Aferramientos

La gente ya no se acuerda pero al principio de la transición, cuando se produjeron las primeras elecciones, los nuevos diputados y concejales se sintieron marcados por la zozobra y el desamparo. Se vivían tiempos revueltos y la carcundia estaba encolerizada ante la disolución del franquismo como un azucarillo en la democracia, de modo que las caras más visibles de los partidos de la izquierda necesitaban cierta protección. Fue entonces cuando nació el aforamiento y todo el mundo, salvo los herederos del antiguo régimen, contemplaron aquella medida con lucidez. Tengan en cuenta que la policía se empleaba a conciencia en aquella época y tras una carga de caballería no era tan complicado encontrar por el suelo un cadáver. Tampoco era difícil que se disparase una pistola. Repasen los periódicos de la época y comprenderán que el aforamiento de los representantes políticos a finales de los setenta permitió a muchos de ellos que no les abrieran el cráneo de un porrazo durante una manifestación. Los representantes sin padrino, los herederos de la clandestinidad, necesitaban blindarse de alguna manera ante la vieja casta del movimiento nacional y los falangistas de última hornada. Diseñaron y levantaron un poder emergente, con fueros frente a la acción policial y judicial, dotando a las Cortes Generales de fondos suficientes como para resistir un asedio. Hoy, de hecho, almacena más de sesenta millones de euros al margen de su presupuesto legal. Pero lo más importante fue que los nuevos diputados y senadores, alcaldes y concejales compartían escaño en igualdad salarial con los herederos de la dictadura, reconvertidos a la democracia por arte de birlibirloque y sostenidos por los poderes fácticos.

El aforamiento —o la inmunidad de los representantes públicos— analizado con la perspectiva que ofrecen cuarenta años de chapa y pintura, fue una jugada maestra. Permitió a las viejas familias adineradas mantener su poderío económico mediante una ley simplona, la que garantizaba a los colaboracionistas de la transición un señorío ilusorio, un trato especial que hasta ese momento sólo percibían ellos, sus allegados y los que tuvieran a bien designar para que se ocuparan, como dios manda, de sus intereses. Estamos hablando de una época en la que se atropellaban los derechos de la gente por inercia y por costumbre, como quien pasa la mopa para abrillantar el terrazo.

A tal punto llegó la farra que se extendió el uso de una frase que hoy causaría cierto impacto viral, la ya mítica “usted no sabe con quién está hablando”, y que permitía a cualquiera promover una pausa durante una lluvia de hostias. Aquí entonces sólo te salvaba de la quema el ser alguien o darte ínfulas, y como hubiera hecho cualquier conde o marqués ante un trato indigno o vejatorio, impropio de su alcurnia y su cuenta bancaria, nos soliviantábamos también los demás con la esperanza al menos de ser sometidos mediante una causa por ridícula que fuera. Hace cuarenta años pedíamos a la policía, no ya que se identificaran ellos, al revés, que antes de repartir estopa nos tomaran en consideración. No por gusto sino para establecer la presunción de inocencia y que de algún modo quedara constancia de los hechos porque el habeas corpus era un drama. Y lo sigue siendo. Quién nos iba a decir ahora que entregar el carné sólo serviría para verificar nuestro domicilio y recibir una buena multa.

Si la presunta culpabilidad de antaño ahora se regala por añadidura, dentro de lo viejuna que sigue siendo España, sus jefes e instituciones, aspirábamos entonces a ser tratados con la misma dignidad que nuestros representantes públicos. Es más, creíamos que aforando a los diputados se crearían leyes después para proteger los derechos y las libertades, tratando con un mínimo de decencia a las personas. Ahora estoy convencido de que ese respeto duró el tiempo que les costó adaptarse al sistema. Pronto dejó de contemplarse el aforamiento como un santo y seña. No recuerdo cuándo se convirtió en un salvoconducto pero después llegaron los pases, las entradas de palco, los asientos vip y las zonas reservadas. Poco a poco, el hecho de haber sido elegido como representante adquirió la categoría de privilegio, produciéndose la consabida distancia entre políticos y ciudadanos. Aparecieron entonces las tramas, el ladrillo, los coches oficiales, los sobresueldos en negro y de regaliz y hasta las cuentas en Suiza. Si tuviera que escoger una imagen del deterioro me quedaría con la llegada de Artur Mas en helicóptero, durante las protestas del 15M en Barcelona, cuando los diputados del Parlament —que iban a votar nuevos recortes contra la ciudadanía— tuvieron la oportunidad de volver a sentir por un momento la experiencia de la fragilidad humana. En aquel instante, cuarenta años después de los cuarenta años de dictadura, los votantes se atrevían a pedir respeto a sus representantes en su misma cara y en vez de mostrar aquellos un ápice de humildad, salieron huyendo. Desacostumbrados al roce con la gente se encastillaron en sus pesebres y no hay otra forma de despegarlos de sus poltronas que formando partidos, foros y movimientos ciudadanos, acudiendo incluso a las elecciones con el propósito de limpiar los malos hábitos que se instalaron en la administración.

El aforamiento sólo ha servido pues para incluir en las élites a los políticos y partidos garantes del régimen, dando paso luego a una simple licencia para delinquir, la que permite ser juzgado entre pares por un tribunal superior. Tan supremo es el juzgado que incluso es capaz de comprender perfectamente las trápalas inmobiliarias de un presidente de comunidad autónoma, hasta el punto de no ver delito en las mismas. De modo que puede seguir trapicheando a su gusto, cobrando en áticos, forrándose según su agenda de ilustres contactos y aferrándose al sillón como si no hubiera un mañana. Resistiendo igual que una infanta al vapuleo. Aguantando como un rey su propia andropausia. Retrocediendo hasta el siglo XIX en plena era de la tecnología, la ciencia y la información. Tratándonos en definitiva como a menores de edad, aunque ya no funcione.

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La información privilegiada

Cualquier comunicación es analizable, desde la más banal a la más compleja. Lo mismo nos enteramos de un chisme sin importancia que de una maniobra que alteraría el rumbo de nuestras vidas, la valoración depende de los intereses. Si algo nos afecta extendemos la parabólica, en cambio desconectamos si nos importa un pimiento. Entre una postura y otra existe sin embargo una escala de grises.

Somos un tipo de animales tan curiosos que nos hemos acostumbrado a vivir en sociedad, aprendiendo a valorar como interesante incluso aquellas informaciones que no nos atañen de una manera directa e inmediata. Ciertos idiomas llevan implícito, por ejemplo, prestar atención a nuestros interlocutores, aunque sea de forma hipócrita, ya que sólo de esta manera se nos escuchará también cuando tengamos algo que contar. El habla condiciona el establecimiento de una sociedad civil abierta y saludable. Por eso desde niños, gracias a la mecánica del lenguaje, aprendemos a valorar las conversaciones ajenas y nos creamos una opinión sobre asuntos que en principio no parecían de nuestra incumbencia. Ocurre más fácilmente con el inglés, por eso se utiliza en los negocios internacionales.

Nadie duda hoy de la importancia de la información, hasta el extremo de que se han creado herramientas tecnológicas que nos cuentan lo que ocurre en Laponia como si estuviera pasándole al vecino de al lado. Otra cosa es que nos sirva para algo. Hasta hace bien poco estaba en nuestras manos cribar la importancia de los datos que recibíamos del mundo exterior. Gozábamos de nuestras propias fuentes — amigos, parientes y conocidos — para interpretar las noticias que pudieran afectar a nuestra vida cotidiana. Pero ahora, en un planeta informatizado, dependemos en exceso de los intermediarios. De hecho se han creado redes e incluso agencias cuyo único negocio se basa en promover o manipular la información.

En el pasado, si necesitábamos saber algo concreto y teníamos el capital suficiente, tras recurrir a nuestro círculo más próximo sin obtener resultados, éramos capaces de contratar los servicios de un detective para que obtuviera la información mediante pago. En materia de relaciones interpersonales todavía se investiga a la vieja usanza, pero en los negocios –y sobre todo en los que hay en juego millones- el mero hecho de conocer la realidad requiere mayor especialización y con frecuencia cuesta una riñonada. Imaginemos el precio de una información privilegiada. Es decir, lo que cuesta aquella información a la que sólo se accede por una ventaja, concesión o circunstancia especial. En suma, por un privilegio.

Buena parte de las estructuras sociales siguen un orden piramidal, concediendo un mayor poder económico a quienes están situados en la cúspide del organigrama. Cuando se desprende desde arriba alguna información es siempre por una causa y cuando se desliza confidencialmente, a modo de dádiva o de premio, buscando de algún modo el beneficio del subalterno al que se dirige, o incluso de uno mismo —si consideramos al subalterno como socio o un testaferro—, podemos hablar entonces de una información privilegiada. El uso que se haga de ella es lo que permite, por ejemplo, que un accionista de Banesto o del Banco de Santander puedan de una tacada multiplicar sus ganancias jugando en Bolsa. Simplemente es cuestión de conocer el día en que los dos bancos se van a fusionar en uno solo, pero esa información no está al alcance de cualquiera. Ni siquiera estuvo al alcance de la Comisión Nacional del Mercado de Valores que, viendo los tejemanejes que se producían con los títulos de ambas entidades financieras, se cruzó durante casi dos semanas de brazos como si no estuviera ocurriendo nada del otro jueves.