El mundo es maravilloso en Españolandia

Los analistas más sesudos, los que se dedican profesionalmente a impartir en las universidades las carreras asociadas a la política, no observan la realidad como la muestran los telediarios. Las últimas tesis, ensayos y publicaciones especializadas recrean sociedades, analizan por estratos la situación y generan nuevos hábitat, probando incluso algunas propuestas locales y midiendo los resultados de una manera científica. El análisis político, fuera del cauce de los medios de persuasión —televisiones, radios y periódicos tradicionales—, ha estado siempre al servicio de los grandes intereses económicos. Ligado a la información y la inteligencia, fundamentaba sus estudios en estabilizar el sistema, investigando fórmulas de predicción y manipulación de la actualidad para generar oportunidades, obviamente, en beneficio de los que financian el proyecto y de los que sustentan el sistema que lo promueve.

Esto que hoy nos parece una obviedad, el hecho de asumir que el que paga manda, aunque parezca mentira es una percepción novedosa. Los líderes de antaño dirigían a la manada a hostia limpia, tenían que estar en la pomada repartiendo mandobles para mantener el estatus, lo que resultaba tan agotador y peligroso que iba diezmando a la nobleza. Ahora esta gentuza pagan a otros para que sometan al rebaño, ya sea a golpe de vara —modo tradicional— o abandonando a su suerte a plebeyos, criados y demás huestes. O sea, olvidándose de aquellos que no pueden utilizar a conveniencia y si se ponen muy plomos se les atiza y se les multa, basta con una llamada de teléfono. Y ahora ya ni eso. Resulta lamentable, pero hemos avanzado poco como sociedad y sin embargo las élites están viviendo como nunca. Manteniendo su estructura piramidal, el desarrollo y crecimiento de los dueños del cotarro ha sido geométrico en las últimas décadas. Cada vez son menos los multimillonarios pero cada vez son más poderosos y más ricos. De hecho hay individuos, familias y sociedades que pagan a los jefes para que manden por ellos.

Los que de veras tienen la sartén por el mango carecen de afán de protagonismo, es más prefieren pasar desapercibidos. Los negocios y los pelotazos exigen cierta confidencialidad, por eso crean sus zonas restringidas de socialización y disfrutan del ocio en ambientes selectos. En general no les gusta dar la nota, que es una conducta propia de nuevos ricos, prefieren vivir como dios en grandes casoplones, rodeados de escoltas y cámaras, mientras engordan sus cuentas secretas en paraísos fiscales. Algunos de ellos van tan sobrados de liquidez que incluso fundan organizaciones benéficas y recuerdo haber leído —¿dónde fue?— que un segmento de esta alegre pandilla anda por ahí pidiendo que les suban los impuestos. Han hecho cuentas y resulta que han ahorrado para varias reencarnaciones, las suyas y las de sus nietos, hasta el extremo de que no saben qué hacer con la pasta que les sobra y les ha entrado de repente un canguelo inexplicable, con lo tranquilos que estamos.

Sospecho que este último subgrupo de mega-ricos será muy exiguo, cuatro o cinco fulanos como mucho, pero muy bien informados. No como yo, que he tenido acceso a la noticia mediante la adquisición de una revista pedorra en el kiosko. Reconozco que la publicación es de lo más mundana y que sólo despertó mi curiosidad por las chancletas que ofrecía de regalo. Ahora comprendo que por cinco euros el lote sólo te llevas a casa una auténtica carroña, pero gente como Warren Buffett, el famoso inversor norteamericano, es consciente de estos timos desde la cuna y por eso comprende que, de seguir así, estafando a la gente, se puede armar una buena sangría a no mucho tardar. Por eso pide el gachó que le suban los impuestos, a ver si de esta forma se salva del motín o se acuerda alguien de lo majo que fue.

La noticia, todo sea dicho de paso, es de 2011, pero este magacín la comenta en un recuadrito como si fuera de antes de ayer. Además su empresa editora se jacta de viajar en el tiempo firmando su número de agosto de 2014 cuando todavía estamos en julio, pero qué más da. Ahora da todo lo mismo. De hecho acabo de leer una encuesta de un periódico digital y sus referencias al futuro resultaban tan incomprensibles como las de esta revista, así que a la hora de llegar al análisis he desistido completamente. Tan sólo me he quedado con un porcentaje que asociaban a la palabra «nunca», fijándolo en un apabullante 80%. La pregunta, como podrán imaginar, mencionaba el desempleo y en el fondo intentaba medir de alguna manera la credibilidad del gobierno, que estos días saca pecho y se pone triunfalista. Fíjense lo bien que funciona todo en Españolandia que hoy mismo hemos conocido que el ministerio que se ocupa del empleo ha tenido el valor de fundirse más de seiscientos mil euros en amueblar los despachos de sus directivos. O lo que es lo mismo, más de mil cuatrocientos subsidios se han gastado en mesas, lámparas y sillones. Sumen a esta cantidad los dos millones de euros que ha costado iluminar y climatizar estos despachos y se darán cuenta del mundo maravilloso en el que vive esta chusma. Pero no sólo ellos, los consejeros de las empresas del Ibex 35 están superando la crisis multiplicando por cuatro sus propios sueldos, que siguen igual de blindados que cuando se rescató a los bancos. Pero oiga, como se ha creado mucho empleo para el verano, será que hay que celebrarlo. En fin, y a lo que íbamos, lo que me desconcertaba de la encuesta sobre el paro no era el contraste con la realidad sino la interpretación temporal que originaba mediante el uso de los adverbios «nunca y siempre», aplicados ambos términos a un acuaciante problema social. De una forma atípica se llegaba en esta encuesta a dos conclusiones sorprendentes: la primera, que si algo no se recibe en seis años ya no se conseguirá nunca. Y la segunda, que si algo permanece más o menos estable durante un año seguido lo consideraremos como definitivo y para siempre. Circunstancias, las dos, que producen escalofríos y que requieren de un pacienzudo estudio, además seguramente de aprobar algún grado en psiquiatría.

Por ejemplo, la indefinición de un contrato laboral no significa que el trabajo sea para siempre y sin embargo, al cabo de un año, lo entenderemos como tal. Es una cuestión de optimismo. En cambio si llevas seis años buscando empleo y todavía no lo has encontrado, es lógico pensar que no lo hallarás nunca. Deducir de esto que eres un pesimista ya es harina de otro costal pero no deja de ser curioso que una encuesta sobre el paro acabe midiendo también la intensidad de nuestras emociones. Al fin y al cabo el gobierno trata de insuflar esperanza donde no la hay, inundando a los espectadores con datos y gráficas, asegurando que el país funciona y que vamos a salir adelante gracias a sus maniobras. No es extraño pues que los analistas se empleen a fondo en elaborar buenas mentiras, o incluso que algunos súper ricos piensen en pagar un poco más que sus empleados, no vaya a ser que llegue un día en que no puedan gastarse un céntimo en nada y todo este tinglado se desmorone sobre sus cimientos. Si no tienen dónde ni cómo gastarlos, de poco les habrá servido entonces amasar tantos billetes…

La información privilegiada

Cualquier comunicación es analizable, desde la más banal a la más compleja. Lo mismo nos enteramos de un chisme sin importancia que de una maniobra que alteraría el rumbo de nuestras vidas, la valoración depende de los intereses. Si algo nos afecta extendemos la parabólica, en cambio desconectamos si nos importa un pimiento. Entre una postura y otra existe sin embargo una escala de grises.

Somos un tipo de animales tan curiosos que nos hemos acostumbrado a vivir en sociedad, aprendiendo a valorar como interesante incluso aquellas informaciones que no nos atañen de una manera directa e inmediata. Ciertos idiomas llevan implícito, por ejemplo, prestar atención a nuestros interlocutores, aunque sea de forma hipócrita, ya que sólo de esta manera se nos escuchará también cuando tengamos algo que contar. El habla condiciona el establecimiento de una sociedad civil abierta y saludable. Por eso desde niños, gracias a la mecánica del lenguaje, aprendemos a valorar las conversaciones ajenas y nos creamos una opinión sobre asuntos que en principio no parecían de nuestra incumbencia. Ocurre más fácilmente con el inglés, por eso se utiliza en los negocios internacionales.

Nadie duda hoy de la importancia de la información, hasta el extremo de que se han creado herramientas tecnológicas que nos cuentan lo que ocurre en Laponia como si estuviera pasándole al vecino de al lado. Otra cosa es que nos sirva para algo. Hasta hace bien poco estaba en nuestras manos cribar la importancia de los datos que recibíamos del mundo exterior. Gozábamos de nuestras propias fuentes — amigos, parientes y conocidos — para interpretar las noticias que pudieran afectar a nuestra vida cotidiana. Pero ahora, en un planeta informatizado, dependemos en exceso de los intermediarios. De hecho se han creado redes e incluso agencias cuyo único negocio se basa en promover o manipular la información.

En el pasado, si necesitábamos saber algo concreto y teníamos el capital suficiente, tras recurrir a nuestro círculo más próximo sin obtener resultados, éramos capaces de contratar los servicios de un detective para que obtuviera la información mediante pago. En materia de relaciones interpersonales todavía se investiga a la vieja usanza, pero en los negocios –y sobre todo en los que hay en juego millones- el mero hecho de conocer la realidad requiere mayor especialización y con frecuencia cuesta una riñonada. Imaginemos el precio de una información privilegiada. Es decir, lo que cuesta aquella información a la que sólo se accede por una ventaja, concesión o circunstancia especial. En suma, por un privilegio.

Buena parte de las estructuras sociales siguen un orden piramidal, concediendo un mayor poder económico a quienes están situados en la cúspide del organigrama. Cuando se desprende desde arriba alguna información es siempre por una causa y cuando se desliza confidencialmente, a modo de dádiva o de premio, buscando de algún modo el beneficio del subalterno al que se dirige, o incluso de uno mismo —si consideramos al subalterno como socio o un testaferro—, podemos hablar entonces de una información privilegiada. El uso que se haga de ella es lo que permite, por ejemplo, que un accionista de Banesto o del Banco de Santander puedan de una tacada multiplicar sus ganancias jugando en Bolsa. Simplemente es cuestión de conocer el día en que los dos bancos se van a fusionar en uno solo, pero esa información no está al alcance de cualquiera. Ni siquiera estuvo al alcance de la Comisión Nacional del Mercado de Valores que, viendo los tejemanejes que se producían con los títulos de ambas entidades financieras, se cruzó durante casi dos semanas de brazos como si no estuviera ocurriendo nada del otro jueves.

La industria del entretenimiento

Dentro de poco, si no ha ocurrido ya, la población tendrá que informarse de otra forma. Y no será por falta de medios. En la televisión y los periódicos convencionales, o en las radios de siempre, no encontraremos otra cosa que propaganda y publicidad. A mí, de hecho, me cuesta distinguirlas en los telediarios, que se han convertido en simples crucigramas. La industria del entretenimiento es muy tendenciosa y a medida que pase el tiempo lo será más. El periodismo de investigación constituye un subgénero cinematográfico —el documental—, aunque también sirve para dar cuerpo literario a las novelas. En pocas ocasiones desempeña un papel básico en la prensa y cuando ocurre se realiza de manera autónoma y vocacional, en plan free-lance. Si el reportaje no es «sostenible», es decir, si no se sostiene dentro de los parámetros establecidos por los dueños o los anunciantes, acabará durmiendo en un cajón. O, en el mejor de los casos, llegará a un público más reducido mediante la prensa alternativa.
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