta y la miseria que clama al cielo, el cable de la vida todavía puede tensarse en el Caribe hasta provocar una agonía infinita. Al dolor del hambre le sobreviene de pronto un terremoto, la inaguantable exigencia de sobrevivir a calvarios que se ligan sin esfuerzo, como si un desastre llamara a otro y corriera la voz, dando lugar a la horripilante llegada de tipos salidos del Averno, individuos que te atan una cuerda a los tobillos, te dan un paseo entre los escombros y después te queman vivo. Así es el planeta Tierra, así es el reino de la desolación. Las excepciones que confirman la regla no son otra cosa que un vergel incomprensible, el limbo al que huyen los supervivientes buscando refugio. Un espacio donde ya no existe la indignación.
La varita mágica
Ya se habrán enterado de que al presidente de los Estados Unidos le acaban de regalar el premio nobel de la paz. No por méritos propios, es de entender, sino para que vaya haciendo algo al respecto. La gente está encantada porque nunca ha conseguido una persona ser tan popular sin tener que dar un palo al agua. Hay miles de almas cándidas en el planeta que a diario se dejan la piel luchando —por ejemplo— a favor de los derechos humanos y en contra de las enfermedades y el hambre. Las causas que defienden se evaporan tras un montón de noticias que, en comparación, podrían calificarse de idiotas. Sin embargo, la esperanza que provoca la llegada de un hombre de color a la más grande de las poltronas origina tal expectación que sin llevar un año gobernando se le otorga el máximo de los galardones. ¡Qué suerte!
Es cierto que el premio en cuestión está muy devaluado, pero en lugar de abrillantarlo un poco los nórdicos se empeñan en quitarle lustre através de los años. Dudo que un presidente de gobierno como el norteamericano necesite a estas alturas un empujoncito, ni siquiera para conseguir la paz entre los palestinos y los israelíes, ya se encargan los lobbys de mantener a raya toda esperanza. Incluso comprendo que los yanquis necesiten una compensación en su imagen pública tras perder los juegos olímpicos, pero me parece una sobrada. Sería menos escandaloso crear el premio nobel de la guerra que darle la vuelta al calcetín para que parezca otra cosa. Los Estados Unidos siguen en Irak y también en Afganistán, todavía no se ha desmantelado Guantánamo. De hecho hay más guantánamos cerca de Kabul y aún más denigrantes y los americanos no tienen ni repajolera idea de cómo ni cuándo los van a desmontar. El simple esfuerzo de pregonar que están en el ajo tal vez merezca un aplauso, pero es triste asistir a este peloteo mundial, que carece de crítica y sobre todo de fundamento. Hacer la ola constantemente al señor Obama terminará un día llevando a los comensales a jalearle los gases que suelte en cualquier comilona. Si ya de por sí es peligroso depositar tantas esperanzas en un sólo sujeto, todavía parece más ridículo otorgarle cierto poder moral sobre sus semejantes, so pena de abocarlo a morir de éxito en el empeño.
Por la misma regla de tres podrían darle igualmente el premio nobel de medicina, para ver si logra en su país que los ciudadanos gocen de una asistencia sanitaria gratuita. O el premio nobel de astronomía, para que empuje a la NASA y envíen un cohete tripulado hacia Marte. Dar un premio a priori es como regalar un moto a un escolar para ver si aprueba el año que viene. Tiene su encanto, pero es tan surrealista que produce perplejidad. ¿No sería mejor invertarse un premio nobel —patrocinado, si quieren, por Red Bull o Coca Cola— que actuase como vigorizante o que sirviera de estímulo? Supongo que no les daría la misma marcha, pero guardaría al menos cierta proporción. Ahora que se sortean los honoris causa entre los mandames del planeta y que las universidades se pelean entre ellas para regalar las togas a famosos de toda laya, los tribunales que otorgan premios, diplomas, medallas y condecoraciones tendrían que comprender que la reputación se alcanza con otra vara de medir.
Los intocables
A mayores problemas económicos, mayor conservadurismo internacional en las urnas. Portugal y Alemania van girando a la derecha. Aunque no se sabe dónde habita la izquierda, y comenzamos a entender que sólo se ha probado de forma esporádica en el planeta, la peña sostiene que durante los periodos de crisis es precisamente la chusma que se ha enriquecido con los robos y los desfalcos la única capaz de sacarnos del caos. Resulta apasionante creer que los ladrones, en un mundo de atracos, cortan el bacalao mejor que la gente honrada. El único contratiempo de los que se dedican a la mangancia es que tengan la caja vacía, mientras se la vayan llenado miel sobre hojuelas. Los corsarios de las finanzas están contentos porque después de darnos el palo los gobiernos les han vuelto a llenar la saca y visto que la jugada les ha salido redonda nos siguen robando a manos llenas. Así da gusto.
El capitalismo mondo y lirondo ni por asomo puede plantearse ajustar los magníficos salarios de jefes, ejecutivos, brokers y demás pandilla, porque son los que nos zurran la badana. Subirles los impuestos es una locura, porque cogen la pasta y se la llevan a otra parte. Además lo hacen en plan electrónico, o sea, con banda ancha y en veinte segundos. Los sabios exploradores de la economía nos hacen creer que los paraísos fiscales ya no son lo que eran, que hay una lista negra de países turbios y que se investigan las cuentas numeradas. Los «off share» —que en inglés queda más fino que en castellano— se han puesto a colaborar que da gloria verles y se comprometen a pasar información del dinero negro que corretea por sus naciones. Los paraísos fiscales firman que van a ser muy transparentes y entonces salen de la lista negra. ¿Con quién firman y con quién colaboran? Pues firman y colaboran entre ellos. Andorra firma con Gibraltar y con Mónaco, las Islas Caimán con Antigua y Barbuda, Singapur con las islas Cook, y a otra cosa mariposa. ¿No es fantástico? Basta que los paraísos fiscales se comprometan a formar un holding de intereses para que se les considere buenos chicos. ¿Será culpa de los ninja?
A la sociedad en su conjunto le han calado hondo las hipotecas ninja. A su alrededor se ha ido gestando la explicación más facilona de la crisis. El problema, sin embargo, está en los gestores, técnicos y ejecutivos que se lucraron vendiendo casas a quienes no podrían pagarlas nunca, y que siguen hoy haciendo de las suyas sin que nadie les eche el guante. No hay leyes que impidan forrarse a los sujetos que emplean viejos timos de carácter piramidal. Y si las hay, no se aplican.
Las deudas contraídas gracias a los impagados han creado agujeros maravillosos en los bancos y los gobiernos del planeta no han hecho otra cosa que convertirse en avalistas de su rapiña. Un timo se tapa con otro y abre camino al siguiente. La deuda se alimenta de otras deudas y genera intereses y comisiones, que luego pasan a bolsillos de los timadores en un pispás. ¿Qué hacen con esa pasta? Llevársela fuera. ¿Y cómo se cierra después una deuda tan interminable? A escote. Se suben los impuestos y ya está. En un estado del bienestar, subir los impuestos no tendría que ser tan inquietante, lo lamentable es que se haga para tapar los agujeros que han dejado los que se pusieron las botas.
Merece la pena ver la película «El soplón», que se proyecta en las salas de cine, para hacerse una idea de hasta dónde llega la corrupción en las corporaciones. Resulta deslumbrante observar lo fácil que es llevárselo calentito cuando se goza de manga ancha en una multinacional, de modo que ni sienten ni padecen las crisis estos ciudadanos intocables, sin tacha y de buena posición, cuando suben los impuestos. No les afecta porque tienen donde agarrarse. Los ladrones de guante blanco —los jefes y el estrecho círculo que les rodea— ven caer a dos o tres testaferros y ahí termina la historia. Ningún país les mete en cintura porque, sencillamente, son ellos los que trinchan y cortan. Da lo mismo quien haya en el poder, el timo no termina nunca. Como mucho se transforma.
Legítima Defensa | Agujeros del Espacio | Iwa
La Oficina • Capítulo 17 | «Te ayudo a cocinar», blog de David
Los hermanos Dalton
Joe, Jack, William y Averell, de menor a mayor en su estatura y de más a menos respecto a la edad, constituyen la imagen escalonada de la maldad idiota en los tebeos de Maurice de Bévère. Maurice, internacionalmente conocido por el apodo artístico de Morris, es el famoso dibujante belga que creó a Lucky Luke, el sheriff que disparaba más rápido que su propia sombra, y a un chucho medio lelo, Rataplán, que de cuando en cuando se encontraba con los Dalton, casi siempre después de que se fugaran de una penitenciaría. Morris murió en 2001—a los 77 tacos y tras haber sido operado de una rotura de fémur— debido a una caída tonta pero fatal. El dibujante se inspiró en los auténticos hermanos Dalton, una cuadrilla de forajidos de finales del siglo XIX y parientes de otra famosa pandilla —los Younger—, infatigables colaboradores del mítico Jesse James.
Los verdaderos Dalton fueron quince, pero no todos se dedicaron al noble arte del robo a mano armada. Uno de ellos, incluso, fue ayudante de alguacil y se llamaba Frank. Cuando Frank tenía que reclutar una partida de ciudadanos para perseguir algún delincuente, enseguida se ponía en contacto con sus hermanos, que le respondían con facilidad. Gracias a la colaboración en este tipo de somatenes, los hermanos le fueron cogiendo el gusto a los revólveres y se vieron envueltos en numerosas refriegas. El lejano Oeste americano era entonces el polvorín de las sanas virtudes de Bonanza, Cimarrón y La casa de la Pradera, por citar sólo algunas series televisivas que expresaron la eterna y maquiavélica pugna entre el bien y el mal de los escopeteros.
Linchamientos y racismos aparte, fue en ese cocido donde los auténticos Dalton vieron nacer los ejércitos populares de la vieja Oklahoma, gentes que por millares recorrían los condados sin otro quehacer que perseguir a los ladrones que estaban en busca y captura. Era tal la pobreza y el caos que reinaba en los estados yanquis que se convirtieron en mercenarios y cazarrecompensas. Bastaba con dominar un arma de fuego para ejercer como pistolero en un rancho y resulta instructivo conocer los entresijos de dicha época para entender lo que ocurre hoy. Desde la asociación del rifle a las corporaciones que fabrican armamento —y que actúan como lobbies de presión en los gobiernos—, pasando por la mentalidad que impregna los denominados ejércitos privados de seguridad e incluso los ejércitos de titularidad pública, que suelen engrosar las filas de la OTAN, tienen su raíz y orígen en aquellas singulares partidas de reclutamiento popular que se orquestaban en cualquier pueblucho del lejano Oeste americano.
Como las placas de sheriff, igual que cualquier uniforme, se conceden con una simpleza que hiere el sentido común, allá por el siglo XIX a uno le regalaban la estrella con tal de que demostrara un poco de entusiasmo. El ayudante de alguacil, Frank Dalton, recibió un tiro en una refiega de balas y nunca se supo si se lo metió en realidad un fulano de otra partida, algún sospechoso o quizá un miembro de la banda perseguida. A la semana siguiente se organizó una nueva batida donde se produjo un tiroteo entre alguaciles y la escalada resultó imparable. Los Dalton, para vengar en un principio la muerte de su hermano Frank, montaron su propia cuadrilla y camparon después a sus anchas por toda la zona. La frontera entre la ley y la codicia es tan absurda que se pueden recaudar impuestos y perseguir delincuentes con una pistola al cinto sin saber para quién trabajas y si el sueldo de veras compensa los riesgos. La diferencia entre los Dalton y los mercenarios de cualquier guerra actual es una cuestión de tecnología. No es lo mismo un revólver que un AK 47, pero la mentalidad es la misma.
El Viaje de Peter McDowell • Capítulo 10 | Las Galaxias
La Oficina • Capítulo 10 | El Brinco
Muertos de hambre
Las Naciones Unidas acaban de decir que hay en el mundo más de mil millones de personas que pasan un hambre cainita. No hablan de gente pobre, sino de la peña que no tiene un cuscurro de pan que llevarse a la boca. Carecen de hipoteca, no pagan letras del coche y no viven al día, sino al minuto. No tienen ni zorra idea de lo que es un subsidio y llevan los pies descalzos o los zapatos de otro, si es que aún conservan las piernas. En cuestión de moda se ponen la primera ropa que encuentran, y siempre con el propósito de abrigarse o cubrirse del sol, rara vez por vergüenza de enseñar las costillas. Este tipo de sentimientos son un lujo. Evidentemente no gozan de un trabajo y si lo tuvieran tal vez les faltaran las fuerzas para mantenerlo hasta que cobrasen el primer sueldo. Si logran conciliar el sueño se duermen incluso encima de una piedra y no llevan la cuenta de las enfermedades que podrían aquejarles porque la cabeza no les da para fruslerías, bastante fortuna les regala la existencia si consiguen olisquear una pieza de fruta en un tenderete. No les digo un pollo asado, porque les desmonta el estómago, les viene una malagana horrorosa y se desmayan como una hoja de papel. Ser pobre de veras te coloca en un territorio mental donde ni siquiera te ataca la envidia. No hay asco ni pena, tan sólo reina el dolor y el abandono, la náusea y el desamparo.
Esta parrafada podría tildarse en el primer mundo como demagógica en cualquier cena, y sin ningún remordimiento de conciencia se cambiaría de tema o se fijaría la vista en el televisor, nuestro electrodoméstico favorito. Para evitar comernos el tarro, porque a los postres no es plato de gusto contemplar famélicos ni pordioseros, podemos utilizar el clásico argumento del hambre en el mundo para cargar contra políticos y banqueros. Resulta muy socorrido, permite dar un rodeo evanescente para despojarnos de la culpa y deposita la responsabilidad en los jefes, a los que el asunto les importa un bledo. Si la gente de buen vivir hubiese destinado tan sólo el 1% del dinero que han tirado al retrete —para luchar, eso dicen, contra la crisis— mil millones de personas no estarían ahora con un pie en la fosa. Todos recibimos docenas de correos electrónicos, en los que se proponía utilizar el pastón que se estaba regalando a los bancos para terminar con la desnutrición. No se hizo. Al revés, los gobiernos dejaron de pagar su factura al programa mundial de alimentos. Cada año, para dar de comer a cien millones de habitantes, se necesitan casi cuatro mil millones y medio de euros y sólo se han puesto sobre la mesa menos de mil ochocientos millones. La solidaridad entre los países ricos y los pobres ha descendido al nivel más bajo en los últimos veinte años.
El Viaje de Peter McDowell • Capítulo 8 | Mercurio y Venus
La Oficina • Capítulo 8 | Llueve
Hampa
«Me está gustando darle azotes en el trasero. Sí, me gusta darle. Ella me dice: sé que te gusta azotarme. Y yo le digo: sí, porque eres una chica muy mala». Ésta es la insustancial conversación que mantenía el político Michael Duvall, durante una sesión parlamentaria con su compañero de escaño en el Congreso norteamericano y sin darse cuenta de que estaba dándole a la lengua con el micrófono abierto. «Tenía un parche como ropa interior y el otro día, el jueves, se lo puso y eso que el miércoles habíamos hecho el amor sin parar». Candentes palabras que salieron de la boca del insigne conservador republicano, con una edad de cincuenta y cuatro tacos, casado y papi con un par de criaturas, y fervoroso defensor además de la familia tradicional. Al mismo tiempo el impresentable sujeto mantiene relaciones con dos amantes. No es el único caso de doble moral —o de moral cero, para ser más preciso— donde un tipo de mentalidad facha se lo pasa fetén haciendo justo lo contrario de lo que predica cuando sale del parlamento. Descubierto de manera tan palmaria acaba dimitiendo horas después, pero el mundo político anglosajón nos sorprende tan a menudo con casos semejantes que el morbo y la costumbre se emborronan.
El ámbito mediterráneo sin embargo parece más permisivo. El caballerete italiano, un tal Berlusco, se aferra con los dientes a la pomada del poder e incluso se lleva en secreto a tomar un cafelito al tonto de Peta Zeta en avión hasta su innombrable villa Certosa, en la isla de Cerdeña, donde se encuentra el prostíbulo presidencial italiano y donde las velinas y escort ejercen sus labores. A este mengano le han pillado tantas veces en falta que habría que inventar un número imaginario para calificar su estupidez. Y sin embargo le importa un bledo. Hace chanzas groseras, resulta imbécil en sociedad y encima aconseja sobre su masculinidad a cualquiera que ose preguntarle. Mucho me temo que ha decidido aconsejar «de hombre a hombre» a Peta Zeta, llevárselo al huerto de la confidencia y mostarle así su casita de campo para que vea en vivo y en directo que no hay nada nocivo en sus costumbres. El «Mundo Berlusco» es divino. Un fulano como él jamás pagaría los servicios de una lumi, porque las mozas caen rendidas a sus pies con sólo echarle un vistazo, tal es su don de gentes y su sex-appeal. El atractivo real de zutanos de esta calaña es sin embargo la mafia que le rodea, los tentáculos que enganchan a la política con la empresa y el largo brazo del Hampa. Mientras la prensa se centra en su zarrapastrosa sexualidad, Berlusconi suma dígitos y engorda la cuenta.
Intelectuales y artistas italianos levantan la voz para afirmar que tras este individuo se esconde una operación fascista, cuando lo único que ocurre realmente es que el país hace años que está siendo dirigido por el Hampa. Desde allí extiende su ámbito «natural» hacia nuestra península, donde la mafia rusa, las triadas chinas y la camorra van ocupando espacio frente a la economía tradicional. Ahora que la Audiencia Nacional se plantea muy seriamente aplicar la ley antiterrorista a los grupos nazis, en un alarde de ingenuidad tal vez deberían comprender los jueces que la estrecha alianza de ciertos holdings con organizaciones de índole mafiosa representan un grave peligro para el sistema democrático.
Donde no es capaz de llegar el dinero termina apareciendo el secuestro o el tiroteo. La corrupción contamina las instituciones a golpe de talonario y si no logra sus propósitos emplea otros medios. Podemos entretenernos escuchando las sandeces y miserias de los políticos más conservadores, gente que abre su bocaza soltando inconveniencias, que descubrimos en cualquier burdel o que de repente caen en el descrédito. La frontera de la legalidad es difusa y detrás de maneras y costumbres tan incompetentes late siempre la mano oculta del Hampa. Es la mano que compra y vende, encumbra y derriba, y juega sus cartas. La sexualidad de esta peña sólo es un recurso humillante pero barato, la punta del iceberg.
El Viaje de Peter McDowell • Capítulo 6 | La Luna
La Oficina • Capítulo 6 | Un vistazo a Nueva Zelanda
La raíz
El increíble Aznar sigue dando la brasa con que el hecho de conservar nuestra historia es lo mismo que mantener —supongo que en formol— las raíces del cristianismo peninsular. Se remonta este individuo a la época de Pelayo y a la reconquista de las taifas moras, promoviendo una Europa trasnochada, proteccionista en lo económico y frente a la diversidad, y en su pensamiento retrógrada.
Este barro mental, a juicio de nuestro superhombre, es lo que priva en Europa, que para él se reduce a Polonia, donde estudian el catecismo y se refugia la retaguardia vaticana. No se da cuenta el increíble Aznar de que se ha quedado más sólo que la una. El planeta de los políticos es hoy más hipócrita que ayer pero menos que mañana y se puede conseguir lo mismo —como hace Obama— sin necesidad de caer en el ridículo de Aznar o el estupefaciente descaro neoliberal de su amiguete Bush.
A estas alturas de la película es cuando Obama se despierta y suelta la sandez de que «ha llegado la hora de tomar medidas». Lo dice después de volver de vacaciones y habiendo pasado ocho meses desde que tomó posesión del cargo, el pasado 20 de enero. A saber lo que ha estado haciendo hasta hoy, aparte de compararse con Kennedy. No hay más que ver a Peta Zeta, que no tiene complejos en retratarse con Berlusconi, un sujeto despreciable donde los haya y que —a falta de mejor piropo— se califica como el mejor primer ministro de Italia.
Que sea el jefe de un país europeo no significa que haya que aguantar sus chanzas, pero las tolera y ahí están los dos reclamando una política de inmigración para el continente. Así que no es necesario convertirse en un fantoche como Aznar para seguir el juego de las corporaciones y los intereses financieros, con escuchar al presidente de la Generalitat, que se describe como un socialista, basta e incluso nos sobra. Míster Montilla se ha desinhibido tanto que otorga a los fachas el derecho de manifestación, acogiéndose además a que las gentes de Arenys de Mar no hacen otra cosa que echar leña al fuego y darles cuerda proponiendo consultas por la independencia catalana. ¿Será lo mismo imponer dictaduras que buscar la secesión? Y en ese supuesto, ¿acaso no tienen igual derecho también los republicanos a manifestarse porque los fachas hayan logrado llevar al Tribunal Supremo al juez Baltasar Garzón? Nunca se sabe. Todo depende de los intereses y de los pactos. Y el más viejo es precisamente el borrón y cuenta nueva de la Transición, que levantó la enorme hipocresía política que nos envuelve. La raíz del problema, a la que nunca se alude pero que siempre aparece, es la desgraciada manera en que se cambió de régimen en este país, donde su herida fue al mismo tiempo su remedio. El silencio cubrió de polvo los cadáveres de las cunetas y de miedo las conciencias.
Desde los años 70, la raíz se ha ido enterrando en escombros, conflictos y problemas, tantos que es imposible volver atrás y analizarla con lupa sin caer en la vergüenza propia y ajena. La nueva «realidad aumentada» que impone la tecnología en nuestras vidas acaba además con todo aliento de justicia y nos devora a diario la mollera con jolgoriosos entretenimientos. El último aparece esta vez de la mano de Google Maps, que ha creado un monopoly global para que el pueblo llano disfrute creyendo que compra plazas y calles, rascacielos enteros, mediante un negocio virtual. Se trata del Monopoly City Streets, capricho que se atasca continuamente pero que si tienes «la fortuna» de participar puedes fundirte esos millones de euros —que jamás tendrás— en el noble arte de la especulación urbana. Por un rato podemos sentirnos igual que Rothschild o Rockefeller .
El Viaje de Peter McDowell • Capítulo 5 | Júpiter, el planeta gigante
La Oficina • Capítulo 5 | Pedritobolo y Mundo Siluro