¿Y a qué se dedica el guardián de un argumento?

Cuando se habla de un guardián enseguida nos viene a la cabeza  todo el imperio romano. Pensamos, no sé por qué, en un merluzo que calza sandalias y lleva un escobón sobre el casco, uno de esos que a la menor sospecha agarra el escudo y nos cierra el paso con una lanza.

Si han pensado en un arquetipo más actual, con su pistola en la sobaquera y su pinganillo en la oreja, también vale. Ya lo del clásico antidisturbios me hace menos gracia, por no decir ninguna. Y ya puestos a elegir prefiero a los guardianes de los juegos de rol, cuyos muñecos representan opciones de maniobra y capacidades de toda índole.

En cualquier caso los guardianes suelen estar cachas y a menudo flanquean una puerta misteriosa, custodian una caja de caudales o simplemente a otro individuo, al cual llevan en volandas alejándolo de todo mal. El sujeto en cuestión, y me refiero al guardián, no es propietario del lugar ni de las personas, tan sólo está allí para impedir la entrada o la proximidad de los desconocidos.  Un guardián, por lo general, es  alguien de confianza pero, por mucho que se suba a la parra, no deja de ser lo que es:  un segureta, un mercenario o un portero venido a más. Gente que se gana las habichuelas repartiendo mamporros, sugiriendo que te va a zurrar la badana o simplemente poniendo cara de pocos amigos.

Ya habrán comprendido que un guardián + un argumento = cosa rara.

¿Por qué?

Porque, cuando se habla de un argumento, la peña no sabe muy bien a qué atenerse. La primera idea que se les cruza  por el coco suele ser la de un libro. Y con el libro ya entre las manos seguro que les entra el sueño y se duermen. Pero si hay suerte, y antes de la siesta le damos un poco más a la olla, igual nos viene a la memoria una materia escolar. Incluso podemos recordar algún profesor, o profesora, preguntándonos por el argumento de ciertos volúmenes. Seguramente su imaginación les ha trasladado por un segundo al pasado y se han visto en un pupitre asistiendo a una clase de literatura. Si es así reciban mi enhorabuena  porque en algún instante de su vida aprendieron que el argumento era la trama de un texto, ¿recuerdan? O dicho de un modo más castizo: desbrozar un argumento consiste en contarle a otra persona de qué va una película, una serie de televisión, una novela… Podemos hacer un resumen de lo que sea a cualquier persona, pero también un anuncio, un avance o un spoiler, que se dice ahora.

De hecho, cada vez que le contamos nuestras aventuras y desdichas a nuestros amigos y parientes, estamos elaborando un argumento de lo que nos concierne. A veces, con el simple propósito de que nos consuelen o nos comprendan, resulta que nos dejamos llevar por la pasión e interpretamos, con mayor o menor soltura, una secuencia de nuestra vida. Otras, para desahogarnos, cargamos las tintas al narrar un hecho. Por si fuera poco, en nuestros círculos de amistades ejercemos de observadores o maniobramos como  periodistas, y más en la actualidad, cuando  podemos tomar fotos de un suceso y publicarlas de inmediato en las redes sociales.

Los medios de comunicación -y los de incomunicación también- construyen argumentos a la hora de contar los hechos. Dicen que es para facilitar la comprensión, pero también lo hacen para comernos el tarro. Por ejemplo, las corporaciones y las multinacionales elaboran argumentos que nos motivan a consumir sus productos. Incluso los gobiernos inventan un argumento y lo repiten una y otra vez hasta que chipia o empapa a la opinión pública. Y lo hacen mediante una narración política, casi siempre falaz pero que suele ser efectiva, no en vano la promocionan con abundantes recursos económicos. De hecho hay miles de cabezas bien pagadas y con el suficiente oficio para abrillantar con cierto éxito la realidad y se creen unos expertos a la hora de contar historias.

Así que tener un buen argumento no sólo está de moda, es de vital importancia. Máxime cuando estamos hablando de un argumento científico, tratado en clave de humor y que abarca 13 mil ochocientos millones de años. Pero, ¿cómo tendría que ser ese guardián y frente a qué amenazas nos defiende?

La fundamental es el tiempo. Y la secundaria, aunque muy aparente, representa a nuestros miedos más antiguos, de los que se han apropiado las religiones.

El tiempo es muy oxidante, deteriora las ideas y envejece a  los dueños de las mismas por simple uso y costumbre. Tres cuartos de lo mismo ocurre con las creaciones que realizamos, de modo que un guardián del argumento está obligado a rejuvenecer la obra, mantenerla viva y despierta, actualizarla según se representa, cuidarla con cariño y esmero e impedir en la medida de lo posible que degenere. Por lógica está obligado a promover su crecimiento y desarrollo, pues de su éxito depende y a él se confiere.

Para certificar esta actitud de defensa generé un concepto tan absurdo como necesario en una pieza de clown: el guardián del argumento. Algo así como el defensor de las fuentes, la persona que recuerda de dónde nació algo, la que apuntó lo que ocurría, el testigo de guardia. Y para estar a tono, reconozco que no tardé mucho en imaginarme con una nariz roja y unas enormes gafas de pasta, defendiendo a bofetada limpia el montón de papeles que iba guardando en la cartera.

Como era evidente que desconocía los entresijos creativos del clown, hubiera sido estúpido generar una obra que no pudiera transformarse a medida que se monta.  Frente a la idea de un autor prepotente, de los que se empecinan en mantener sus propuestas sin dar el brazo a torcer, conviene al escritor de un texto para clown verse durante el proceso como un  testigo, no como un juez. De hecho puedes aportar al juego creativo todas las tramas que se te ocurran pero sólo saldrán adelante aquellas que de veras funcionen.  De esta manera tu capacidad de influencia se multiplica o se reduce según tus aciertos o tus errores, porque está en tu mano responder a lo que se necesita justo donde se requiere.  Y como no hay nada más edificante que ser útil a la sociedad, por pequeña que sea, lo lógico es que  defiendas sus argumentos, porque al fin y al cabo son los tuyos.   Así comprendes que el argumento se ha generado de una forma colectiva  y adquieres la dimensión de un dramaturgo, versionista, adaptador, guionista o sencillamente un guardián del argumento,  instrumento del que me siento muy orgulloso. Sobre todo cada vez que tengo la oportunidad de ver en acción a la doctora Aspasia.

Porque si nos comparamos  con la gran Historia que cuenta Aspasia,  apenas representamos una mota de polvo en el universo. Y como a todo hijo de vecino nos interesa recibir de vez en cuando un baño de humildad. O sea, sentirnos muy poca cosa para comprender lo casual de nuestra existencia. A  fin de cuentas estamos viviendo aquí, en esta bola de agua que gira alrededor del sol,  de auténtica chiripa. Sin conciencia alguna viajamos por el universo montados en el tren de la Vía Láctea, una maquinaria fabulosa que recorre la telaraña cósmica a 230mil kilómetros por hora.

 

 

COSMOAGONÍA
Hoy sábado 31, dos funciones. A las 20,00 y a las 22,00 hs.
Espacio Gromeló
En el Bar La Caja Tonta
Calle Comandante Repollés, 21

 

www.aspasia.university


Lo que no mata, engorda

Llega el último día de ensayos antes del estreno y aparecen los nervios. No es lo único que aparece, también me ha venido a visitar la nostalgia. Hasta ahora creía que estar de los nervios antes de una representación era un problema de actores y que sentir nostalgia cuando precisamente empieza la aventura era un fenómeno paranormal. Quién sabe. Igual, en el fondo de mi corazoncito, tal vez me sienta todavía un actor. En cuanto a la forma, no sabría decirles. De tener que explicarlo la doctora Aspasia, atribuiría mi estado de ánimo a una manipulación desafortunada del Big Bang. No sería la primera vez que alguien se encuentra por la calle a su otro yo y resulta que no hacen buenas migas… ¿Hacen o no hacen ahora unas migas? Con su chorizo braseado, ¿eh?

El teatro siempre maneja un antes y un después. Los ciclos se suceden y aunque resulte contraproducente anticipar las emociones, el hecho de haber vivido ya procesos semejantes repercute en la serenidad. Pero, ¿qué es la serenidad? Si tuviéramos que incluir a la serenidad en la Tabla Periódica ocuparía un espacio entre las Tierras Raras, seguramente junto al europio, el gadolinio o el lutecio, metales de transición que son relativamente escasos en la naturaleza. Pues con la serenidad ocurre tres cuartos de lo mismo, sólo que uno de sus mayores atractivos —la permanencia— es aleatoria y encima se hace mucho de rogar. O dicho de otro modo, que no es lo mismo tener veinticinco años que cincuenta. Y lo que es más importante: que aún queda cierto recorrido hasta encontrarte con la vejez.

A los cincuenta y tantos—no entraré en detalles— te tomas la vida de otra manera. O al menos lo intentas, porque la serenidad se me antoja ahora un estado de ánimo relativo, fugaz, aunque algo más estable que a finales de los 70. En aquella época hacer teatro era una locura. O sea, que te tomaban por un loco y no quedaba más remedio que salir adelante a trompadas. Ahora da igual la profesión, que las trompadas no te las quita nadie. Así que terminas sacando la vara de medir los riesgos y también la de observar fenómenos. Y así, midiendo y observando, he llegado a la relajante conclusión de que tal vez estemos hablando de estreno cuando la representación del sábado podría calificarse tan rícamente como un pre-estreno. ¿O no? Lo digo por quitar hierro al asunto y recuperar la compostura.

Tengan en cuenta que en el mundo de la farándula escasean las abuelas, de ahí nuestra natural tendencia a la exageración. La sala en la que se pondrá mañana en pie el espectáculo presenta un aforo muy familiar, asunto que, lejos de ser un inconveniente, resulta a las claras un acierto. No sólo porque la experiencia será más entrañable y enriquecedora, sino también porque a cualquier actor la proximidad del público le sienta de maravilla. La disfruta mejor. Y mucho más si hablamos de una clown, como la doctora Aspasia, acostumbrada a trabajar en aulas magnas y con todos lo medios audio-visuales a su alcance. En un ámbito más reducido toda la sabiduría que acumula Aspasia se expandirá de forma geométrica, alcanzando los nervios simpáticos y parasimpáticos de la concurrencia hasta aflojar sus mandíbulas. Y notarán entonces que les atraviesa el humor con la fuerza de un mordisco.

Salta a la vista cómo está el panorama de la Ciencia, cómo está el de las artes escénicas y en general cómo está todo el patio de vecinos, así que soy consciente de que ahora los estrenos son simplemente estrenos y que si algo pasa con mi memoria es que no está precisamente a estrenar, más bien se está volviendo caprichosa. Por ejemplo, me hace recordar que de niño, cuando hablaban por la radio de un estreno, calificaban dicho evento con el título de mundial. Y jamás puse en duda que en su mayor parte fueran estrenos mundiales, pero tanta rimbombancia me convirtió en un escéptico sobre su magnitud e importancia. Es más, en cuanto a calidad y cantidad de caspa que rezumase el evento, lo planetario podía inducir a error. En mi infancia abundaba la caspa y desconozco cuándo se cansaron de los estrenos mundiales pero, cada vez que se realizaba por primera vez una pieza en cualquier localidad, por pequeña que fuese, era considerada de por sí un estreno. Y esto era muy desconcertante. Tan desconcertante que unos lustros después me pasaría quince años estrenando, porque rara vez se repite una función en un mismo sitio; salvo que la ciudad sea grande. En fin, reconozco que el tema es prolijo y que resulta fácil irme con él de paseo por los cerros de Úbeda. Mi natural tendencia a enrollarme como una persiana suele crecer con los nervios y conduce en ocasiones a precipicios, bosques y sembrados de los que parece imposible escapar. ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Que es el último día de ensayos.

Tampoco es que sea una verdad irrefutable. En el teatro se ensaya a menudo, así que no será el último. Pero sí que es verdad que esa sensación de que ya está todo listo para presentar por fin el espectáculo al público, de que está «todo el pescado vendido» —como dice Alfonso, el director de la obra, desde hace unos días—, esa impresión de que un riachuelo nace, va creciendo y desemboca de pronto en un río más grande, pues esa impresión no me la quito de encima. Y supongo que es debido a la cochina experiencia. A la necesidad que tenemos a veces de detener el tiempo, sobre todo cuando estamos disfrutando. Para que no se escape.

COSMOAGONÍA
Sábado 24 y 31 a las 21 hs.
Espacio Gromeló
En el Bar La Caja Tonta
Calle Comandante Repollés, 21

El historión

Me gusta poco ir a matacaballo pero hace un par de meses que no escribo de otra forma. De hecho llevo dándole al bolígrafo sesenta días seguidos, sin pensar en otra materia que el texto, de modo que hasta ahora no he tenido la oportunidad de escapar a semejante trajín. Y echaba en falta cierto reposo. A los que practicamos el oficio de juntar letras nos encanta, por lo general, concedernos un tiempo y un espacio para crear líneas, frases e ir llenando cuartillas.

No es que me haya vuelto a embarcar en una novela. No, ya lo lamento. Tampoco me apetece escribir artículos ni crónicas de actualidad. Ahora la actualidad es tan densa, tan dura y tan rancia que basta con echar un vistazo a la libreta de ahorros para hacerse un croquis de cómo funciona el mundo. Los números hablan por sí solos, nos condenan a vivir la actualidad en primera persona y si no fuera suficiente da igual. Abra usted la puerta de su casa y la vorágine del patio de vecinos le obligará entonces a respirar esa atmósfera agobiante que estrangula a todo un país.

Una vez atrapado en la impotencia, y tal vez por esa misma razón, se verá usted empujado de repente a una encrucijada darwinista: o se adapta o muere. Parece sencillo. O una cosa o la otra, ¿verdad? El problema llega cuando la adaptación y la muerte significan prácticamente lo mismo. Y no hay que ser muy listo. La miseria que nos rodea es tan eficaz que adaptarse a ella nos arrastra peligrosamente hacia una lenta agonía. La balanza del futuro ya se inclina en esa triste dirección, de modo que no hay más remedio que provocar una ruptura, una transformación, un cambio profundo.

Yo también necesitaba un cambio pero no sabía cuál. Llegó de una forma fortuita, casual. Y cuando me hicieron la propuesta me sorprendí asintiendo con absoluta desvergüenza, como si hubiese caído en el momento exacto. Pero no tenía la menor idea de que iba a convertirme de pronto en el guardián de un argumento fascinante. Extraño. Muy singular.

La doctora Aspasia • fotografía de Lisístrata Live In Tokyo

Es cierto que la ocasión me la pintaron calva. O dicho de otro modo, que me hicieron una oferta que no pude rechazar. Y no estoy hablando de dinero. Quien se acerque a la cultura con el propósito de enriquecerse no tardará mucho en comprender que está perdiendo el tiempo. A fin de cuentas, y en el mejor de los casos, el éxito es una consecuencia del trabajo, el esfuerzo y la dignidad del resultado. A todos estos condimentos, además, deberemos añadir la suerte, que en algunas circunstancias parece amiga de la magia. O de la fantasía, tal es el número de coincidencias que tendrán que producirse para ganar un dinero con el arte. En cualquier caso no hablo de economía, sino del motor que desencadena los acontecimientos creativos. Una abstracción que podríamos resumir en un verbo: enamorarse. No en vano, la moneda de curso legal más frecuente entre los artistas es la del entusiasmo. La pasión.

Los artistas, cuando venden una idea a otros artistas —ya sea buscando colaboradores o socios—, cuando se dejan llevar por el cariño que sienten por lo que hacen, no sólo comparten la emoción que les embriaga sino que proyectan sobre los demás el sentimiento de una proximidad absoluta. Se trata de un calor afectivo que les quita de golpe varios años de encima y brillan entonces de una manera especial. Irresistible. Podríamos decir incluso que resplandecen al mismo tiempo que las ideas que transmiten. Y he de reconocer que, dentro de la propuesta, el argumento que tendría que defender me resultaba muy sabroso. Entre otras cosas porque ofrecía a mi paladar los ingredientes fundamentales: el regusto de un vino añejo, el olor de una entrañable amistad y hasta el sonido antiguo de un proyecto que años atrás dejé suspendido en el tiempo.

Me estaban ofreciendo de nuevo la oportunidad de acercarme al teatro, a la escena. Pero esta vez como dramaturgo y con el regalo añadido de crear un texto de clown. Como lo oyen. De clown para adultos, además. ¿Y cómo se escribe algo así? ¿Fabricando onomatopeyas al estilo de un comic? Y en ese caso, ¿cuántos zascas se valen? ¿Cuántos cuac son redundantes y cuántos son necesarios? Grandes dudas, grandes retos. Por si fuera poco, el argumento a tratar no era otro que la Gran Historia. O dicho de otro modo, promover la divulgación científica desde la óptica del humor, por lo que tendría que concentrar trece mil ochocientos millones de años de Historia en apenas una hora de espectáculo… Y ya el mero hecho de pensarlo me produjo una carcajada.

Lo que para cualquier actor resulta un hándicap, para un clown es un manjar. El clown se alimenta de problemas. Y cuanto más grande es el problema más nos enternece y más humano resulta. Así que una sola persona, pegada a una nariz roja, puede hechizar a los espectadores durante hora y pico con cualquier argumento por inconmensurable que sea. Basta con dotarla de un carácter singular. Un carácter tan poderoso que, con su mera presencia, sostenga entre sus dedos todo el conocimiento del planeta. Y así creció la doctora Aspasia, toda una eminencia en la asignatura que imparte: la cosmogonia. Tal cual suena y sin acentos.

Y qué es la cosmogonia, se preguntarán ustedes. La cosmogonia es una narración científica sobre el origen y la evolución del universo. O sea, un auténtico historión. Un historión en el que buceo desde hace un par de meses, que me atrapa y me hace reír, con la falta que hace el humor en los tiempos que corren… La pieza está en su recta final de ensayos y en enero por fin se abrirá al público. Les mantendré informados sobre el día y la hora de las funciones. Mientras tanto quede constancia aquí de lo que estoy haciendo, no vayan a pensar que me he adaptado a la situación. O todavía peor, que ya estoy muerto. Simplemente ocurre que estoy haciendo algo nuevo para mí. Y más que un texto parece una música. Una partitura. También me pasa que tengo la sensación de haber vuelto otra vez al final de los años 70, cuando hacer teatro era algo parecido a construir tu propia leyenda, y ya comprenderán que digerir esta nueva etapa resulta a veces mareante.

El mundo es maravilloso en Españolandia

Los analistas más sesudos, los que se dedican profesionalmente a impartir en las universidades las carreras asociadas a la política, no observan la realidad como la muestran los telediarios. Las últimas tesis, ensayos y publicaciones especializadas recrean sociedades, analizan por estratos la situación y generan nuevos hábitat, probando incluso algunas propuestas locales y midiendo los resultados de una manera científica. El análisis político, fuera del cauce de los medios de persuasión —televisiones, radios y periódicos tradicionales—, ha estado siempre al servicio de los grandes intereses económicos. Ligado a la información y la inteligencia, fundamentaba sus estudios en estabilizar el sistema, investigando fórmulas de predicción y manipulación de la actualidad para generar oportunidades, obviamente, en beneficio de los que financian el proyecto y de los que sustentan el sistema que lo promueve.

Esto que hoy nos parece una obviedad, el hecho de asumir que el que paga manda, aunque parezca mentira es una percepción novedosa. Los líderes de antaño dirigían a la manada a hostia limpia, tenían que estar en la pomada repartiendo mandobles para mantener el estatus, lo que resultaba tan agotador y peligroso que iba diezmando a la nobleza. Ahora esta gentuza pagan a otros para que sometan al rebaño, ya sea a golpe de vara —modo tradicional— o abandonando a su suerte a plebeyos, criados y demás huestes. O sea, olvidándose de aquellos que no pueden utilizar a conveniencia y si se ponen muy plomos se les atiza y se les multa, basta con una llamada de teléfono. Y ahora ya ni eso. Resulta lamentable, pero hemos avanzado poco como sociedad y sin embargo las élites están viviendo como nunca. Manteniendo su estructura piramidal, el desarrollo y crecimiento de los dueños del cotarro ha sido geométrico en las últimas décadas. Cada vez son menos los multimillonarios pero cada vez son más poderosos y más ricos. De hecho hay individuos, familias y sociedades que pagan a los jefes para que manden por ellos.

Los que de veras tienen la sartén por el mango carecen de afán de protagonismo, es más prefieren pasar desapercibidos. Los negocios y los pelotazos exigen cierta confidencialidad, por eso crean sus zonas restringidas de socialización y disfrutan del ocio en ambientes selectos. En general no les gusta dar la nota, que es una conducta propia de nuevos ricos, prefieren vivir como dios en grandes casoplones, rodeados de escoltas y cámaras, mientras engordan sus cuentas secretas en paraísos fiscales. Algunos de ellos van tan sobrados de liquidez que incluso fundan organizaciones benéficas y recuerdo haber leído —¿dónde fue?— que un segmento de esta alegre pandilla anda por ahí pidiendo que les suban los impuestos. Han hecho cuentas y resulta que han ahorrado para varias reencarnaciones, las suyas y las de sus nietos, hasta el extremo de que no saben qué hacer con la pasta que les sobra y les ha entrado de repente un canguelo inexplicable, con lo tranquilos que estamos.

Sospecho que este último subgrupo de mega-ricos será muy exiguo, cuatro o cinco fulanos como mucho, pero muy bien informados. No como yo, que he tenido acceso a la noticia mediante la adquisición de una revista pedorra en el kiosko. Reconozco que la publicación es de lo más mundana y que sólo despertó mi curiosidad por las chancletas que ofrecía de regalo. Ahora comprendo que por cinco euros el lote sólo te llevas a casa una auténtica carroña, pero gente como Warren Buffett, el famoso inversor norteamericano, es consciente de estos timos desde la cuna y por eso comprende que, de seguir así, estafando a la gente, se puede armar una buena sangría a no mucho tardar. Por eso pide el gachó que le suban los impuestos, a ver si de esta forma se salva del motín o se acuerda alguien de lo majo que fue.

La noticia, todo sea dicho de paso, es de 2011, pero este magacín la comenta en un recuadrito como si fuera de antes de ayer. Además su empresa editora se jacta de viajar en el tiempo firmando su número de agosto de 2014 cuando todavía estamos en julio, pero qué más da. Ahora da todo lo mismo. De hecho acabo de leer una encuesta de un periódico digital y sus referencias al futuro resultaban tan incomprensibles como las de esta revista, así que a la hora de llegar al análisis he desistido completamente. Tan sólo me he quedado con un porcentaje que asociaban a la palabra «nunca», fijándolo en un apabullante 80%. La pregunta, como podrán imaginar, mencionaba el desempleo y en el fondo intentaba medir de alguna manera la credibilidad del gobierno, que estos días saca pecho y se pone triunfalista. Fíjense lo bien que funciona todo en Españolandia que hoy mismo hemos conocido que el ministerio que se ocupa del empleo ha tenido el valor de fundirse más de seiscientos mil euros en amueblar los despachos de sus directivos. O lo que es lo mismo, más de mil cuatrocientos subsidios se han gastado en mesas, lámparas y sillones. Sumen a esta cantidad los dos millones de euros que ha costado iluminar y climatizar estos despachos y se darán cuenta del mundo maravilloso en el que vive esta chusma. Pero no sólo ellos, los consejeros de las empresas del Ibex 35 están superando la crisis multiplicando por cuatro sus propios sueldos, que siguen igual de blindados que cuando se rescató a los bancos. Pero oiga, como se ha creado mucho empleo para el verano, será que hay que celebrarlo. En fin, y a lo que íbamos, lo que me desconcertaba de la encuesta sobre el paro no era el contraste con la realidad sino la interpretación temporal que originaba mediante el uso de los adverbios «nunca y siempre», aplicados ambos términos a un acuaciante problema social. De una forma atípica se llegaba en esta encuesta a dos conclusiones sorprendentes: la primera, que si algo no se recibe en seis años ya no se conseguirá nunca. Y la segunda, que si algo permanece más o menos estable durante un año seguido lo consideraremos como definitivo y para siempre. Circunstancias, las dos, que producen escalofríos y que requieren de un pacienzudo estudio, además seguramente de aprobar algún grado en psiquiatría.

Por ejemplo, la indefinición de un contrato laboral no significa que el trabajo sea para siempre y sin embargo, al cabo de un año, lo entenderemos como tal. Es una cuestión de optimismo. En cambio si llevas seis años buscando empleo y todavía no lo has encontrado, es lógico pensar que no lo hallarás nunca. Deducir de esto que eres un pesimista ya es harina de otro costal pero no deja de ser curioso que una encuesta sobre el paro acabe midiendo también la intensidad de nuestras emociones. Al fin y al cabo el gobierno trata de insuflar esperanza donde no la hay, inundando a los espectadores con datos y gráficas, asegurando que el país funciona y que vamos a salir adelante gracias a sus maniobras. No es extraño pues que los analistas se empleen a fondo en elaborar buenas mentiras, o incluso que algunos súper ricos piensen en pagar un poco más que sus empleados, no vaya a ser que llegue un día en que no puedan gastarse un céntimo en nada y todo este tinglado se desmorone sobre sus cimientos. Si no tienen dónde ni cómo gastarlos, de poco les habrá servido entonces amasar tantos billetes…

Palestina grita socorro

No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que Israel pretende apropiarse de toda Palestina. Y como no se lo impide nadie, tarde o temprano lo conseguirá. El único obstáculo son las imágenes que llegan a internet y terminan después en los telediarios del planeta, donde vemos cómo se asesina a los palestinos con absoluta impunidad. Así que estamos viviendo dos tipos de atrocidades, la mediática y la real, esta última sólo verificable por las víctimas y sus verdugos, una atrocidad que a menudo escuece la retina de los testigos y que surge de la impotencia y la devastación. Como la verdad tiene una tendencia casi insolente a mostrarse en toda su crudeza, estoy convencido de que veremos también a los palestinos convertidos en chechenos, escondidos en los sótanos, atravesados por el polvo y sobreviviendo entre los escombros.

Las ciudades que han sido borradas del mapa por un terremoto se parecen mucho a las que son reventadas a bombazos, aunque en ambos casos siempre aguardamos al final para establecer las comparaciones. Cuando no hay nada que hacer, cuando sólo quedan los lamentos y la actualidad se convierte en Historia, aparecen entonces los estudios y las tesis para depurar nuestra memoria. Hasta que llegue ese momento, la maquinaria de la fuerza realizará de manera implacable su actividad de conquista y destrucción. Y ante esta anomalía sabemos por experiencia que nos conviene, como humanidad, ponernos en el lugar del más débil. Los argumentos provienen del oprimido porque al más fuerte le basta con levantar la maza para imponer los suyos y acabar así la discusión. La fuerza no es un estado de ánimo, sino el fruto de la voluntad, el residuo de la ignorancia o el resultado del miedo, de modo que hay que atarla en corto para que no produzca desastres. Prevenirla, encapsularla y educarla pacientemente es una tarea de generaciones, un estímulo que garantiza nuestra continuidad como especie en el planeta y sin embargo asistimos todos los días al espectáculo de una masacre.

Hace daño a la vista observar en qué se están convirtiendo los hebreos a los ojos del mundo. Y hablo de hebreos, de judios o de israelíes como si fueran sinónimos, al fin y al cabo su gobierno tiende a hacer lo mismo de puertas adentro, haciendo la vida imposible a los pocos que se atreven a discrepar. Por eso resulta incomprensible que un pueblo que sufrió tanto someta ahora a sus vecinos sin compasión alguna, destruyendo sus pueblos y sus gentes como si hubiera perdido la memoria. Escuchando lo que dicen y viendo lo que hacen con los palestinos, tengo la amarga sensación de haber colaborado de alguna manera en la construcción de un icono monstruoso, una sociedad psicológicamente enferma, condenada a exterminar a sus semejantes como si ella misma no hubiera sufrido el mal que ahora propaga. Ver a los israelitas entrando a saco en Gaza produce pavor y desesperanza, un estupor ya tan prolongado que parece crónico, imposible de transformar en ira o indignación, porque las emociones han ido envejeciendo a la vez que lo ha hecho el drama. O porque ya simplemente no quedan lágrimas ni palabras. La diplomacia internacional, en vez de reaccionar frenando esta masacre, quiere pasar de puntillas dando así por buena la política de los hechos consumados. Y esto es muy grave, porque dejando a los militares israelitas que barran la zona, palmo a palmo y sin preguntar, la inacción de nuestros gobiernos nos convierte a todos en hipócritas o en cómplices, en impotentes espectadores de una matanza. Somos conscientes de lo que pasa y sin embargo denegamos el auxilio. ¿Cuál es la causa? ¿Por qué? Y sólo entonces, ante el impacto de las imagenes y el horror de los televidentes, nacen de nuevo las preguntas y surgen también las explicaciones, por estúpidas que sean ambas. La excusa de los israelitas, si mal no recuerdo, para cometer las barbaridades que ahora realizan, fue el asesinato de tres jóvenes. Pero todos sabemos por experiencia y por las leyes internacionales que no es lícito convertir un crimen, un delito susceptible de ser investigado por la policía, en un acto bélico y por lo tanto de índole militar. ¿De quiénes eran hijos estos jóvenes judíos? ¿Hasta dónde llega el deseo de venganza de sus padres? ¿Y por qué se juzga a todo un pueblo en vez de encontrar a los culpables?

Tal vez la causa de este proceso de conquista y colonización sean los intereses económicos de las grandes empresas de Tel Aviv, las multinacionales americanas y europeas que colaboran y lo consienten, o incluso la propia incompetencia de Naciones Unidas, que apadrinó el nacimiento del estado de Israel sin preocuparse después de las consecuencias. Si el sometimiento y maltrato que se ejercía sobre los palestinos era humillante y carcelario, tras el aplastamiento de la Franja de Gaza a sangre y fuego será difícil encontrar adjetivos para describir el panorama. Porque sin luz ni agua, sin posibilidad de abastecerse ni transportar nada, con los hospitales que aún quedan en pie completamente desbordados y la sociedad palestina sumergida en la miseria y el terror, se abre un futuro insoportable para los que sobrevivan a esta locura.

Rudi y la fotosíntesis

Estos días celebran nuestros políticos el estado de la comunidad. No es que cojan por banda a la interfecta y le pongan de repente un examen sorpresa, todo lo contrario, acuden a visitarla porque hace mucho que no tienen noticias de ella, así que lo mismo se ha muerto y no se han dado ni cuenta. Pero, ¿quién es la comunidad y a qué se dedica? ¿Hablamos realmente de una comunidad autónoma? O, citando sus estatutos, ¿acaso nos referimos a una nacionalidad histórica? En la práctica, que es lo que de verdad interesa, Aragón es ahora una pequeña comarca madrileña, porque una vez que coge la Rudi los mandos de alguna cosa la estruja y la apalea hasta reducirla a su mínima esencia. Hemos llegado a una falta de identidad tan vergonzante que nos da igual la autonomía que el bochorno. De hecho la gente se manifestó ayer por la supervivencia de un equipo de fútbol en esta ciudad, como si el fútbol les diera de comer o les curase las hemorroides. Como si el fútbol fuera más importante que la enseñanza o la cultura. La Rudi, a menos de un año de concluir su mandato, ha conseguido que Aragón sea una nacionalidad prehistórica. O protohistórica. Y estoy convencido de que organiza estos debates sobre el estado de la comunidad para sentir que hace algo, aunque sea mover la lengua, y con esa sensación del deber cumplido marcharse después de veraneo.

A estos encuentros acude la oposición dispuesta a hacer sangre pero a menudo no pasan de la indignación porque en la Aljafería, y con el aire acondicionado a tope, se disfruta como en un balneario. Todavía no me explico, con la de terreno que tienen las Cortes, que los diputados aragoneses no hayan mandado construir allí una piscina climatizada. Podrían disfrutarla ellos mismos, además de sus parientes y amigos, igual que hacen los senadores en Madrid. Tampoco nos engañemos porque, en cualquier caso, desarrollan su labor en un marco incomparable. Supongo que imprime mucha presencia, que incluso te crees alguien, cuando paseas entre naranjos mientras desahucian a la gente al otro lado del foso.

A ras de calle, sin embargo, no le encuentras sentido a semejante inversión. Debe ser por la austeridad, que nos ha vuelto a todos demasiado utilitaristas. Hemos llegado a pensar que las cosas que no sirven suponen un gasto inútil. Y que para lo que hacen nuestros diputados por nosotros podrían reunirse en un aula de la universidad, o en cualquier colegio. Seguro que el dinero sobrante encontraría mejor acomodo en los hospitales o en el desempleo, sufragando la discapacidad y las pensiones. Que se luzca un poco y que se reparta el estado del bienestar entre todos, no sólo entre unos cuantos.

Al fin y al cabo, creíamos que al montar el estado de las autonomías desaparecerían los ministerios y las diputaciones provinciales pero al final resultó que se duplicaron y triplicaron las competencias, que crecieron todas exponencialmente, desarrollando una pesada estructura a nuestro alrededor, un lastre que no resuelve nuestros problemas más básicos. Si a esto añadimos que buena parte de las decisiones vienen impuestas desde Bruselas, donde se han creado las administraciones continentales, es fácil de entender que la Rudi se sienta en la Aljafería como en su propia casa. Aquí no se mueve una hoja y cuando lo hace, como en los gags de los Monty Python, es para caer hasta el suelo emitiendo un gritillo de espanto. Si ese grito además arrastra consigo a la mayoría de las hojas y deja el árbol como el palo de una escoba, mejor que mejor y miel sobre hojuelas. Menos gasto y menos explicaciones. Si algo le encanta a la Rudi es gobernar Aragón desde la nada. Como no hay nada será raro que nadie le exija algo, y en este contexto de naderías la Rudi puede venirse arriba y declarar que la crisis ha terminado. O que hace calor. O que mañana es fiesta. Así como suena y porque lo diga ella, las crisis se terminan como se acaban las guerras: haciendo una declaración. Porque esta señora goza de una tendencia absurda a crecerse o porque simplemente no está dispuesta a hacer otra cosa que discursos, gestos y reflexiones, la Rudi, poseída por el espíritu de la austeridad y los recortes, con la fuerza de un geranio se limita a hacer la fotosíntesis, que no es moco de pavo, convirtiendo la materia inorgánica en orgánica mediante la energía que aporta la luz. Y no estoy hablando de las renovables, tan sólo del mundo vegetal que nos envuelve.

Choque de isocarros

No sé a quién se le ocurrió el tópico del choque de trenes. Supongo que la metáfora intentaba poner al personal los pelos como escarpias, pero a medida que pasa el tiempo y no se produce estrellamiento alguno acabas por fijarte en los detalles. Parece obvio lo que representan los trenes, pero ¿cuál es el significado de la vía? ¿Cómo son las locomotoras y cuántos vagones empuja cada una? ¿A qué velocidad van? La estampa es demasiado cerrada, no favorece las interpretaciones y la idea del choque es sin embargo tan sugerente que despierta en las cabezas desastres de toda laya, en cambio esa vía donde se producirá la catástrofe siempre pasa desapercibida. Tampoco importa un comino el freno automático o la pericia de los maquinistas. Ni siquiera se habla de la niebla espesa que debe cubrir el trayecto. Lo de la niebla parece una deducción que no venga a cuento y sin embargo es fundamental, porque no se explica uno que pueda producirse tal accidente entre locomotoras si las condiciones meteorológicas son las favorables. Y menos aún que lo hagan a propósito, sin embargo a todo el mundo le parece normal.

Es muy peninsular y mediterráneo lanzarse el uno contra el otro a sabiendas de que la paliza no acabará bien, supongo que por eso empezamos dibujando la vía donde chocarán los trenes. Hacemos lo mismo en las canchas disimulando la competición mediante un juego o un deporte, con el propósito de enfrentar a dos selecciones y saber quién gana. La vida se torna entonces una pelea, vendemos bocadillos al público, alquilamos taburetes y hasta sombrillas, y para amenizar la espera contratamos a unos mariachis. A mí no me gustan este tipo de espectáculos. No entiendo a los intelectuales que se prestan a formar bandos para apadrinar a los jefes en este show. Pienso en la democracia como un viaje infinito, sin topes ni vetos, abierto a todas las posibilidades y entre ellas cabe perfectamente no sólo el cambio de mentalidad de las personas sino también el de sus pueblos y naciones. Salvo que la ciencia avance una barbaridad, dudo que salgamos a explorar nuevos mundos y crear colonias en otros planetas. Durante varios siglos, engorden o estrechen las fronteras de cada país, la única certeza es que seguiremos condenados a vivir en la Tierra. A no ser que muramos en el empeño, dicta la lógica que conviene a todos facilitarnos la convivencia. A fin de cuentas somos vecinos y la tectónica de placas todavía no fractura los estados al capricho de sus gentes, así que nos interesa entendernos.

Partiendo de una base tan simple, como la necesidad de entenderse, lo primero que salta a la vista es la conducta idiota con que manejan los jefes este asunto. Atrapados en una mentalidad de oligarcas, Artur Mas y Mariano Rajoy representan arquetipos idénticos, estructuras similares y comportamientos políticos muy parecidos, de modo que emplean argumentos calcados los unos de los otros y funcionan de una manera muy previsible. Así que estoy de acuerdo en que ambos se aprestan a chocar, pero no estamos hablando entonces de un choque de trenes sino más bien de isocarros. Ambos sujetos sustentan su pensamiento en fórmulas viejas y hasta que no consigamos deshacernos de ellos será difícil desdramatizar la situación. Los dos, a falta de mejores ideas, están empeñados en hacer de la libre asociación de las gentes un magnífico problema. Un problema irresoluble, que les permita incluso vivir de él, como si no hubiera problemas más urgentes que resolver y situaciones más graves para ocuparse. Al común de las personas nos interesa cambiar de líderes y votar a otra peña en el futuro más próximo, inyectar savia nueva en las administraciones, gente sin pasado de corruptelas y con vocación de servir a los ciudadanos, que resuelva de verdad los problemas de la mayoría y vaya transformando a esta sociedad tan mediterránea en lo que a estas alturas de la Historia debería de ser: un ejemplo de convivencia, respeto y solidaridad. ¿No era eso lo que esperábamos de Europa?

Última llamada

A los socialistas de boquilla, que andan por ahí haciendo cálculos sobre las posibilidades que tienen de mantener sus cargos y sueldos después de las próximas elecciones, les auguro un futuro incierto. Supongo que habrán hecho cuentas y preparado su jubilación, porque de aquí a unos años el panorama político y social será diferente. Mientras tanto, contemplamos el final por capítulos de su larga y patética caída. Los vemos cambiando de muda, volviéndose súper demócratas de repente, eligiendo a sus jefes de manera directa entre los afiliados y sacudiéndose el polvo de encima con el propósito de aguantar lo que haga falta. Tratan de retrasar su propio desastre haciéndose pasar por asamblearios y montando unas elecciones de broma con candidatos de chiste. No me extraña que haya resultado triunfador un mengano al que ahora le hacen la ola los medios de propaganda del sistema invitándole incluso a que abra los telediarios.

Los telediarios, si no resultaran tan previsibles y abyectos, tan manipuladores y tendenciosos, serían ahora fascinantes programas de humor o sorprendentes espacios de comunicación no interactiva. La silenciosa peña de los televidentes no es ya tan pasiva como parece. Insultan al locutor, se mofan de los titulares y crean diálogos paralelos a la supuesta información que reciben. No tragan con facilidad todo lo que les cuentan porque la gente ya está curada de espanto y cuando ven aparecer el rostro nuevo del difuso líder socialista, se dejan al principio llevar por los elogios del presentador, que hace una loa descarada del interfecto, y luego abren las parabólicas, le pasan un paño a los tímpanos y simplemente escuchan. Lo que oyen es lo de siempre pero en otra clave, para ver si así nos entra mejor el mensaje. El mensaje que intenta transmitir Pedro Sánchez es de humildad. Nos cuenta muy humildemente que va siendo hora de ser buenos chicos, que van a comportarse como se espera de ellos y que, como llevan camino de perder hasta las chanclas, están dispuestos a defender los intereses de la mayoría.

Una mayoría cansada de escuchar buenas palabras asistía con aburrimiento a su discurso y a medida que iba avanzando la entrevista, dirigida con mano de plástico por otro Pedro, el inefable Piqueras, reconozco que entré en sopor y acabé dormitando en el sofá con un molesto pedazo de cena entre las muelas. Me lo quité después a la vieja usanza, con un palillo en lugar de seda dental, y mientras lo hacía pensé que todos los electores de Sánchez estarían haciendo lo mismo en ese preciso instante.

Como la crisis de los cincuenta está causando estragos en mis neuronas, no recuerdo ya quién dijo o escribió, o de qué película extraje que los seres humanos, acuciados por la ley del mínimo esfuerzo, sólo nos decidimos a cambiar el sentido de la marcha cuando estamos al borde del precipicio. Hasta que no llega ese momento seguimos por inercia tomando las mismas decisiones o aguardando a que las cosas se arreglen por sí solas. En contra de lo que suele expresar Punset, creo que nuestra capacidad de anticipación no maneja futuros amplios. Basta con observar el comportamiento de las élites para comprender que, mientras les vaya bien y hagan caja, continuarán por la misma senda. De ahí que no admitan como una realidad propia la que perciben los demás, calificándola de exagerada. El gran roto que rasga a la clase media peninsular, dejando caer en la pobreza a millones de individuos, puede inspirar ternura o caridad entre los jefes, pero todavía queda lejos de su experiencia sufrir los mismos males de aquellos que dicen representar. Tal vez por eso terminan indignando a la gente o en el mejor de los casos aburriendo hasta a las ovejas. Con las prisas en decorar los partidos y abrillantar las instituciones, con esa presteza que imprimen las leyes para apalancar su manera de entender la política y la economía, dudo mucho que consigan frenar de algún modo el cambio que se avecina. Aunque tampoco evita que sigan colocando palos entre las ruedas.

De hecho los periódicos tradicionales comienzan a ocultar los resultados de ciertas encuestas porque proyectan unas expectativas lamentables para los intereses que defienden. O dicho de un modo más simpático: que la revolución se extiende. Parece que en las cabezas de los sufridos consumidores sólo existan ya dos bloques de pensamiento, o eres del PP o eres de Podemos, y toda la gama de grises que hay por medio tarde o temprano tendrá que decidirse. Psicológicamente nos hallamos en un cambio de época, pero aún hay muchos que todavía prefieren la caspa y el fango de la corrupción, aquello que conocen frente a cualquier novedad que pudiera presentarse. La novedad produce pánico entre los que están bien situados y genera esperanza entre los más desprotegidos. Los hay que optan por la transformación del sistema de una manera convencida, incluso militante. Pero también es cada día más fácil encontrar a sujetos de cualquier mentalidad dispuestos a votar al coletas para infligir un castigo, una venganza, una limpieza o vaya usted a saber qué. Podemos es tan versátil que lo mismo convierte en don Limpio a cualquier vecino que lo proyecta de igual manera y con el mismo entusiasmo hacia el ámbito más abertzale. A estas alturas de la película, y al margen de los incombustibles electores del PP, resulta que los atribulados contribuyentes se inclinan cada vez más por votar a Podemos, que sacaría el 21 % de los sufragios frente al 27 % que obtendría el PP. Lo que pone a los jefes de los nervios, porque tienen la sensación de que se les agota el tiempo y se les acaba el chollo. Porque ya no saben qué hacer para blindarse. Y porque hagan lo que hagan, a unos se les ve el plumero y a otros no se los cree nadie. El sistema agoniza a cámara lenta. Todas las esperanzas desembocan ahora en la necesidad de una transformación profunda. Es la última llamada, y no sólo para el planeta, los recursos y la ecología sino también para la solidaridad y el respeto hacia los ciudadanos. La democracia, a estas alturas, podría ser mucho más abierta y participativa. Reducirlo todo a un simple cambio generacional resulta patético. Y lo saben.

Perogrullo y la vergüenza ajena

Un individuo torpe y pazguato, sin fotogenia, al que se le ve el cartón y se distrae con el vuelo de una mosca, de cuando en cuando parece sufrir deslumbramientos que desenfocan su mirada. Asumes que le habrán metido un flash en la jeta y que desde entonces no sabe qué diantres le pasa, porque está confuso y parece ausente. Le llega un olor extraño y lo vemos arrugar la nariz, como si un súcubo estuviera giñando a medio metro del interfecto. En otras ocasiones esboza una sonrisa mema, semejante a la que fabrican los niños para disimular su vergüenza o nos remite una mueca cariada, producida tal vez por una tensión nerviosa o porque su lengua está buscando un tropezón perdido entre las muelas. En cualquier caso don Mariano, o simplemente el señor Rajoy, presidente de gobierno, es un sujeto inconexo de barba recortada y canosa al que le tiemblan de pronto los párpados hasta generar un tic, un guiño incontrolable y molesto que embarulla sus palabras. En sus morros, cuando el fulano en cuestión mueve la boca para no griparse, aparecen entonces las comisuras de unos labios necios, diseñados para sorber una ostra o calzarse un puro pero que, de simple aprensión, no te los imaginas besando a nadie. Como mucho sirven para cristalizar una baba y a medida que Mariano vuelve a leer de forma cansina su interminable discurso te olvidas de ella, lo mismo que haces con cualquier imperfección de las muchas que pueblan su rostro.

Los discursos de Mariano, al contrario de lo que piensa la gente y comparándolos con los temibles rollos del Mar Muerto que lanzaban Zapatero, Aznar o González, nos parecerán eternos pero son más bien cortos. Y no sólo en cuanto al número de folios sino que, atendiendo a toda la expresión del término, están sembrados de verdades de Perogrullo. Perogrullo, o Petro Grillo —según el académico Godoy Alcántara— fue un palentino del siglo XIII que se hizo famoso a fuerza de pregonar obviedades. Pudo tratarse también de un ermitaño cuyas tendencias proféticas y verborrea generalizada causaron profundo impacto durante el siglo XV, sobre todo cuando explicaba a la concurrencia que el primero de enero iba a comenzar el año y que amanecería al alba.

Supongo que al escriba de los discursos que lee Mariano le apasionará Quevedo y Cervantes, esos grandes escritores que llevaron a Perogrullo hasta los altares de la literatura, porque suele cebarse en popularizar los recortes que nos endosa el gobierno mediante múltiples perogrulladas. Al estilo de «blanco y en botella», como si no cupiera la pintura o el batido de coco en el mismo recipiente, Mariano suele condimentar su discurso con ripios de pobre factura. Presumiendo además de que nuestra capacidad deductiva no se verá mermada, a menudo nos estimula con sandeces. Dando por sentado que no existe otra forma de hacer las cosas, demostrando de este modo que da igual quien presida el gobierno, porque haría lo mismo que él, Mariano es capaz de soltar sin un ápice de ironía que está preparando una ley para regenerar la democracia.

Y que conste que no soy de los que exigen perfección en las formas. Ni siquiera en los fondos. Ya puede venderme un tipo de blanca dentadura y chocolatina en el pecho la conveniencia de apuntarme a un gimnasio, que si me da grima difícilmente abonaré la matrícula. Puestos a sufrir casi prefiero que me dé la brasa un individuo poco agraciado por la naturaleza y a ser posible con severos defectos para que de algún modo me solidarice con su esfuerzo. Pero es que Mariano no pasa la prueba del algodón. Ni siquiera la del plumero o la de la mopa. Igual es que se ha venido arriba probando la dieta macrobiótica o la del índice glucémico y tras perder cinco kilos de golpe, así a lo tonto, sin comerlo ni beberlo —o más bien comiéndoselo todo, a tenor de la panza que luce—, decidiera ahora cultivar el pellejo y dotarse de cierto tono muscular. Mariano, el mismo que animaba a Bárcenas con mensajitos de texto en momentos de apuro, está dispuesto a vigorizar el sistema y no se le ha ocurrido nada mejor que obligar por ley a que gobierne en las alcaldías la lista más votada. Sea cual fuese la distancia que haya entre el primer partido político y el segundo , y con el propósito de que no se pongan de acuerdo entre los demás para echarle un día del sillón, el cachondo de Mariano nos viene con la perogrullada de que a partir de ahora mandará el que gane. Intuyendo el pobre que será él. Tan grande es la decadencia que lo envuelve y la sentina que lo encharca, que llega a confundir este hombre la regeneración con el modus operandi que maneja la mafia, esa mafia que anda hoy medio colgada por efecto de los antidepresivos. Esa misma mafia que está dispuesta a cambiar las reglas del juego como si la democracia fuera una ruleta trucada y el Estado un casino de su propiedad.

Tal vez por eso, Mariano se ha propuesto levantar la moral entre sus filas, antes de que se vayan todos de veraneo, enviando al Congreso un blíster de veintiséis leyes que nos ajustarán, un poco más si cabe, la correa del cinturón al cuello. Y para demostrar la alegría y el alborozo que producen sus decretos entre amigos y socios no tarda mucho en aparecer Montoro por la televisión soltando como un vulgar Perogrullo que —literalmente— se siente muy orgulloso de pertenecer a la casta. Y no a una casta cualquiera, sino a la de derechas. Así como suena. También la Cospedal nos ha regalado los oídos aclarando sin ninguna vergüenza que ella reivindica la política como una forma de hacer caridad. Tampoco me extraña pues que Esperanza Aguirre, continuando en esta línea, se nos suba a la chepa y diga que el dinero que se recauda para denunciarla ante los tribunales tendríamos que invertirlo en algo más productivo, como indemnizar a las víctimas de ETA. El caso es que, llegados a este punto, no se ya si me produce hilaridad o espanto escuchar las paridas de toda esta chusma, pero entre lo que roban y lo que cobran estoy convencido de que deberían de guardar un perfil más bajo. Su soberbia, a fin de cuentas, no sólo causa estupor sino que redobla la inquina que les estamos cogiendo. Y no es sano.

La nueva sociedad

Todavía no tengo la mollera hidrolizada. Cuando me dejo llevar por la inercia, el surrealismo o simplemente el hastío, caben muy serias dudas al respecto pero lo habitual en mi conducta es procesar los datos que van llegando al coco y contrastar de paso las informaciones que recibo. En el trato cotidiano con la gente y a fuerza de malentendidos, decepciones y chascos, la experiencia nos fuerza a ser menos ingenuos de lo que nos gustaría y más suspicaces de lo que pretendemos, sin embargo ante los medios de comunicación, tal vez por costumbre o por pereza, bajamos a menudo la guardia.

Recuerdo que una parte significativa de la población empezó a contrastar informaciones por puro divertimento. Si un mengano era fan de cómo radiaba el partido de fútbol tal o cual emisora, no se sabe muy bien la causa pero de repente decidió acompañar a sus comentaristas favoritos con las imágenes que ofrecía una cadena de televisión, a la que previamente enmudecía. A estas personas les bastó con pulsar la tecla del mute para caer en la cuenta de que, según los equipos que estuvieran jugando, sus ojos y sus oídos entraban en contradicción. Ha llovido mucho desde entonces pero ahora, con las redes sociales, podemos compartir también todas estas contradicciones con los demás. Y volviendo al socorrido ejemplo del fútbol, hay quien lo ve por la tele, lo escucha por la radio y al mismo tiempo lo sigue por el twiter, sumiéndose de esta manera en otro plano de la comunicación y también del enloquecimiento, pero desahogándose de algún modo frente a la manipulación de los grandes medios y creándose una opinión propia, lo que resulta higiénico para la sociedad.

Gracias a la tecnología, profesionales y aficionados al video, en su mayoría fuera del sistema convencional de noticias, cuelgan en la red visiones distintas de cualquier suceso, permitiéndonos de esta manera contrastar lo que nos venden en los medios tradicionales como una realidad incontestable. Basta con entregar la noticia sin adulterar, de forma objetiva o al menos con cierta limpieza. Al estilo, por ejemplo, de lo que hace Euronews en uno de sus informativos sin palabras. Supongo que lo habrán visto alguna vez y si son muy frikis incluso se habrán vuelto unos adictos, en cualquier caso les habrá llamado la atención por su engranaje comunicativo, al carecer de comentarios superpuestos. La presentación de un hecho tan sólo con imágenes es igualmente manipulable, interpretable, incluso ajustable al patrón de las corporaciones, y sin embargo requiere del espectador un mayor esfuerzo interpretativo. Al final hasta se agradece la falta de una voz en off que te vaya contando lo que se supone que ya estás viendo, que para eso nació la televisión. Supongo que por la novedad del modelo y por lo que se ahorran en traductores, locutores y periodistas —no en vano estoy hablando de una cadena de implantación continental—, comprendes mucho mejor la magnitud de los fraudes. Porque una cosa es tamizar ideológicamente lo que ocurre, según el sesgo del que lo describe, y otra distinta el hacernos creer que pasa otra cosa. Y reconozco que hemos llegado a tal extremo que a mí, cuando más me gusta que me mientan es cuando al mismo tiempo me enseñan la verdad, que ya es la caraba.

Tener a un locutor, alcachofa en mano, diciendo A y que a un metro de él ocurra justo lo contrario, es algo que me fascina. O no se da cuenta, o lleva aprendido el guión y no es capaz de improvisar sobre la marcha, o carece de sentido del ridículo, porque la verdad salta a la vista de tal manera que resulta idiota el negarla. Para desentrañar bulos y arbitrariedades, a veces es suficiente con subir al ático de un edificio y fotografiar desde allí una manifestación, apreciando de forma sencilla que no protestan los cuatro gatos que nos están contando. O al revés. El caso más flagrante ocurrió durante el chupinazo de los sanfermines porque los telespectadores, radioyentes y tuiteros se quejaban de que algo tan evidente como las ikurriñas y pancartas sobre la reunificación de los presos en Euskadi, las que desplegaban los pamplonicas entre la multitud que asistía a la fiesta, sencillamente desaparecían de la retransmisión en ciertas cadenas. Sobre todo en las cadenas públicas, que en la práctica son ahora de titularidad gubernamental. O sea, del partido que manda o que nos desmanda. Y si no recuerden las pitadas al rey en las copas que llevan su nombre. Estarán de acuerdo o en contra de los hechos, pero los hechos no son discutibles. Al menos desde una ética básica y una correcta formación profesional. Ya paga bastante precio el espectador aguantando las cuñas publicitarias para que encima le mientan a la cara. Así que tampoco pueden ahora extrañarse de que alguien pretenda imponer cierto control en medio de tanta bazofia.

En fin. Como muchos de los espectáculos humanos gozan siempre de tiempos muertos, y como muchos de los tiempos muertos son aprovechados por los medios de comunicación para endosar anuncios y rellenos, la gente dedica esta falta de acción en la pantalla a tareas como freírse unos huevos, acostar a los churumbeles, fregar los platos, bajar la basura o sacar a mear al perro. Todo depende de la popularidad del evento, y de la longitud de la publicidad, para que la vida se abra de nuevo camino al margen de lo que ocurra en el plasma. Y para los menos aficionados a las materias patrióticas, ya sean folclóricas o deportivas, se disputen en ellas algún título planetario o promuevan mediante el arrobo la reafirmación local, incluso para aquellos que por un impedimento u otro no pudieran vivir eso que llaman la «magia del directo», siempre nos quedará el diferido buscando por internet. En la red, con cierta dedicación, puedes encontrar cualquier cosa. El problema está a menudo en los medios convencionales, que emiten una programación similar con enfoques muy semejantes y a horarios idénticos. Toda esta uniformidad en el mejor de los casos aburre a las marsopas, y en el peor resulta tan irritante que parece hecha a propósito y con la intención de que los espectadores salgan huyendo hacia las cadenas de pago. Los mismos dueños les ofrecerán allí, a cambio de unos dineros, toda una tómbola de canales temáticos, por los que podrán seguir zapeando y tuiteando mientras envejece la vida entre sus dedos.