En tránsito

Esta noche vuelo a Londres. Ja, qué más quisiera. No me voy a colocar en la ventana y pegar un salto, tampoco me transustanciaré. No se han inventado los transmutadores de materia. Cojo un trasto de Ryan Air, que más o menos es lo mismo que encerrarse en una caja de chapa y esperar a que te proyecten contra el cielo. El señor Ryan, el dueño de la compañía aérea, no es sólamente el jefe de una empresa sino que, según nos contó Mercia, la intrépida neozelandesa que lleva media vida en Zaragoza, es de carne y hueso. Por las venas del señor Ryan circula la sangre, y su piel es susceptible de sentir al tacto una buena cachetada. Como no lo conozco, tampoco tendré la oportunidad, circunstancia que no impide que se la merezca. El señor Ryan nos obliga a cargar con diez kilos a la chepa —si no queremos pagar una tasa especial— y a imprimirte el billete en tu propia casa. Si te lo expende cualquiera de sus empleados te cobra cuarenta euros. Así es a vida en Low Cost, o traduciendo a los no angloparlantes, así se viaja de baratillo. Supongo que las cartulinas están carísimas, que el Amazonas se está desforestando y que hay que ahorrar. Ahorrar, para algunos jefes, significa que gaste otro. Que gaste el cliente, por ejemplo, así que llevamos todos los billetes en papelitos, bien apretados en un sobre, junto a la tecnología punta, la mega cámara de fotos y el parné. Y que le den al señor Ryan.

Viajar de noche es más económico y de paso te prepara para el jet lag. Yo llevo ya unos cuantos días con el jet lag, o sea, que duermo mal y a deshoras, pero dudo que me sirva de mucho en este tránsito. También llevo en tránsito varias semanas, estoy en un estado semi adrenélgico, trabajando con módems internacionales, instalando el skype y redondeando la página web para la comunicación intercontinental. A ver cuándo damos un salto evolutivo y empezamos a usar la telepatía, sería un alivio.

El problema de preparar con mucha antelación los viajes es que la mente se dispara, y lo mejor es que al anticiparte tanto abaratas los costes. No es plato de gusto llegar a Londres de madrugada, coger un cercanías y plantarse en la city para roncar unas horas en el hotel y conocer después la capital británica. El Támesis, el Big Ben y la Torre de Londres eran paisajes que aparcaba en mi memoria para la vejez, cuando me apeteciese poco salir de casa y conocer otras tierras, pero a veces la realidad se adelanta unos años y te deposita en el futuro rápidamente. Era más económico viajar a Nueva Zelanda vía Londres que salir desde Madrid o Barcelona. Resulta estúpido, pero el sistema económico en raras ocasiones demuestra un poco de sensatez, así que mañana echaremos un vistazo a los londinenses. Tenemos una jornada por delante —hasta las diez de la noche no despegaremos rumbo a Singapur— de modo que podremos agotarnos a conciencia pateando las calles.

Haciendo la maleta

Descongestiona, desembota la mollera saber que te vas durante un mes y medio a las Antípodas. Llevo más de una semana sin encontrar un rato para asomarme a estas páginas, sumido como estoy en un montón de preparativos, en su mayor parte de orden tecnológico. Dicen los científicos aragoneses que estamos al borde del precipicio en la cruda materia de la investigación y el desarrollo, que no se invierte un colín en época de crisis y que después, cuando amaine el temporal económico y recuperemos el resuello —si algo así ocurre algún día— lo pagaremos caro. Es una forma como otra cualquier de afirmar que no tenemos arreglo y que fuera del vasto panorama del cemento apenas somos capaces de elaborar nuevas salidas económicas. Los que manejan la pasta se limitan a esperar o invierten en el extranjero y las promesas del futuro, ante la ausencia de expectativas y alicientes, hacen el petate y se largan. Es una vieja historia que se repite de forma cíclica. Los jefes no aprenden. Ni quieren.
Hace varios años que vengo empapándome de tecnologías informáticas confiando en un porvenir más halagüeño, pero estamos en mantillas por estos lares y los conocimientos de los jóvenes superan las posibilidades del mercado. Internet sigue siendo un entretenimiento y en el mejor de los casos ejerce como enciclopedia universal. Está dejando de ser un campo virtual para comérselo todo, así que conviene estar al día. La edad tampoco es excusa, al contrario, tendría que ser un incentivo. Estoy entrando en esa franja temporal donde si te levantas de la cama y no te duele nada es que estás muerto, de modo que ejercitar la neurona —incluso cuando estás en tránsito— es la única forma de no perder facultades y te devore la herrumbre. Hay que seguir escribiendo.
Si nada se tuerce, seguiré publicando desde el otro lado del globo una crónica diaria de mis andanzas por las Antípodas. Esta columna, donde ahora me leen, la ocupará en mi ausencia Patricia Mateo, a la que deseo suerte con la cara oculta de internet, que son las páginas FTP y sus extraños fantasmas. La conocí en Cuarte, durante la batalla de absorber conocimientos y emplear singulares herramientas —el efecto lupa o el lazo magnético nos regalaron episodios formidables—, gracias a un sujeto que impartía la materia con una indolencia digna de cualquier sacristía. Es lo que hay. Con el paso del tiempo fui descubriendo en Patrticia su práctica como lingüista y sus escritos desde entonces me hicieron pasar momentos tan agradables que, cuando le propuse esta colaboración, la noté perpleja. Pocas personas, sin embargo, conocen como ella este cuaderno y según vaya acomodándose entre sus páginas no cabe duda que disfrutaremos con su manera descriptiva de entender el mundo. Y ahora, si me permiten, tengo que hacer el equipaje.

Los reveses de la vida

En ocasiones resulta la vida tan obscena que no sabes si el destino o la casualidad se está riendo de nosotros. Hay personas tranquilas, relajadas en una existencia pacífica y sin el menor asomo de tragarse el mundo, que de repente se ven vapuleadas por las circunstancias y se encuentran en el ojo mismo del huracán. Observan los problemas como si se trataran de una maldición y se resisten con uñas y dientes a encajar su carácter en un parámetro que transtorna sus costumbres y modifica su comportamiento. No se ven actuando de manera irreflexiva, salvando las situaciones a base de intuición y corriendo de un lado a otro resolviendo entuertos. Otras personas, en cambio, no aguantan dos horas sentadas frente a una mesa realizando tareas de escritorio, se desesperan ante la inacción y entran en barrena imaginando que toda su existencia pudiera desarrollarse entre cuatro paredes. Elaborar planes que otros ejecutarán resta pimienta a la vida, de modo que se sienten engañados al recibir un castigo injusto por su apasionada dedicación. Son los eternos protagonistas, los que quieren tener la sartén por el mango y al mismo tiempo freirse como un huevo en el aceite hirviendo.
Ambos modelos de seres humanos, los extremos de la personalidad, ven de una sola manera el rumbo de los acontecimientos y se desmontan igual que un dominó cuando se tuercen los sucesos. Todos nosotros tenemos algo de ellos —según el humor y la energía que gocemos— así que no es tan difícil comprender los rasgos de un sujeto a medida que se dibujan, lo imposible para la mayoría es predecir el futuro con éxito y precisión. Sólo sabemos que se producen tales fisuras en nuestra personalidad y se aquilatan de tal manera las emociones —por la edad o las enfermedades, la casualidad o el infortunio— que la adrenalina se dispara obligándonos a tomar medidas renovadoras o cambiantes. Entonces la realidad nos causa asombro y lo que nos parecía raro se convierte de la noche a la mañana en costumbre, así se embellece la cáustica linea de la rutina y se generan nuevas posibilidades de supervivencia. Tenemos la impresión de haber cambiado, pero son las circunstancias las que nos empujan a ir en sentido opuesto y nos devuelven la búsqueda. Que sea inconsciente o el fruto de un acontecimiento externo es lo de menos.
Individuos llenos de vitalidad y optimismo, como mi tío Andrés, al que ayer visité en el hospital, sufren un infarto cerebral y se ven postrados por una hemiplejia severa. Escuchando sus chistes y su buen humor, me pregunto si en su lugar reaccionaría yo de la misma forma y no me atrevo a responderme. Me asomo al balcón de su cama igual que al pretil de un precipicio, sabiendo que la existencia es impredecible y que tarde o temprano depara sorpresas desagradables. Semejantes reveses ponen en tela de juicio el sentido común, desbaratan planes y cuestionan principios, convierten la vida en lo que es —una aventura— y al mismo tiempo nos fuerzan a reinventarnos. Si existe un destino que se dibuja con nitidez en la palma de nuestras manos es el eterno aprendizaje. Los seres humanos pisamos este planeta aprendiendo a todas horas, incluso recordando, con paciencia infinita, cómo se mueven las articulaciones, se fija la columna y conseguimos un día caminar erguidos. Es así como se escribe la historia. Segundo a segundo. Sin tiempo apenas para pensar.

Suspenso colectivo

Acaban de publicar la última encuesta telefónica donde se valora a los líderes políticos del uno al diez y todos han vuelto a suspender. La peña está curada de espanto. No coge el teléfono porque la acribillan plomizos vendedores y cuando está distraída o espera una llamada en concreto, no mira el chivato para ver si reconoce el número y termina suspendiendo a todo el elenco de los líderes políticos. A los encuestadores les da lo mismo porque su oficio es recabar datos y a los periodistas, los que interpretan luego las calificaciones, también les importa un bledo porque se fijan en la décima que distancia a los contendientes. De este modo puedes sacar un cuatro de media y en un terreno abstencionista ganar las elecciones. Es lo que tiene este sistema, que no se deja nunca un escaño vacío.
Sólo se cuentan los votos emitidos y a razón de ellos se reparte la tarta, así es muy difícil que la aristocracia política se retracte y evolucione. Se ha comprobado igualmente la inutilidad de estas encuestas. No sirven para cambiar los hábitos de los dirigentes, tan sólo perpetúan sus miserias. La gente más concienciada se asombra al hacer un análisis porque observa que las derechas, por muy corruptas y ladronas que sean, están ahora en una posición dominante y podría ser que ganasen los próximos comicios. Se resisten a comprender que el sistema democrático, abrasado por la Ley d’Hont y su forma de representación política, tan sólo promueve el hastío de los votantes.
Analistas y tertualianos profesionales hablan sobremanera de que sería interesante crear una forma de participación distinta, donde las listas de los partidos fueran abiertas y la población pudiera elegir a personas de distintos grupos, independientemente de su ideología. A los partidos no les priva esta fórmula. Prefieren la disciplina y el chanchulleo, la obligación de seguir las directrices emanadas desde las cúpulas directivas. Me parece positivo elegir a las personas, pero tal y como está el patio debería de hacerse en un marco coherente. Si sólo vota el 50% de la ciudadanía, el hemiciclo tendría que reducirse en un 50%. Es lo justo, de lo contrario nos encontramos con que da igual el número de los votantes, se desprecia la abstención como si fuera una apestada y, lo más abyecto de todo, es que se sobrentienda la apatía y la irresponsabidad en aquellos que se niegan a regalar su soberanía. En la clase política no existe la menor autocrítica, y no es serio encogerse de hombros ante esta circunstancia, porque el sistema se deteriora con el trascurso de los años y acaba donde ahora estamos, en la vacuidad más deprimente.
La consecuencia es obvia. Si algo refleja la última encuesta sobre la valoración de los líderes políticos es que aparece como tercera fuerza estatal el grupo de Rosa Díez, tan escorado en posiciones conservadoras que podría ejercer como una ultraderecha semifascista. Tanto el PP como el PSOE pierden sus simpatías en favor de un clan de difusa mentalidad y reduccionista percepción social. Su presencia en un futuro parlamento daría voz a los ultramontanos y los intransigentes, sentando las bases de una democracia fuera de la realidad ciudadana, ajena a cualquier principio solidario y dedicada a desmontar el ya vaporoso estado del bienestar que todavía gozamos. Recuerden que el único voto en contra del aumento de los subsidios por desempleo que registró la cámara baja fue precisamente el de la señora Díez. Si no se asienta una nueva fórmula de reparto de escaños corremos el riesgo de visualizar el castigo a los políticos con la entrega de votos a movimientos facciosos. La Historia, en situaciones de crisis, lo ha demostrado de una manera contundente y sin embargo los líderes se resisten a comprender tan simple enseñanza. Lo lamentable de esta abulia es que tarde o temprano la pagaremos todos.

Reconstituyente

A ciertas edades las fiestas de la patrona se convierten en un rollazo. Por santa y virgen que sea, acaba cayéndote gorda. Y no quiero ofender a la gente gruesa, que por lo común es simpática, sino a las veneradas imágenes de piedra que ocupan columnas y frontispicios como si en algún tiempo remoto hubiesen gozado de poderes extraños, lo mismo da sub que paranormales. Ponerlas en tela de juicio todavía es tabú, de modo que resulta fácil hacer sangre o levantar ampollas, porque en ausencia de ventrílocuos los artefactos presentan dificultades para manifestar sus quejas. Si rezuman líquidos, la peña se pone como loca. Si de repente se pusieran a hablar provocarían una honda estupefacción entre sus admiradores. La Historia está repleta de intolerancias que nacen en religiones antiguas.
Arrodillarse ante una estatua, llenar su pedestal de flores y luego encender mediante un interruptor unas cuantas bombillas, a estas alturas del milenio y con los avances científicos que hemos tenido la dicha de aprender en la escuela, es un auténtico anacronismo. Si realizamos dicho ritual con el hilarante propósito de chantajear emocionalmente a una creación artística —de mediocre factura—, cualquier genuflexión tendría que causarnos ya cierto pasmo. Pero si además intentamos conseguir que la figurilla nos conceda unos unos cuantos deseos, entramos de lleno en la excentricidad. Creo que llega la insania cuando proyectamos sobre ella tal cúmulo de animadversiones que hasta hacemos corto clavándole chinchetas.
Como el animismo nunca ha sido mi fuerte, la patrona de la guardia civil, reina de la hispanidad y progenitora partenogenética del hijo de un dios, curiosamente sacrificado, me produce tanta extrañeza como la halterofilia. Sobre todo ahora, que existen las grúas, toros y carretirllas. Ésa diminuta señora, que aguanta en brazos a un niño cabezón y soporta en la cúspide de su azotea una horripilante corona, en la mejor de las suposiciones despierta pena, pues tan abyecta desproporción coronaria a cualquiera le provocaría inaguantables hernias discales. Ni en mis sueños más salvajes consiguiría una escultura despegar sus sandalias del la columna en que la instalaron unos sujetos lisérgicos, y menos aún para atender mis súplicas o endulzar mis melodramas.
Si tuviéramos que medir en kilogramos un acontecimiento de tal calibre tendría igual peso literario que Rompetechos, el inefable personaje de los tebeos, que a fuerza de no ver tres en un burro se sube a una papelera creyendo que toma un taxi o habla con una farola como si fuera su madre. A los animistas les ocurre con las piedras que mantienen largas conversaciones. Imaginan que les responden e incluso les atribuyen capacidades fantásticas y aquellos que carecen de la imaginación suficiente, o porque se han encaprichado con ellas, las mandan a un escultor para que levante una imagen antropomorfa. Es tal el arrobo que produce entonces su contemplación que edifican capillas y santuarios para adorarla confortablemente, produciendo los joyeros réplicas en miniatura que adquieren los seguidores para colgárselas del cuello, nunca se sabe si a modo de lastre o como distintivo frente a otras creencias de similares características.
Piedras no faltan en el planeta, de modo que la relación de los seres humanos con el cuarzo, el feldespato y la mica siempre es magnífica. Los cascotes lo mismo se veneran al peso y en bruto —mediante espléndidos catálogos— que se manufacturan hasta convertirlos en obras de arte. En cualquiera de los casos se utilizan también a modo de talismán. Incluso se veneran soberbios pedruscos procedentes del espacio exterior, meteoritos alrededor de los cuales giran millones de personas todo los años en estado de trance. Con el trascurso del tiempo, y con la ayuda de una publicidad adecuada, surge a su alrededor toda una pléyade de intérpretes, mediadores y comerciantes, que no sólo organizan su tenderete sino que les mete caña imponerlo a sus congéneres mediante festejos patronales y opíparas tripadas. De forma cíclica se marca en los calendarios la celebración de una piedra, esculpida o al natural, cuya única utilidad se reduce a considerar la fecha como no lectiva. Según el día de la semana que caiga se pueden empalmar varias jornadas de asueto o forzarlas a conveniencia para multiplicar el descanso. Comprendo que cualquier excusa es buena, pero la Historia está sembrada de personas que dieron la vida por las artes, la filosofía, la medicina y la ciencia en general, como para acabar celebrando ahora, en pleno siglo XXI, ciertos ritos creacionistas que nada tienen que ver con el Big Bang. Serán ingenuos y populares, pero huelen a naftalina.

La varita mágica

Ya se habrán enterado de que al presidente de los Estados Unidos le acaban de regalar el premio nobel de la paz. No por méritos propios, es de entender, sino para que vaya haciendo algo al respecto. La gente está encantada porque nunca ha conseguido una persona ser tan popular sin tener que dar un palo al agua. Hay miles de almas cándidas en el planeta que a diario se dejan la piel luchando —por ejemplo— a favor de los derechos humanos y en contra de las enfermedades y el hambre. Las causas que defienden se evaporan tras un montón de noticias que, en comparación, podrían calificarse de idiotas. Sin embargo, la esperanza que provoca la llegada de un hombre de color a la más grande de las poltronas origina tal expectación que sin llevar un año gobernando se le otorga el máximo de los galardones. ¡Qué suerte!
Es cierto que el premio en cuestión está muy devaluado, pero en lugar de abrillantarlo un poco los nórdicos se empeñan en quitarle lustre através de los años. Dudo que un presidente de gobierno como el norteamericano necesite a estas alturas un empujoncito, ni siquiera para conseguir la paz entre los palestinos y los israelíes, ya se encargan los lobbys de mantener a raya toda esperanza. Incluso comprendo que los yanquis necesiten una compensación en su imagen pública tras perder los juegos olímpicos, pero me parece una sobrada. Sería menos escandaloso crear el premio nobel de la guerra que darle la vuelta al calcetín para que parezca otra cosa. Los Estados Unidos siguen en Irak y también en Afganistán, todavía no se ha desmantelado Guantánamo. De hecho hay más guantánamos cerca de Kabul y aún más denigrantes y los americanos no tienen ni repajolera idea de cómo ni cuándo los van a desmontar. El simple esfuerzo de pregonar que están en el ajo tal vez merezca un aplauso, pero es triste asistir a este peloteo mundial, que carece de crítica y sobre todo de fundamento. Hacer la ola constantemente al señor Obama terminará un día llevando a los comensales a jalearle los gases que suelte en cualquier comilona. Si ya de por sí es peligroso depositar tantas esperanzas en un sólo sujeto, todavía parece más ridículo otorgarle cierto poder moral sobre sus semejantes, so pena de abocarlo a morir de éxito en el empeño.
Por la misma regla de tres podrían darle igualmente el premio nobel de medicina, para ver si logra en su país que los ciudadanos gocen de una asistencia sanitaria gratuita. O el premio nobel de astronomía, para que empuje a la NASA y envíen un cohete tripulado hacia Marte. Dar un premio a priori es como regalar un moto a un escolar para ver si aprueba el año que viene. Tiene su encanto, pero es tan surrealista que produce perplejidad. ¿No sería mejor invertarse un premio nobel —patrocinado, si quieren, por Red Bull o Coca Cola— que actuase como vigorizante o que sirviera de estímulo? Supongo que no les daría la misma marcha, pero guardaría al menos cierta proporción. Ahora que se sortean los honoris causa entre los mandames del planeta y que las universidades se pelean entre ellas para regalar las togas a famosos de toda laya, los tribunales que otorgan premios, diplomas, medallas y condecoraciones tendrían que comprender que la reputación se alcanza con otra vara de medir.

Las dimensiones

Circula estos días por internet un concienzudo artículo que contrasta las economías de ciertos países con las cuentas corrientes de millonarios muy famosos. Resulta estimulante observar que ciertos individuos manejan una pasta semejante al producto interior bruto de la Guyana o que si les diera la gana podrían comprar las Honduras, incluídos sus dos presidentes, el de pega y el auténtico, aunque prácticamente sea complejo diferenciar cuál es el más mastuerzo. La realidad es mucho más retorcida de lo que somos capaces de apreciar a primera vista. Creemos que la vida se dibuja en las tres dimensiones ordinarias y sin embargo, por lo que cuentan los físicos teóricos, existen once dimensiones en el universo, aunque nadie las haya visto jamás, de tan escondidas que están en pliegues microscópicos. La televisión, en cambio, sigue siendo plana. Lo mismo es de plasma que de leucocitos, pero siempre nos muestra una realidad pobre y engañosa, con imágenes brillantes o pixeladas, pero en las clásicas dos dimensiones de los viejos receptores de tubo o los más antiguos de lámparas.
Ahora que nos hemos gastado los cuartos en adquirir la TDT, avisan de que el año que viene aparecerán en el mercado de los electrodomésticos las nuevas teles en tres dimensiones. Y no se refieren a los aparatos sino a las estampas que proyectarán dentro de ellas. Las cajas de trovadores, que así califica Jean Reno a los televisores en la película «Los visitantes», han ido evolucionando su tecnología rápidamente en unas décadas a la vez que van empobreciendo contenidos y llenando de anuncios su parrilla, peró nunca han podido dar el salto hacia las tres dimensiones. Ahora nos venden un producto de estas características pero se trata de un truco idéntico al de las salas cinematográficas que proyectan en Imax. Resumido en dos palabras: necesitaremos gafas.
Los ciudadanos que habitualmente van por la vida con gafas, porque no les gustan las lentillas o bien se resisten a pasar por el quirófano, tendrán que colgarse de las suyas un par nuevo, y sólo con el estúpido propósito de ver la televisión, así que no compensará demasiado el engorro. Los amos del negocio rascaron lo imposible para intentar que las nuevas teles se pudieran contemplar sin gafas, pero durante las pruebas consiguieron provocar en los espectadores el estrabismo y la migraña, que no venden mucho en la industria del entretenimiento. Así que el próximo año saldrán a la calle las teles en 3D con sus gafas correspondientes.
Que la gente pierda un ojo o se quede ciega importa poco a la hora de hacer caja, pero existe un problema añadido de carácter económico que es más difícil de solventar y no me refiero al precio de los cachivaches. Una tele en tres dimensiones ocupa en la TDT el espacio de dos canales, de modo que las sociedades anónimas que viven del cuento de la tele , si quieren emitir en ese formato, estarán obligados a consumir dos cadenas completas. Renunciar a la mitad de los beneficios que riegan los anuncios es un mal chollo, de modo que este modelo de televisión se irá abriendo camino lentamente y no por las bravas. Necesitará de tiempo y dinero a espuertas, de modo que no hagan el ridículo comprándose otro receptor. Ver a la mujer del tiempo en tres falsas dimensiones no merece la pena y dentro de cinco años, a lo más tardar, aparecerán los hologramas. Con los hologramas será igual que ir al teatro, sólo que el teatro aparecerá de repente en el cuarto de estar y en una década escasa los japoneses le implantarán un apósito y podrá acostarse virtualmente con quien le dé la real gana; cuenta la leyenda que la industria del porno está avanzando una barbaridad. El único problema de todo este enjambre tecnológico es que seguirá siendo ficticio. Nadie saldrá de pobre y los multimillonarios, estos fantásticos individuos que no necesitan gafas para comprar una isla en las Bahamas y cuyo producto interior bruto será siempre más bruto que el del resto de la humanidad, no perderán su tiempo con estas chorradas.

Sin problemas

Resulta interesante ir por detrás de la noticia. La ansiedad, producida por la hipnótica expectación que me empuja hacia el otro lado del planeta, me hace ver que lo que ocurre en esta esquina del mundo es fráncamente aburrido. Siento que la gente de las Antípodas, obligados por la fuerza de Coriolis a girar en sentido inverso y vivir además cabeza abajo, por fuerza tienen que ser de una pasta distinta a los gachupinos de esta península. Conviene acostumbrarse a dejar la mollera limpia porque viviendo al revés toda la sangre subirá al cráneo, circunstancia que sin duda produce unos severos pinchazos neuronales. Como la dieta mediterránea comienza a hacer estragos en mi persona, para ir adecuando mi estómago al jet-lag de la Polinesia me estoy hartando de comer helados y llevo el vientre suelto. Las digestiones ligeras y los sueños inútiles me teletransportan en cualquier instante a una playa paradisiaca, donde me veo buscando un cocotero libre donde echar una siesta, así que no voy por delante de la información, llevo unas cuantas jornadas persiguiéndola.
Los periodistas de olfato registran enseguida por dónde saltará la liebre informativa, los intestinales simplemente se dedican a criticar el género. Si vas caminando por los márgenes del pasado todo resulta más sencillo, es cuestión de no atarse a la ansiedad y observar el panorama a vista de pájaro. Lo primero que atrae poderosamente la atención en el marasmo de las noticias es el sarao que se llevan entre manos las buenas familias de toda la vida. La saga del Bigotes, el Correa, los Agag y toda esta basca de impresentables, logran con facilidad afilar los teclados y cargar de tinta las impresoras. Con sus magras aventuras al estilo Berlusconi, el Partido Popular está sembrado de inolvidables personajes gremiales.
La chaqueta les tira de la sisa a los políticos conservadores y todavía manejan suficiente capital público y privado como para ir al sastre, aún se pueden permitir el lujo de acudir a su peluquería de siempre y pedir el clásico lavar y marcar, nunca hubiera podido imaginar que los trajes caros y los peinados a la moda condujeran en la política provinciana a las farras con prostitutas caucásicas, pero a nadie le amarga un dulce cuando se lo sirven a domicilio. Sobre todo si tus deseos son órdenes. «¿Qué es lo que quieres, prenda? Habla por esa boquita». Los carácteres gremiales van a la caza de un nicho económico donde fraguar su porvenir, trabajan el oficio de la mamporrería y así tráfican con influencias. Excelente.
En este caldo de cultivo, individuos de aire patán pero suficientemente barnizados en la educación católica, se mueven a sus anchas conectando a los sujetos con sus necesidades más perentorias. Sin problemas. Sin cortapisas ni desagradables enredos, efectos secundarios ni engorrosas complicaciones. Si quieres un traje o mojar el churro, allí está Correa para lo que haga falta. Correa es como Luis Ricardo, el robot televisivo de la infancia, es el conseguidor y los tres reyes magos juntos. Hace unos días, sin embargo, decía Rajoy en los periódicos que Correa era tan inteligente que iba para presidente del gobierno, pero el gachó no aguanta el tirón y no desea otra cosa que le hagan la cama, le traigan el bufé al dormitorio y que otro ocupe su lugar.
Todavía enternecen las fotos del bodorrio de la hija de Aznar, donde el maestro Paco Correa, alias don Vito, el que entró en las filas del PP de la mano del mítico Álvarez Cascos, perfectamente embutido en su frac y engominada su pelamabrera en kilos de brillantina, saludaba con cariño al novio, que ahora figura de manera contable en la caja B de las empresas Gürtel. Ya saben que «gürtel» significa correa en alemán, subterfugio que no sólo garantiza el don de lenguas al interfecto sino también su aguda perspicacia a la hora de elegir un nombre para sus empresas. El mismo individuo que garantizaba a su alegre pandilla discreción y ausencia de problemas, ha terminado metiendo al partido popular en una tinaja de cutres corruptelas verdaderamente prodigiosa. Supongo que ahora los periodistas irán como locos tras una fotografía golosa, la de los implicados en pelotas durante alguna orgía burlesca. Vivir a orillas del Mediterráneo hace que la sangre se agolpe en la bragueta.

En lo más álgido

Cuentan los periódicos que anda suelta una leona, aunque a las alturas que escribo —en plena depresión del Ebro y a media mañana— todavía desconocen los expertos si se halla en Teruel o por Valencia, es posible incluso que esté en Tarragona, y albergan serias dudas además sobre el género del felino, al que le han endosado uno al buen tuntún. Con lo que tarda un ser vivo en descubrir sus inquietudes y lo fácilmente que las resuelven los gremios policiales, no es de extrañar que en lugar de una leona se haya perdido un cocodrilo o un elefante. Las personas pierden la ética en cualquier soborno y van luego con la cabeza muy alta, así que da lo mismo. Nadie sabe la causa de su apática sexación ni de dónde se ha pirado la errática leona pero si tienen la mala suerte de toparse con ella hagan el favor de seguir el sabio consejo de los veterinarios: conserven la calma. Es probable que el susto que lleve encima tan peligroso animal sea mayor que el ataque de nervios que pueda ocasionar a los humanos, así que no hagan aspavientos. Ya pasará de largo, como la crisis o los juegos olímpicos de (me) Río de Janeiro, es una cuestión de optimismo o de pura desidia. La leona pasará de largo como la corrupción del PP o el caso Faisán, que es lo último en conspiraciones. No hay mal que cien años dure y todo se olvida, como las mangancias de La Muela o la merienda.
Nadie se puede bañar dos veces en el mismo río, éso decía Heráclito, un filósofo griego reconocido por sus hermosos oximorones y antítesis. Si las aguas bajan contaminadas, cabe la posibilidad de que el río sea una cloaca y no mola darse unas friegas con mercurio ni lubricante de coche. Cualquier día los siluros del Ebro sufren una mutación y devoran el frente fluvial de la Expo, que se ha reducido a un cagadero de perros. Y si los perros están mejor alimentados que los ciudadanos etíopes, no sé porqué los siluros tendrían que hacerles un asco.
Escribía Quevedo que «el amor es fuego helado, hielo abrasador», pero en su época se desconocía la existencia del nitrógeno líquido, así que no conviene tentar a la suerte, ni siquiera en las figuras retóricas. Si la propia fortuna se presenta de golpe hay que sospechar, puede ser más falsa que un billete de doscientos. Sabemos que existen los «binladen», ¿pero han visto uno de doscientos? ¿Y era de verdad? Como hace décadas que no me tomo un tentempié a media tarde es normal que la merienda se me haya extraviado en la memoria, pero si van a entrar en la página web del banco donde guardan su dinero asegúrense antes de que han llegado al lugar correcto. Puede que sea virtual. Hay gente que se dedica a fabricar páginas web de mentira con el único propósito de quedarse con los datos de su cuenta, sus contraseñas y sus tarjetas de crédito. No son hákers, sino vulgares fotocopistas. En vez de Ibercaja.com montan Ibercaka.com y si anda tonto y se le escapa un dedo entra usted en una página idéntica a la de su caja de ahorros. Es un ejemplo, pero conviene mirar bien lo que tecleamos, la fosa está llena de ingenuos.
Las noticias se distinguen de las leyendas urbanas en que las publican los medios de incomunicación social pero a corto plazo buscan en los lectores el mismo efecto que los cuentistas. Se trata de atrapar la atención como sea. Tan excelentes como zarrapastrosos juegos de magia, obligan a ir dando bandazos desde la ciencia hasta la ficción y es más importante que una leona se dé un paseito por la península a que un físico de la talla de Ignacio Cirac haya estado muy cerca de hacerse con el premio nobel de este año. En el país de la pelota de fútbol la ciencia es un tostón.
Comprendo que la futura fabricación de un ordenador cuántico es una tontería comparado, por ejemplo, con los juegos olímpicos de invierno en Jaca para el año 2018. No hay color, es lógico que el premio nobel pase de largo, pero encuestas no faltan. Las encuestas son como los planes quinquenales del soviet o los del franquismo. Un día estamos a la cola del mundo y a la jornada siguiente caemos en la autocomplacencia del buen vivir y del mejor yantar. Todo vale porque nada conserva dos minutos de interés en la TDT. Tener un presidente inoperante no nos conmueve tanto como descubrir que es un pesimista. Nunca se sabe qué es más triste, si estar en lo más álgido de la crisis o creer que vamos ya cuesta abajo y sin frenos. Las noticias son un «phising» para los incautos.

Un otoño sostenible

A eso de la medianoche entró por la ventana un enorme tábano negro completamente atolondrado por la calorina y buscando refugio en la luz interior de la vivienda. El bicho zumbaba amenazadoramente mientras iba revoloteando de forma torpe y ciega a lo largo y ancho del cuarto de estar. Me encontraba tirado como una saca en la cheslón del inmueble que tiene alquilado mi compañera sentimental, viendo una serie que esa misma tarde había bajado de internet —debido a que la caja boba, por miles de canales que tenga, sigue pareciendo un electrodoméstico inútil— cuando sorprendió nuestra apacible digestión ese «mostrenco volador perfectamente identificado», al que en adelante no denominaré como MVPI por razones obvias.
El horripilante tábano negro violó nuestro espacio aéreo sin previo aviso y comenzó a realizar maniobras de aproximación sobre los restos de la cena (mondas de mandarina, algunos retales de queso y un despreciable montoncito de semillas de uva). Dichas acciones fueron consideradas hostiles mediante los habituales gestos reflejos que suelen disparar la alarma en los radares de nuestra especie, cuyas señales —desconozco si resulta indigno— se acunaban en estado larvario rumbo al planeta de los sueños. Efectuamos los consabidos manotazos de rigor, agachamos las cabezas y agitamos el aire violentamente con el periódico.
Fue demoledor. Tan temible insecto sólo necesitó tres vuelos rasantes para ejercer su pleno dominio en la habitación, empujándonos al unísono hacia una actividad tan impropia del otoño como de la franja horaria. En pro de repeler sus acometidas buscamos parapeto tras la mesa de cristal y segundos después escapábamos del cuarto cerrando la puerta a nuestras espaldas. Una vez en el pasillo, apoyados cansinamente contra el tabique, a salvo y sin resuello, nos llegó el riego a la cabeza y decidimos apagar las luminarias de toda la vivienda, incluyendo las del cuarto que acabábamos de abandonar. Dicha operación fue ecológicamente sostebible y no exenta además de cierto heroísmo, pues tendríamos que entornar la puerta y asomar los dedos con sigilo para pulsar el interruptor.
No hubo que lamentar desgracias personales.
Completamente a oscuras, aún aguardamos en silencio unos instantes a que el insecto, borracho en la negrura, se fuera a dar la brasa a otro domicilio y mientras iba asumiendo su derrota elaboramos un certero plan de reconquista. Armados de una minúscula linterna, abrimos la puerta y a hurtadillas penetramos en la habitación. No se oía nada, ni la más triste de las moscas, circunstancia que nos resultó sospechosa. En una maniobra envolvente, mi compañera sentimental se aproximó a la ventana por donde había entrado el tábano mientras yo la cubría, o sea, mientras hacía oscilar la linterna de izquierda a derecha desarrollando el clásico ejercicio de despiste para cualquier insecto del planeta, sea cual fuese su carácter y viscosidad. Fue un momento delicado. El silencio era absoluto, tan sólo nos llegaban las voces del bar de abajo y el sonido del tráfico cuando sentí que en el centro del techo estaba oscilando la tulipa. Enfoqué la linterna en aquella dirección y fue entonces cuando aquel bicho negro y peludo, del tamaño de un gorrión o de un oso de peluche, se puso frenéticamente a zumbar y se lanzó en picado sobre mi persona con aviesas intenciones. Apenas tuve tiempo para reaccionar. Cuando me di cuenta había lanzado la linterna por la ventana y en su persecución iba el tábano, rasgando el aire mientras caía en barrena mugiendo como una vaca.
¿Conclusión? Esta noche no he dormido ni tres horas intentando hallar en el suceso profundos significados esotéricos.