Incredulidad

Peta Zeta asegura que la subida de los impuestos afectará a las rentas más altas y nadie se lo cree. Una excavadora manda a hacer puñetas las líneas teléfonicas y de televisión por cable de unos setecientos usuarios y todo el mundo piensa que es lo lógico. Se dan por inauguradas las obras del tranvía cuando se jode la luz, cierran el agua o te quedas sin internet. No hay crisis ni existe deflación sin una buena subida de impuestos, desde el IVA al catastro pasando por la recogida de basuras y el IRPF. Tampoco hay obras sin que se rompan tuberías ni salten los cables. El caos ha de ser completo para que lo entendamos mejor.
El alcalde, que viaja en el tiempo igual que otros sólo se mueven por el atasco, no se resigna a olvidar la promesa de levantar un nuevo campo de fútbol. Es una oportunidad magnífica, no sólo de pasar a la Historia sino de favorecer la especulación, y este hombre no quiere abandonarla. Si en época de los romanos se edificaban fabulosos coliseos, hoy se construyen gigantescos futbolines. Los jefes necesitan que sus votantes caigan en arrobo y si no basta con montar una Expo nos clavan dos. Sin un campo de fútbol apenas ocuparía su nombre un renglón en el imaginario de sus nietos. Es muy consciente de que llegar a ministro —aunque tuviese dos carteras bajo el brazo— es una minucia que nadie recordará.
Las obras del tranvía están dejando la calle repleta de cascotes, y estos pedruscos podrían emplearse perfectamente en levantar un futbolín a las afueras de san José. Lo raro es que haya zonas donde no se mueva un camión ni se taladre el asfalto y los comerciantes se inquietan al ver que este suplicio se eternizará una barbaridad. Se han ido al garete más de trescientas empresas zaragozanas con motivo de la crisis económica y sería del género idiota que otras tantas se hundieran por la crisis del tranvía. Los tenderos no tienen la culpa de que Zaragoza haya optado por un transporte del siglo XIX en vez de apostar por el tren bala del siglo XXII, pero estamos tan contentos y será tan ecológico que no se atreven a levantar la voz. Queda feo. Tan feo como quejarse de la tala de árboles para que circulen las bicicletas.
Los mandatarios extranjeros visitan las locomotoras de alta velocidad en la enorme y desperdiciada estación de las Delicias. El consistorio sin embargo, aún está haciendo cuentas —a ver si no le salen rosarios— y crean una de cercanías en pleno centro de la ciudad. A los jefes les mola lo grande y descuidan lo pequeño, lo útil no encuentra financiación. Seguirá dando vueltas el alcalde a su excéntrica idea de levantar un ataúd de cemento en la avenida de Goya, pero hasta que no venga como siempre el ministro de turno y haga sus números seguirá hablando del futbolín.
A las gentes más conservadoras, mientras tanto, se les va la pinza y llegan al extremo de autoafirmarse como paladines de los humildes y la clase más trabajadora. Yo veo a Luisa Fernanda, que es la jefa del PP en nuestra nacionalidad histórica — que así se califica Aragón en su propio Estatuto— y se me pone la carne de gallina. Me siento tan identificado con ella que me desarmo. Observo al señor de los trajes —Camps, creo que se apellida— y me veo vestido tan rícamente de Armani y fundiéndome los dineros del contribuyente con sana alegría. Incluso llego a identificarme con ese barbudo de prodigioso léxico, que tanto se divierte enzurizando al personal, y creo que si toda esta pandilla llega un día a gobernar nos lo vamos a pasar en grande. En las altas esferas gubernamentales causa tal pasmo que estemos llegando al sado maso, que las encuestas de opinión no saben ya como meterle un petardo por el culo al presidente para ver si hace algo que funcione. Y a Peta Zeta se le ha ocurrido de repente hacer unos cuantos juegos de magia.
Su primera medida es congelar el sueldo del Rey. O sea, señalar al vecino de arriba para ver si le dejamos un rato en paz, que no sabe cómo esconderse. Nueve millones de euros se fundirá la Casa Real durante el año próximo, lo mismo que se está puliendo actualmente. Congelando este derroche igual piensa Peta Zeta que se enfrían las comisiones de cualquier ejecutivo de una magra entidad financiera, pero me temo que se equivoca. Congelar los sueldos ministeriales, incluso el suyo, es un gesto inevitable pero no tendría que ser el único. Mientras la clase media se aprieta la cincha, el resto engrosa las listas del paro, así que las congelaciones, para que no parezcan lo que son —simples tomaduras de pelo—, tendrán que ser el principio de otras más potentes. Algo que cause asombro. Pero es que nadie se lo cree.

Misterios de la Luna   |   COMBO

La Oficina • Capítulo 18  |   Inka Bola

 

Los intocables

A mayores problemas económicos, mayor conservadurismo internacional en las urnas. Portugal y Alemania van girando a la derecha. Aunque no se sabe dónde habita la izquierda, y comenzamos a entender que sólo se ha probado de forma esporádica en el planeta, la peña sostiene que durante los periodos de crisis es precisamente la chusma que se ha enriquecido con los robos y los desfalcos la única capaz de sacarnos del caos. Resulta apasionante creer que los ladrones, en un mundo de atracos, cortan el bacalao mejor que la gente honrada. El único contratiempo de los que se dedican a la mangancia es que tengan la caja vacía, mientras se la vayan llenado miel sobre hojuelas. Los corsarios de las finanzas están contentos porque después de darnos el palo los gobiernos les han vuelto a llenar la saca y visto que la jugada les ha salido redonda nos siguen robando a manos llenas. Así da gusto.
El capitalismo mondo y lirondo ni por asomo puede plantearse ajustar los magníficos salarios de jefes, ejecutivos, brokers y demás pandilla, porque son los que nos zurran la badana. Subirles los impuestos es una locura, porque cogen la pasta y se la llevan a otra parte. Además lo hacen en plan electrónico, o sea, con banda ancha y en veinte segundos. Los sabios exploradores de la economía nos hacen creer que los paraísos fiscales ya no son lo que eran, que hay una lista negra de países turbios y que se investigan las cuentas numeradas. Los «off share» —que en inglés queda más fino que en castellano— se han puesto a colaborar que da gloria verles y se comprometen a pasar información del dinero negro que corretea por sus naciones. Los paraísos fiscales firman que van a ser muy transparentes y entonces salen de la lista negra. ¿Con quién firman y con quién colaboran? Pues firman y colaboran entre ellos. Andorra firma con Gibraltar y con Mónaco, las Islas Caimán con Antigua y Barbuda, Singapur con las islas Cook, y a otra cosa mariposa. ¿No es fantástico? Basta que los paraísos fiscales se comprometan a formar un holding de intereses para que se les considere buenos chicos. ¿Será culpa de los ninja?
A la sociedad en su conjunto le han calado hondo las hipotecas ninja. A su alrededor se ha ido gestando la explicación más facilona de la crisis. El problema, sin embargo, está en los gestores, técnicos y ejecutivos que se lucraron vendiendo casas a quienes no podrían pagarlas nunca, y que siguen hoy haciendo de las suyas sin que nadie les eche el guante. No hay leyes que impidan forrarse a los sujetos que emplean viejos timos de carácter piramidal. Y si las hay, no se aplican.
Las deudas contraídas gracias a los impagados han creado agujeros maravillosos en los bancos y los gobiernos del planeta no han hecho otra cosa que convertirse en avalistas de su rapiña. Un timo se tapa con otro y abre camino al siguiente. La deuda se alimenta de otras deudas y genera intereses y comisiones, que luego pasan a bolsillos de los timadores en un pispás. ¿Qué hacen con esa pasta? Llevársela fuera. ¿Y cómo se cierra después una deuda tan interminable? A escote. Se suben los impuestos y ya está. En un estado del bienestar, subir los impuestos no tendría que ser tan inquietante, lo lamentable es que se haga para tapar los agujeros que han dejado los que se pusieron las botas.
Merece la pena ver la película «El soplón», que se proyecta en las salas de cine, para hacerse una idea de hasta dónde llega la corrupción en las corporaciones. Resulta deslumbrante observar lo fácil que es llevárselo calentito cuando se goza de manga ancha en una multinacional, de modo que ni sienten ni padecen las crisis estos ciudadanos intocables, sin tacha y de buena posición, cuando suben los impuestos. No les afecta porque tienen donde agarrarse. Los ladrones de guante blanco —los jefes y el estrecho círculo que les rodea— ven caer a dos o tres testaferros y ahí termina la historia. Ningún país les mete en cintura porque, sencillamente, son ellos los que trinchan y cortan. Da lo mismo quien haya en el poder, el timo no termina nunca. Como mucho se transforma.

Legítima Defensa  |  Agujeros del Espacio | Iwa

La Oficina • Capítulo 17  |  «Te ayudo a cocinar», blog de David

 

La posteridad

Existen sueños abisales, tan profundos que nunca terminas de despertar y sueños de mentira, tan ligeros que no sabes si has estado durmiendo o tu cerebro no ha hecho otra cosa que pasar de puntillas por el almohadón. Últimamente, tras cerrar el libro de Bernhard Kegel —titulado «El Rojo»— donde narra las aventuras de un deprimido zoólogo alemán en Kaikorua, me paso toda la noche buscando cachalotes en Nueva Zelanda y cada dos por tres me cuelgo de la lámpara de la mesilla. Encuentro el despertador, miro la hora y me doy cuenta de que las manecillas avanzan pero que la historia se rebobina constantemente. Duermo a medida que transcurre el tiempo, incluso tengo la impresión de descansar, pero no me hundo en la fase REM. Y si lo hago, juraría que es de una manera imperceptible, como si hiciera surf sobre las olas del sueño. Me veo a bordo de un catamarán, asomado a la barandilla de la embarcación y aguardando con paciencia infinita a que un cachalote se sumerja en las entrañas del Pacífico para contemplar con arrobo su magnífica aleta caudal. No hay más en la oscuridad de las sábanas cuando se me caen los párpados, el resto es tan liviano que se esbafa en mi propia saliva y es corriente que a mitad de la noche me acerque hasta el frigorífico para regalar el gaznate con un trago de agua fresca. Acto seguido regreso corriendo al catre con la esperanza de obtener un nuevo episodio, pero vuelvo a sobar desde el único punto que recuerdo, el punto de partida y estoy siempre igual, repitiendo el sendero de la cinta de Moebius.
Hay ocasiones en que me gustaría vivir a cámara lenta y otras, en cambio, me encantaría pasar por la vida a la velocidad de la luz para alcanzar muy deprisa los capítulos más interesantes. Sin los gruesos trazos del aburrimiento no tendrían sentido las pinceladas finas de una aventura. Las ráfagas brilantes del placer, del dolor o del miedo aparecen igual que un susto, de repente y cuando estás desprevenido, de modo que la anticipación es un episodio más de la trama y por muy intensa que sea no precipita el desenlace, sólo complica los intermedios.
Antes de viajar a las antípodas me aguardan acontecimientos de variado corte y pelaje. Desde la operación de mi madre a primeros de mes, experiencia de la que no hablo mucho para quitarle hierro al quirófano y cuyo desenlace confío tan rápido como satisfactorio, hasta el cierre de los preparativos. Hay diecinueve mil trescientos kilómetros de distancia entre Zaragoza y Auckland, allá en Nueva Zelanda, vía Londres y con parada en Singapur. Tres continentes separan ambas ciudades y aún no he tomado una decisión sobre la aseguradora. Me queda por delante asumir quién llevará además el control de mi entresuelo durante el mes y medio que durará mi ausencia y esta tarde, si nada se tuerce, me espera una sorpresa. Se trata de un cuadro de Álvaro Díaz Palacios. La extrema ligereza de los sueños también produce dispersión, pero estoy convencido de que la pintura de Álvaro no me dejará indiferente, ya lo intuí cuando estuvo por casa y ahora, sin haberla visto, me vienen a la cabeza multitud de imágenes extrañas. Como si estuviese a punto de pasar a la posteridad, suceso que nada tiene que ver con la fama sino con la libre interpretación que hace un artista sobre las personas, la sociedad y el ambiente en que se desarrollan. Somos luz y también somos sombras, emociones que se evaporan en un instante. Sueños ligeros o muy profundos esperando la realidad.

Buenos Días, Luang Prabang   |   Parque Nacional de Cape Cod

Cícladas   |   Humor negro

Lo turbio y lo cristalino

El oxígeno tendrán que fabricarlo, pero el agua no es ningún problema. La revista Science acaba de publicar una investigación en la que certifica la existencia de H2O en el subsuelo marciano. No sólo en los polos sino también en zonas próximas al ecuador y para colmo además el oro líquido es de una pureza cristalina. Tres cuartos de lo mismo ocurre en la Luna, quién lo iba a decir, con lo árido que parece nuestro satélite y oculta estos secretos fascinantes. Es una pena, sin embargo, que palidezcan frente a los lamentables tapujos que relacionan el agua marina de la Tierra con los enormes pesqueros que faenan sobre el océano Índico. La acción de los piratas que asaltan a los atuneros de aquella zona, y que piden después rescates multimillonarios, obligó a los patronos de las embarcaciones a solicitar la ayuda militar del gobierno de Peta Zeta, cuya respuesta se hizo tanto de rogar —por la pasta que cuesta mantener a los buques de guerra frente a las costas somalíes— que dejaron a los armadores las manos libres. Negar a las multinacionales del mundo pesquero la defensa de su negocio, siendo como son las esquilmadoras marítimas más conocidas del globo, supone un error grave para la sociedad civil española.
Si es triste tener que colaborar con las enormes fábricas congeladoras que surcan los mares, ya sea mediante los impuestos que se desviaron al mandato de buques de la Armada para su defensa o a la pura y simple adquisición de sus productos en los supermercados, creo que es todavía mucho más sangrante favorecer un marco legal para que los atuneros vascos contraten a su libre albedrío su propia vigilancia privada.
Imaginamos que los barquitos pesqueros que salen a navegar desde los puertos de Rentería o de Pasajes son los mismos que faenan después en Namibia, Terranova o Somalia, y no es así. Pescanova, Frudesa y Findus, por poner unos cuantos ejemplos, mantienen durante meses en alta mar impresionantes buques factoría donde no sólo echan el ancla y las redes, sino que también congelan y empaquetan sus productos. Estas grandes empresas tienen fuerza suficiente para costearse su propia vigilancia y es lo que van a hacer contratando los servicios de Levantina de Seguridad. Comprenderán que la empresa contratada no pretende reclutar para los navíos a pavorosos porteros de discoteca, por muy macarras que sean poco o nada podrían hacer frente a corsarios armados con metralletas, granadas y bazookas, así que el gobierno ha concedido a esta empresa de seguretas la singular capacidad de adquirir armas de guerra.
Esta concesión implica crear —de una manera hasta hoy embrionaria— el primer ejército privado de mercenarios españoles. Una vez que se pone la primera piedra y se ofrecen servicios mercantiles con carácter militar, enseguida surgen las necesidades de sistemas de radar, defensa aérea y telemandos, siempre conjugables con equipos electrónicos, minas, fusiles lanzagranadas y un largo rosario de instrumental de combate. Alrededor de treinta sujetos de lo más impresentable están siendo adiestrados por Levantina de Seguridad como si fueran marines con el triste propósito de embarcar en los atuneros vascos. Cobrarán un sueldo de cinco mil euros al mes y me extrañaría sobremanera que a estas alturas de la fiesta desconociesen los armadores cuál es la filiación política del propietario del negocio cuyos servicios han contratado.
José Luis Roberto, aparte de llevar la asesoría jurídica de la patronal de los locales de alterne —asociación de empresarios que trabajan el duro negocio de la prostitución— es su secretario general. Pero resulta que también es uno de los líderes más activos del partido neonazi «España 2000». El jefe de Levantina de Seguridad SL, empresa que se autocalifica como líder en el sector de la recuperación de préstamos, nació al amparo de la Central Obrera Nacional Sindicalista, sindicato fascista de obligada filiación si pretendes conseguir trabajo de segureta en dicho negocio. Luis Roberto, además, es el mentor de los salvajes combates de vale-tudo en España, peleas especialmente sangrientas donde prima la parafernalia ultra y cuyos «gladiadores» firman un documento antes de la pelea para eximir de toda responsabilidad a la organización, a los espónsor e incluso a los contrincantes. Como en las peleas de gallos, lo más jugoso de esta lucha, donde se vale estrangular al adversario, reside en las apuestas. Internet está bien nutrido de informes sobre el jefe de Levantina de Seguridad, incluyendo su amistosa relación con Ernesto Milá, vinculado a los GAL y los suculentos contratos de vigilancia otorgados por Zaplana, próximos a la media docena de millones de euracos.
Es lo que hay, pero parece ser —como escribía en el primer párrafo— que han descubierto agua en la Luna. La detectaron, por lo visto, en las primeras excursiones a nuestro satélite. Los áridos pedruscos lunares que trajeron los astronautas ya contenían agua, pero a los científicos se les antojó un hecho tan imposible que llegaron a creer que los chinazos de algún modo se habrían contaminado al llegar a la Tierra. Les ha costado unas cuantas décadas conocer la verdad. Menos mal que nosotros, con el acuático negocio de la seguridad de los atuneros, nos hemos demorado lo que un parto sencillo —nueve meses— porque fue a principios de enero cuando el gobierno de Peta Zeta firmó su primera autorización.

Planetas fuera del Sistema Solar   |   Nuevo Recorrido del Bus Turístico

La Oficina • Capítulo 16   |   Triunfando

 

El interruptor

Nicholas Carr —a propósito de su último libro— compara internet con un interruptor. Afirma que le apasiona navegar sobre aguas virtuales porque, mediante idoteces, enseguida le asaltan los filibusteros y siempre logran distraerle. Basta una ligera intermitencia en una esquina de la pantalla para que su interés se evapore y pierda completamente la concentración. A nuestro cerebro —según Carr— le encanta absorber nuevos contenidos de información, aunque sean ridículos. Reconozco que a mí me ocurre lo mismo, sólo que estas interrupciones me causan sonrojo y turbación.
Si un dato me transporta a lejanos países acabo mordiendo el anzuelo. «La conspiración de Singapur», por ejemplo, a la hora de escribir este artículo, me atrajo de una manera fascinante y una vez que tuve acceso al archivo entero resulta que me defraudó. Imaginaba una trama fabulosa y no un simple tongo entre conductores de fórmula 1. Que el más famoso de los automovilistas peninsulares —un tal Fernando Alonso— pudiera estar envuelto en una conspiración para apoderarse de la copa del mundo, hubiese tenido cierto interés de haberse planteado literalmente el hecho de mangarla de alguna vitrina. Pero la realidad, en ocasiones, empobrece la ficción y patina a la hora de construir buenos argumentos.
Hay escritores que han novelado la épica de los ciclistas construyendo un libro sobre el tour de Francia, incluso cineastas que han llevado a la pantalla grande la angustiosa soledad de un portero ante el penalti, de modo que habrá quien vea en «la conspiración de Singapur» tal filón que se le salten las lágrimas. Pero en un negocio donde se mueven millones se descubren tongos y amaños con harta frecuencia. Me parece lógico incluso que los conductores de fórmula 1—sobre todo los que no están en la cima— cobren un dinerillo por estrellar su vehículo contra quien haga falta. A los ingenuos amantes de la carreras igual les da un vahído, pero a mi cerebro le defraudan las trampas que emplean los publicistas para captar mi atención. Aunque los comentaristas deportivos exageren hasta la náusea, cuando un título es superior a la trama que luego se desarrolla nos encontramos sencillamente ante un fiasco muy profesional.
Según Nicholas Carr, la red está llena de aficcionados y para profundizar en una investigación detallada siempre son necesarios los profesionales, gente bien pagada y con dedicación exclusiva. El único problema, para mi escaso juicio, es que los que tienen dinero para gastar en investigaciones con demasiada frecuencia también tienen sus intereses, razón por la cual emplean su pasta en contratar los servicios de «gente leal». A menudo se confunde lo objetivo y lo veraz con la publicidad encubierta o descarada. Volviendo a la aburrida «conspiración de Singapur», quien tiene capital para sobornar a un conductor y conseguir que estrelle su vehículo contra otro, también le sobra el dinero para que declare que chocó a propósito. La publicidad no sólo vende productos sino también ideas. La red, como todo en esta vida, está mediatizada por los intereses. Podemos hallar un montón de personas que se apasionan en las investigaciones, sin otro propósito que descubrir la verdad, pero rara vez sus averiguaciones nos saltan a la cara. Al contrario, hay que buscarlas con candil y mientras escarbamos —como afirma Nicholas Carr— es fácil que nos distraigan.
Sin venir a cuento me entero de que a Gadafi le han prohibido instalar su jaima en Central Park. O que la Audiencia Nacional confirma que no es un delito abuchear al Rey, o silbar mientras se oye el Himno, antes de un partido de fútbol. El jefe de Libia —que es un extravagante— seguro que puede pagarse una buena suite en cualquier hotelazo neoyorquino para después darle a la lengua en Naciones Unidas. Y si fuera delito ponerse a dar pitidos al monarca en un estadio, lo tendría chungo la policía para arrestar a tanta peña, de modo que es obvio que los jueces pasen de todo. En cambio, me parece lógico que los senadores de este país quieran terminar con las cláusulas abusivas de las hipotecas, lo raro es que no se les haya ocurrido antes. Cualquier información, como asegura Nicholas Carr, puede llamar a la puerta de nuestro coco pero hay muchas maneras de interpretar los contenidos. El interruptor no sólo se dispara en los ordenadores, donde es detectable con claridad, su presencia resulta mucho más impertinente en la vida cotidiana. Nos han acostumbrado de tal forma a negar la pelma existencia del interruptor que los anuncios y el proselitismo se confunden ya con los sentimientos y las emociones.

Las Montañas Blancas y Yosemite, en California  |  El Big Bang

La Oficina • Capítulo 15  |  Internet en garrafas

 

Culebrones y trileros

Gustavo, el rey de Suecia, no la rana, se ha pegado un rápido garbeo por Zaragoza. Apenas ha salido el monarca de la intermodal para echar un vistazo a los AVE que fabrica Talgo antes de pirarse a Soria, donde tiene previsto hacerse una foto con los dueños de un consorcio hispano-sueco. Pasan los vips por el hangar zaragozano, que está a tiro de piedra entre Barcelona y Madrid, para dejarlos atónitos con el pedazo de estación que han montado los jefes en medio del páramo. Sobra más de la mitad y el resto se queda helada en invierno, por eso los traen cuando todavía hace buen tiempo, no se vayan a constipar. No comprenden que el cierzo, a los nórdicos, se les antoja un brisa primaveral y si te descuidas se quedan en mangas de camisa. Los patronos del norte de Europa son distintos a los mandamases de Magna —o de Magma, para otorgarle cierto aspecto volcánico—. Todavía utilizan el manido recurso de que los trabajadores forman con los directivos algún tipo de equipo. El barullo que han creado los austriacos, canadienses y rusos en torno a «Magma» evita en cambio estas tonterías y gusta de ir al grano. De hecho, una vez visualizada la manifestación que se montó el sábado parecen haber comprendido que la planta de Figueruelas puede ser más conflictiva de lo que imaginaban, así que han filtrado a la prensa germana que van a dejar en la calle a más gente de la que se pensaba en un principio, no sea que las cabras se suban al monte. El propósito es dar yu-yu a la plantilla y comenzar a meterlos en cintura. No me extraña que el comité de empresa haya tenido que desmentir los rumores e incluso hablar de que existe un nuevo plan de productividad sobre la mesa, tantos años obedeciendo han perdido el callo. Los benditos expertos cuentan también que no habrá más despidos, que se trata de una vulgar estrategia. Que ampliando el número ahora se puede jugar luego con cierto margen para regatear, pero el fondo del drama no es cuánta peña se quedará en la calle sino cómo los van a echar. Adelgazar la plantilla o externalizarla son fenómenos distintos. En la jerga negociante da igual encargar faena a un puñado de contratas que traer los currelas desde cualquier entidad creada al efecto, en definitiva se trata de reducir gastos, así que depende de lo que cueste. Pero llevándose el tajo a otros países no hay cera que rascar. Subastar la faena siempre favorece a un listo que se queda con las sobras y si los jefes del terruño tienen la opción de rebañar el plato seguro que el caos se reduce en intensidad. Sin embargo «Magma», como indica su apodo, es una especie de contrata venida a más, pero más a lo bestia. En realidad no necesita encargarle nada a nadie porque ella solita se lo guisa y se lo come, de modo que tenemos un culebrón angustioso por delante, sembrado además de chismes y trileros, que harán gozar a las almas menos sensibles.
No es la primera vez, ni será la última, que se trafica y chantajea con los puestos de trabajo. Si lo hizo la GM no sé porqué los de Magna van a ser diferentes, es una cuestión de dinero, aunque cabe la seria sospecha de que todo está amañado bajo la mesa y que estamos viendo la moviola. La cachaza que demuestra el gobierno estatal con este asunto podría ser una táctica o el simple fruto de su dejadez. Tampoco es lo mismo demoler una fábrica que desmontarla a pedazos. La segunda fórmula permite a la gente hacerse a la idea mientras que la primera los empuja a la guerrilla urbana, al estilo de los altos hornos durante la denominada reconversión industrial. Nunca se ha llegado por estas tierras a un extremo semejante, pero llevan tantos años de toreo y las nuevas generaciones de jóvenes trabajadores se han embarcado en automóviles y en hipotecas, que no sabemos lo que podrían dar de sí. Dos mil parados más son muchos como para tomarse el asunto a la ligera.

Caballitos de Mar   |   En busca de vida extraterrestre

La Oficina • Capítulo 14   |   MALVIVIENDO • Capítulo 7

 

El precio

No se puede ser vigilante de la playa ni conducir el coche fantástico sin darse a la bebida, del mismo modo que no se puede ser alcalde y no llenar de zanjas la ciudad. Puede ser que al final los conductores acaben dándole al frasco, pero harían mejor en vender el automóvil e ir andando, que es una manera rápida de terminar con el sufrimiento de la Opel y al mismo tiempo con Tuzsa. Es una cuestión de salud pública, sobre todo ahora que el cambio climático nos va a regalar un otoño caliente.
No se puede ser ministra de la igualdad y estar exenta de que te caiga encima un antiabortista. Tan predecibles como una tormenta, los provida son unos profesionales de la coacción y como no tienen nada mejor que hacer promueven la fabricación de fetos de goma, los compran y van corriendo a lanzárselos a la cara. En lugar de azotarse los lomos con una cincha, que es lo que les mola, de pronto les sobreviene un exceso de testosterona e intentan saltarle un ojo a los demás; resultará mediocre pero da portadas en los periódicos. Publicidad.
Tampoco se puede ejercer como vicepresidenta de un gobierno y hacer bien la digestión. Si una persona trabaja en política y tiene la cabeza en su sitio, tarde o temprano se le rompen los intestinos. A fuerza de tragar carros y carretas, la política deteriora un montón. Sufrir en silencio una grave oclusión intestinal es para una gobernante lo mismo que para un expresidente llevar la crisis de los cincuenta hasta el paroxismo. Y si no que le pregunten a Aznar, cuyas paradojas le desbordan en sus gestas públicas hasta convertirle en un personaje cómico. Meterse entre pecho y espalda dos mil abdominales diarios le ha dejado la neurona socarrada, así que no es raro ver al jefe honorario de los conservadores presentando libros ajenos y a falta de algo mejor lanzándose flores a sí mismo, que es el colmo de no tener abuela.
Es imposible también estar en la oposición y no sentirse perseguido. La dueña de la comunidad de Madrid hizo creer a su amado público que el ministro del interior tenía en su casa un ordenador gordísimo, un artefacto sin parangón en el mercado, gracias al cual espiaba a todo quisque. Tras escupir un lapo tan hermoso ni siquiera lo lleva a analizar al parlamento europeo. Puede resultar un absurdo y sin embargo se trata de una sana costumbre hispana. Nadie en su sano juicio le pedirá nunca a la peña friqui de Rajoy que lance la piedra y no esconda la mano, porque en eso precisamente consiste su trabajo. Es tan obvio como la oposición de los empresarios de la CEOE a que suban los impuestos. Nadie se escandaliza porque es normal.
Es normal que un tetrapléjico australiano consiga que un juez reconozca su derecho a rechazar un tratamiento. Si esta negación le ocasiona la muerte, allá se las componga. En la mentalidad reaccionaria confundir el dolor con la muerte digna es un suceso correcto. Es preferible que la gente casque rabiando en seco a que digan adiós con morfina hasta las trancas. Todo en la vida tiene un precio, y el de morir cuando quieras y sin sufrir a lomo caliente cuesta un calvario en médicos, jueces y abogados. En cambio, si un nazi apuñala a cara descubierta en el metro de Legazpi a un usuario, el asesino puede alegar que maniobró en legítima defensa, aquejado por un estado de extrema necesidad e incluso poseído por un miedo insuperable. No se puede ser nazi y además resultar coherente, lo lógico es ser rastrero y cobarde. Es su precio.

Patagonia   |   Los peligros del Cosmos

La Oficina • Capítulo 13   |   El Pirineo Catalán

 

Del dicho al hecho va un trecho

Las adhesiones inquebrantables resultan muy aburridas. Pensar que si no estás conmigo estás contra mí es un axioma estúpido que ofrece un panorama monocolor. Que les enseñen unas cuantas fotos de esos micos a los que han realizado un tratamiento con genes humanos para quitarles de encima el daltonismo, y verán las jetas de asombro que ponen al darse cuenta de que la existencia ofrece una escala cromática apabullante. A las gentes que a diario compran El País, escuchan la Cadena Ser o ven la Cuatro, les está ocurriendo tres cuartos de lo mismo, porque no salen de su estupor.
Acostumbrados desde la transición democrática a asociar dichos medios con el partido socialista, se quedan de un aire al oír las críticas y leer los tiernos mamporros que los periodistas dedican al presidente del gobierno. Más estupefactos todavía se quedan los asiduos lectores de El Mundo o los videntes de Intereconomía y Veo TV, cuando los opositores del PSOE le dedican algún extraño y tímido aplauso a Peta Zeta. Qué está pasando, ¿alguien le ha dado la vuelta al calcetín?
No pequemos de ingenuos, la política siempre estuvo ligada a intereses económicos y a menudo genera extraños compañeros de alcoba. Los grupos editoriales, radiofónicos y audiovisuales necesitan fuertes entradas de dinero para mantener sus estructuras y propiciar sus negocios. Nadie habla de las cuatro perras gordas que cobran los periodistas, lo mismo da que trabajen para los medios de izquierdas o de derechas, pero todos se llenan la boca soltando perlas a propósito de la libertad de expresión y de lo importante que resulta la prensa en los sistemas democráticos. Al final, por una simple cuestión de dinero, el ambiente se vuelve irrespirable y los consumidores de noticiasse miran con cara de pasmo. No saben si alguien les ha timado o es que de veras cambian las tornas y semejante vuelco les ha pillado a contrapié. ¿Es la historia de una presión o de una venganza?
La culpa del despropósito la tiene como siempre el fútbol y los soberbios réditos que reporta. El negocio del pelotón consiguió lo inaudito, que el gobierno se comprometiera a quitar los anuncios de las teles estatales. Lo soltó pensando en sus amigos de la Sexta, que habían montado ya una corporación mediática con el diario Público, para optar por la emisión de los partidos en una nueva cadena llamada Gol. Esta es la razón por la que toda la península ha tenido que pasar por el aro de la TDT. Creando una TDT de pago podrían llevarse los partidos, y los señores de El País y la Cadena Ser están de morros con el gobierno porque han perdido una buena tajada del pastel. En líneas gruesas es lo que ocurre, así que no pasa nada del otro jueves. Estamos hablando de intereses económicos mondos y lirondos.
¿Qué tiene que ver el estado de la nación con las perras? Pues todo. Ya siento que haya gente que a estas alturas se caiga del guindo, pero es lo que hay. Sin pasta de por medio no hay aplausos ni abucheos. A la prensa libre hay que ponerla siempre entre comillas, porque depende de sus dueños y si los amos están descontentos dan la orden de criticar lo que antes se trataba con carantoñas y arrumacos. O a la inversa. Si conviene económicamente soltar flores a los cerdos, se hace. No hay más. Los periodistas, en este sarao, no son más que peones y hacen lo que les mandan. Por eso ahora se habla mucho de que el PSOE está en horas bajas, que no hay crítica interna y que maniobran improvisadamente. Es lo que toca y si lo analizamos con frialdad no existen razones objetivas para deducir que antes no ocurriera exactamente lo mismo. No se gobierna ni mejor ni peor, sólo se pierden amigos poderosos o se quejan en voz alta y sin el tierno espaldarazo de los medios más afines el ilustre Peta Zeta, como en su tiempo Aznar o González, tiene los días contados. Ahora sólo falta por ver si se trata de una estrategia de markéting o van en serio.

Termina el invierno en Nueva Zelanda   |   Los gigantes gaseosos

La Oficina • Capítulo 12   |   Kimberley, Australia

 

Cromos neoyorquinos

En el domicilio de mis vecinas se ha producido una estampa muy neoyorquina. Dámaso, el «coach» de Jenny, Eloísa e Ibón, estaba apoyado contra el quicio de la puerta principal en calzoncillos y camiseta de tirantes, una talla XXL, al estilo de los «latin kings», que disimulaba el eslip. Llevaba una toalla sobre los hombros y el pelo alborotado, como si acabara de darse una ducha y hubiera salido después a respirar un poco de aire fresco a la calle.
A finales de septiembre, por la mañana, se levanta un cierzo muy sabrosón los domingos que, por su fresquito, recuerda al peruano la rasca de Cuzco, su tierra natal. Con un mate en la mano, conversaba Dámaso en distendida cháchara con Dj Rancio, cuyo bluetooth estaba conectado al iphone de Jenny, circunstancia que les permitía escuchar la música por los altavoces del entresuelo. Habían sacado uno de los bafles hasta la acera para deleitar al vecindario con la horrible grabación del concierto que acababa de ofrecer Dj Tiesto —competencia directa de Rancio— en las playas de la Expo la noche anterior, un trabajo que estaban poniendo a caldo entre los dos hombres mientras Jenny, ajena al diálogo, se calzaba unas uñas de cerámica sentada en el escalón.
Música alta y sujetos a la puerta de sus domicilios igual a paisaje urbano de América del Norte, la ecuación era fácil. Hace unos años esta fotografía era corriente en Botorrita o Beceite —entiéndanse estas localidades como un ejemplo, pues en todas las provincias ocurría lo mismo—, la única diferencia es que la peña salía a la calle con sus sillas de anea oyendo el carrusel deportivo o haciendo punto. Exhibían sus receptores de radio con la misma falta de gracia que ahora cualquier imberbe juega con su móvil por la acera, así que no hemos cambiado tanto los seres humanos.
En la época de mi nacimiento, próxima a la última era glacial, lo frecuente era vivir de puertas afuera igual que hacen ahora los habitantes de los suburbios neoyorquinos. Esta sana costumbre la interpretaban entonces las gentes más guapas como algo cutre, de mal gusto y excesivamente popular. A su juicio no evidenciaba otra cosa que la ausencia de un simple ventilador en tu domicilio, porque el aire acondicionado y los frigoríficos, lo mismo que las catalíticas en invierno, llegarían al panorama electrodoméstico peninsular mucho después. En mi infancia teníamos neveras, braseros y abanicos, pero bastaba un taburete para organizar tertulias en los portales.
Nunca se me ha pasado por la cabeza viajar a Estados Unidos, tengo la nítida impresión de que no me iba a gustar, de modo que hablo por lo que he visto en las series y las películas. En cualquier largometraje salen los americanos de sus coches con increíble desparpajo, hasta el extremo de olvidarse las llaves en el vehículo o no cerrar la puerta. En las películas de ahora, existiendo mandos electrónicos, pasa lo mismo. Esta actitud, incomprensible para un europeo, de crío me indujo a creer que los yanquis eran ricos o conseguían sus automóviles mediante alguna tómbola. No debían guardar allí nada de valor porque volvían luego y jamás echaban nada en falta. Con el paso de los años comprendí que se trataba de un simple sobreentendido, una estrategia cinematográfica para economizar fotogramas. Rara vez aparece un yanqui en el váter, y es impensable que no tengan culo, así que hablar por lo que nos muestran en sus películas es como hacerlo por boca de ganso.
Iba pensando en mi próximo viaje a Nueva Zelanda, país que —si no se presentan problemas de última hora— visitaré a finales de octubre, y en la sana conveniencia de contratar un seguro médico, porque en las antípodas —igual que en Estados Unidos— cada cual debe costearse sus propias desgracias, cuando me topé de bruces con este cromo de Nueva York en el centro zaragozano y se me hizo extraño. Había visto a los chinos del Todo a Cien, hace más de una semana, cuando aún le pegaba el calor, sacar los taburetes a la acera y descalzarse las chanclas por la noche, y me llamó poderosamente la atención. Pero los latinoamericanos no dan puntada sin hilo. En primer lugar, porque es raro ver la puerta principal de mis vecinas abierta de par en par, con el gusto que le han cogido a la clandestinidad y con el ahínco que se aplican en el arte de pasar desapercibidos. Y en segundo lugar, que Dámaso hiciera ostentación masculina de encontrarse a sus anchas me resultó preocupante. Todo este cromo se me vino encima al coger las llaves para entrar en casa y necesité más de una hora larga de reflexión, una vez dentro de mi domicilio, para encajar la piezas.
Reconozco que iba distraído y confuso repasando la cuartilla de una aseguradora que responde al logo de Uni-Care, cuya empresa afirma con todo lujo de detalles cubrir la evacuación médica, la cirugía, el hospital e incluso el alivio del dolor, la pérdida o el robo de mis pertenencias, así como un grueso puñado de sesiones de acupuntura. En el peor de los supuestos, dicha firma se atreve incluso a valorar sin límites la repatración de mi cadáver y rayando el paroxismo se compromete a abonarme cien dólares diarios en caso de secuestro. Comprenderán que leer tan prolija relación de complicaciones, un domingo y con el desayuno bailando todavía en el estómago, genera tal desazón existencialista que nubla de un plumazo la vida cotidiana.

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«Stand-by»

Parece ser que ayer se estuvieron divirtiendo de lo lindo los políticos de esta comunidad que califican de autónoma —y que, sin embargo, cada día que pasa, lleva camino de ser más bien automática— en ese maravilloso parlamento moruno de la Aljafería, que tiene trazas de gallinero comarcal. Allí suelen reunirse nuestros ineptos para enseñarse los trajes, el moreno adquirido durante el verano y para dejarse ver ante el populacho, cuyos asientos en la balaustrada superior ocupan cuando se abre el cónclave de septiembre los vips de las tres provincias. Y no todos, porque no caben. Así que la gente normal no acude a la apertura del inicio de curso, por llamarlo de alguna manera, sino que asiste por la tele, la radio y la prensa en general. Durante la jornada de hoy también le han dado a la lengua, sobre todo después de hacerse una idea del panorama presentado por el gran jefe, don Marcelino, que nadie sabe si seguirá en adelante porque se largó un panegírico morrocotudo. Narró las excelencias de una década y si se lo monta así es por dos razones: o pasa de aferrarse a la poltrona o no tiene nada nuevo que decir. Largar ante la audiencia un rollazo de tal calibre duerme a las ovejas, distrae a los reporteros —que se conocen el paño— y aburre a los ujieres, pero cubre el tiempo que da gloria. Siempre puede decir don Marcelino que nació en el paleolítico, porque en Bonansa ni siquiera había luz eléctrica cuando vino al mundo, de modo que todo es avance y bienestar. Pero ya nos lo sabemos de memoria.
En esta tierra hemos gozado de escasos políticos con dotes oratorias y los que aspiran a colgarse la medalla pecan de sentar cátedra y acaban construyendo soporíferas clases magistrales. Lo más común entre ellos es soltar de vez en cuando algún chascarrillo de nula gracia que, al contrario de lo que dicta el sentido común, logra arrancar de los diputados sonrisas de aturdimiento. Lo difícil es mantener el nivel y cuando lo intentan resulta de lo más patético, tal es el grado de mediocridad que se respira en el hemiciclo aragonés y que —reconozcámoslo— tampoco es más bajo que el de las Cortes en Madrid. Los periodistas tienen que hacer cabriolas con sus imágenes y palabras para montar un resumen que ofrezca un mínimo de vitalidad, porque escucharlos a palo seco resulta amuermante. En cambio los políticos prefieren esta forma letárgica a entrar en el cuerpo a cuerpo, porque la ausencia de reflejos y el barullo mental les juega malas pasadas. Por eso el estado natural de nuestra comunidad «automática» es el coma, el encefalograma plano, el «stand-by».
Tiene razón la presidenta de Chunta al afirmar que don Marcelino maneja un gobierno provisional de manera interina, pero dudo que algún otro jefe haya hecho algo distinto. Sus mensajes no llegan a la población y sus labores tienen el triste aspecto de no pasar de la burocracia. Lo que ha dicho el jefe de los conservadores —que a don Marcelino le falta coraje y que traiciona a los aragoneses— podría aducirse de cualquiera de los ocupantes del butacón presidencial. No es la primera vez que se escucha este ripio en la cámara y tampoco será la última, de modo que no presenta ninguna novedad.
El resultado del debate es tan anodino como indignante, pero habitual. Salvo que don Marcelino aclare de una vez si volverá a presentarse en las próximas elecciones, que al fin y al cabo todo se reduce a saber quién pondrá sus nalgas en la jefatura de la Diputación General, el resto es puro folclore político. El ubicuo súper-Biel, que ha regresado de sus vacaciones con renovados ímpetus y que aspira desde antaño a seguir viviendo del cuento de las bisagras, lo mismo le da gobernar con los populares que con los socialdemócratas. El hombre está siempre al sol que más calienta e incluso sobrevive a que entre y salga del trullo la alcaldesa de La Muela. No me extrañaría nada que acudiera a la manifestación de la Opel, porque rara es la foto que se pierde. Y que fueran también todos los demás. Aquí se organizan las más exitosas manifestaciones cuando todo está perdido. Nos salen redondas.

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La Oficina • Capítulo 11   |   Las Buenas Ideas