Última llamada

A los socialistas de boquilla, que andan por ahí haciendo cálculos sobre las posibilidades que tienen de mantener sus cargos y sueldos después de las próximas elecciones, les auguro un futuro incierto. Supongo que habrán hecho cuentas y preparado su jubilación, porque de aquí a unos años el panorama político y social será diferente. Mientras tanto, contemplamos el final por capítulos de su larga y patética caída. Los vemos cambiando de muda, volviéndose súper demócratas de repente, eligiendo a sus jefes de manera directa entre los afiliados y sacudiéndose el polvo de encima con el propósito de aguantar lo que haga falta. Tratan de retrasar su propio desastre haciéndose pasar por asamblearios y montando unas elecciones de broma con candidatos de chiste. No me extraña que haya resultado triunfador un mengano al que ahora le hacen la ola los medios de propaganda del sistema invitándole incluso a que abra los telediarios.

Los telediarios, si no resultaran tan previsibles y abyectos, tan manipuladores y tendenciosos, serían ahora fascinantes programas de humor o sorprendentes espacios de comunicación no interactiva. La silenciosa peña de los televidentes no es ya tan pasiva como parece. Insultan al locutor, se mofan de los titulares y crean diálogos paralelos a la supuesta información que reciben. No tragan con facilidad todo lo que les cuentan porque la gente ya está curada de espanto y cuando ven aparecer el rostro nuevo del difuso líder socialista, se dejan al principio llevar por los elogios del presentador, que hace una loa descarada del interfecto, y luego abren las parabólicas, le pasan un paño a los tímpanos y simplemente escuchan. Lo que oyen es lo de siempre pero en otra clave, para ver si así nos entra mejor el mensaje. El mensaje que intenta transmitir Pedro Sánchez es de humildad. Nos cuenta muy humildemente que va siendo hora de ser buenos chicos, que van a comportarse como se espera de ellos y que, como llevan camino de perder hasta las chanclas, están dispuestos a defender los intereses de la mayoría.

Una mayoría cansada de escuchar buenas palabras asistía con aburrimiento a su discurso y a medida que iba avanzando la entrevista, dirigida con mano de plástico por otro Pedro, el inefable Piqueras, reconozco que entré en sopor y acabé dormitando en el sofá con un molesto pedazo de cena entre las muelas. Me lo quité después a la vieja usanza, con un palillo en lugar de seda dental, y mientras lo hacía pensé que todos los electores de Sánchez estarían haciendo lo mismo en ese preciso instante.

Como la crisis de los cincuenta está causando estragos en mis neuronas, no recuerdo ya quién dijo o escribió, o de qué película extraje que los seres humanos, acuciados por la ley del mínimo esfuerzo, sólo nos decidimos a cambiar el sentido de la marcha cuando estamos al borde del precipicio. Hasta que no llega ese momento seguimos por inercia tomando las mismas decisiones o aguardando a que las cosas se arreglen por sí solas. En contra de lo que suele expresar Punset, creo que nuestra capacidad de anticipación no maneja futuros amplios. Basta con observar el comportamiento de las élites para comprender que, mientras les vaya bien y hagan caja, continuarán por la misma senda. De ahí que no admitan como una realidad propia la que perciben los demás, calificándola de exagerada. El gran roto que rasga a la clase media peninsular, dejando caer en la pobreza a millones de individuos, puede inspirar ternura o caridad entre los jefes, pero todavía queda lejos de su experiencia sufrir los mismos males de aquellos que dicen representar. Tal vez por eso terminan indignando a la gente o en el mejor de los casos aburriendo hasta a las ovejas. Con las prisas en decorar los partidos y abrillantar las instituciones, con esa presteza que imprimen las leyes para apalancar su manera de entender la política y la economía, dudo mucho que consigan frenar de algún modo el cambio que se avecina. Aunque tampoco evita que sigan colocando palos entre las ruedas.

De hecho los periódicos tradicionales comienzan a ocultar los resultados de ciertas encuestas porque proyectan unas expectativas lamentables para los intereses que defienden. O dicho de un modo más simpático: que la revolución se extiende. Parece que en las cabezas de los sufridos consumidores sólo existan ya dos bloques de pensamiento, o eres del PP o eres de Podemos, y toda la gama de grises que hay por medio tarde o temprano tendrá que decidirse. Psicológicamente nos hallamos en un cambio de época, pero aún hay muchos que todavía prefieren la caspa y el fango de la corrupción, aquello que conocen frente a cualquier novedad que pudiera presentarse. La novedad produce pánico entre los que están bien situados y genera esperanza entre los más desprotegidos. Los hay que optan por la transformación del sistema de una manera convencida, incluso militante. Pero también es cada día más fácil encontrar a sujetos de cualquier mentalidad dispuestos a votar al coletas para infligir un castigo, una venganza, una limpieza o vaya usted a saber qué. Podemos es tan versátil que lo mismo convierte en don Limpio a cualquier vecino que lo proyecta de igual manera y con el mismo entusiasmo hacia el ámbito más abertzale. A estas alturas de la película, y al margen de los incombustibles electores del PP, resulta que los atribulados contribuyentes se inclinan cada vez más por votar a Podemos, que sacaría el 21 % de los sufragios frente al 27 % que obtendría el PP. Lo que pone a los jefes de los nervios, porque tienen la sensación de que se les agota el tiempo y se les acaba el chollo. Porque ya no saben qué hacer para blindarse. Y porque hagan lo que hagan, a unos se les ve el plumero y a otros no se los cree nadie. El sistema agoniza a cámara lenta. Todas las esperanzas desembocan ahora en la necesidad de una transformación profunda. Es la última llamada, y no sólo para el planeta, los recursos y la ecología sino también para la solidaridad y el respeto hacia los ciudadanos. La democracia, a estas alturas, podría ser mucho más abierta y participativa. Reducirlo todo a un simple cambio generacional resulta patético. Y lo saben.

La nueva sociedad

Todavía no tengo la mollera hidrolizada. Cuando me dejo llevar por la inercia, el surrealismo o simplemente el hastío, caben muy serias dudas al respecto pero lo habitual en mi conducta es procesar los datos que van llegando al coco y contrastar de paso las informaciones que recibo. En el trato cotidiano con la gente y a fuerza de malentendidos, decepciones y chascos, la experiencia nos fuerza a ser menos ingenuos de lo que nos gustaría y más suspicaces de lo que pretendemos, sin embargo ante los medios de comunicación, tal vez por costumbre o por pereza, bajamos a menudo la guardia.

Recuerdo que una parte significativa de la población empezó a contrastar informaciones por puro divertimento. Si un mengano era fan de cómo radiaba el partido de fútbol tal o cual emisora, no se sabe muy bien la causa pero de repente decidió acompañar a sus comentaristas favoritos con las imágenes que ofrecía una cadena de televisión, a la que previamente enmudecía. A estas personas les bastó con pulsar la tecla del mute para caer en la cuenta de que, según los equipos que estuvieran jugando, sus ojos y sus oídos entraban en contradicción. Ha llovido mucho desde entonces pero ahora, con las redes sociales, podemos compartir también todas estas contradicciones con los demás. Y volviendo al socorrido ejemplo del fútbol, hay quien lo ve por la tele, lo escucha por la radio y al mismo tiempo lo sigue por el twiter, sumiéndose de esta manera en otro plano de la comunicación y también del enloquecimiento, pero desahogándose de algún modo frente a la manipulación de los grandes medios y creándose una opinión propia, lo que resulta higiénico para la sociedad.

Gracias a la tecnología, profesionales y aficionados al video, en su mayoría fuera del sistema convencional de noticias, cuelgan en la red visiones distintas de cualquier suceso, permitiéndonos de esta manera contrastar lo que nos venden en los medios tradicionales como una realidad incontestable. Basta con entregar la noticia sin adulterar, de forma objetiva o al menos con cierta limpieza. Al estilo, por ejemplo, de lo que hace Euronews en uno de sus informativos sin palabras. Supongo que lo habrán visto alguna vez y si son muy frikis incluso se habrán vuelto unos adictos, en cualquier caso les habrá llamado la atención por su engranaje comunicativo, al carecer de comentarios superpuestos. La presentación de un hecho tan sólo con imágenes es igualmente manipulable, interpretable, incluso ajustable al patrón de las corporaciones, y sin embargo requiere del espectador un mayor esfuerzo interpretativo. Al final hasta se agradece la falta de una voz en off que te vaya contando lo que se supone que ya estás viendo, que para eso nació la televisión. Supongo que por la novedad del modelo y por lo que se ahorran en traductores, locutores y periodistas —no en vano estoy hablando de una cadena de implantación continental—, comprendes mucho mejor la magnitud de los fraudes. Porque una cosa es tamizar ideológicamente lo que ocurre, según el sesgo del que lo describe, y otra distinta el hacernos creer que pasa otra cosa. Y reconozco que hemos llegado a tal extremo que a mí, cuando más me gusta que me mientan es cuando al mismo tiempo me enseñan la verdad, que ya es la caraba.

Tener a un locutor, alcachofa en mano, diciendo A y que a un metro de él ocurra justo lo contrario, es algo que me fascina. O no se da cuenta, o lleva aprendido el guión y no es capaz de improvisar sobre la marcha, o carece de sentido del ridículo, porque la verdad salta a la vista de tal manera que resulta idiota el negarla. Para desentrañar bulos y arbitrariedades, a veces es suficiente con subir al ático de un edificio y fotografiar desde allí una manifestación, apreciando de forma sencilla que no protestan los cuatro gatos que nos están contando. O al revés. El caso más flagrante ocurrió durante el chupinazo de los sanfermines porque los telespectadores, radioyentes y tuiteros se quejaban de que algo tan evidente como las ikurriñas y pancartas sobre la reunificación de los presos en Euskadi, las que desplegaban los pamplonicas entre la multitud que asistía a la fiesta, sencillamente desaparecían de la retransmisión en ciertas cadenas. Sobre todo en las cadenas públicas, que en la práctica son ahora de titularidad gubernamental. O sea, del partido que manda o que nos desmanda. Y si no recuerden las pitadas al rey en las copas que llevan su nombre. Estarán de acuerdo o en contra de los hechos, pero los hechos no son discutibles. Al menos desde una ética básica y una correcta formación profesional. Ya paga bastante precio el espectador aguantando las cuñas publicitarias para que encima le mientan a la cara. Así que tampoco pueden ahora extrañarse de que alguien pretenda imponer cierto control en medio de tanta bazofia.

En fin. Como muchos de los espectáculos humanos gozan siempre de tiempos muertos, y como muchos de los tiempos muertos son aprovechados por los medios de comunicación para endosar anuncios y rellenos, la gente dedica esta falta de acción en la pantalla a tareas como freírse unos huevos, acostar a los churumbeles, fregar los platos, bajar la basura o sacar a mear al perro. Todo depende de la popularidad del evento, y de la longitud de la publicidad, para que la vida se abra de nuevo camino al margen de lo que ocurra en el plasma. Y para los menos aficionados a las materias patrióticas, ya sean folclóricas o deportivas, se disputen en ellas algún título planetario o promuevan mediante el arrobo la reafirmación local, incluso para aquellos que por un impedimento u otro no pudieran vivir eso que llaman la «magia del directo», siempre nos quedará el diferido buscando por internet. En la red, con cierta dedicación, puedes encontrar cualquier cosa. El problema está a menudo en los medios convencionales, que emiten una programación similar con enfoques muy semejantes y a horarios idénticos. Toda esta uniformidad en el mejor de los casos aburre a las marsopas, y en el peor resulta tan irritante que parece hecha a propósito y con la intención de que los espectadores salgan huyendo hacia las cadenas de pago. Los mismos dueños les ofrecerán allí, a cambio de unos dineros, toda una tómbola de canales temáticos, por los que podrán seguir zapeando y tuiteando mientras envejece la vida entre sus dedos.